Las mentiras de la verdad
Por Nicolás Melini , 28 febrero, 2014
Vive usted (y yo) con cierta incertidumbre sobre la veracidad de casi todo lo que se menea, y aun así lanzamos nuestras certezas a diestro y siniestro. Por qué será. Si no estamos seguros de casi nada, a qué ese talante pontificio. Le dan a uno una red social y se cree poco menos que Mussolini en el estrado (por escrito), si no el Dr. King, el Santo Padre, Tom Cruise, Ghandi, Belén Esteban o todos ellos al mismo tiempo; y esto genera, también, todo lo contrario: hay en las redes quien no vende certeza alguna, sino a sí mismo, todo el tiempo –muy propio de hoy—; hay quien se afana solo en el humor, como si chorrearse fuese la verdad suprema; y hay hasta quien se muestra “performance y surreal” –mero Ramón Gómez de la Serna— con las cosas del comer.
Nos encontramos en medio de la rápida evolución de un gran proceso de disolución de la verdad. Pero, ¿acaso no fue siempre así? Piense en la Historia, ¿no acabó disolviéndose en algún momento todo lo que fue verdad? Todas esas ideas que dominaron férreamente a las gentes de cualquier época, ¿no acabaron atufadas por el sonoro chorrearse de quienes llegaron un poco después? ¿No será que cogerle la baja a todo es parte indispensable de nuestra naturaleza?
Cuán vanos y ridículos me resultan últimamente quienes se aferran a nuestras verdades de antes de ayer. Por poner un ejemplo menos “filosófico”: observa uno los esfuerzos del diario El País por resucitar a Mariano y a Alfredo en estos días de Debate del Estado de la Nación y, cómo no, chorrearse de ello resulta de lo más natural y consecuente. En ese punto nos encontramos, en el punto en el que toca ya chorrearse de la crisis, de estos partidos, de la Transición, de la monarquía, de todo lo que nos ha traído hasta aquí, de esas “ideas”. No hay otra vía para mirar hacia adelante, aunque algunos estén dispuestos a defender viejos logros y actuales privilegios mediante amenazas y las porras de la policía y las multas y los calabozos. Allá el que se quede rezagado tratando de salvar algún mueble.
Desde el poder, algunos se preguntan qué fue de la acampada de Sol y el 15M, abominan de eso tratando de disimular el miedo que se les metió en el cuerpo durante aquellos días, cuando se afanaron en enterrar todo eso bajo el tupido manto de sus insultos, sus parodias y profanaciones. Pero lo cierto es que el 15M desapareció para convertirse en un poderoso virus. Desapareció la acampada de Sol y allí que se presentó Vodafone, pero la brecha ideológica entre una enorme parte de la ciudadanía y los beneficiarios privilegiados de la Transición –cada vez menos burbujeantes— que pensaron que haber hecho aquello les facultaba para saquear el país hasta quebrarlo, como si el país fuese suyo y solo suyo, es una brecha ideológica que difícilmente podrán reparar estos bueyes con los que aún aramos (o que nos aran, no sé muy bien). Tanto es así, que el virus del 15M y la acampada de Sol opera ya sin que sea necesario que ningún representante de dicho “movimiento” tenga que oponer argumento alguno a lo que los políticos proponen. Cada vez que los representantes políticos abren la boca se evidencia la falla, el error, el desfalco de la verdad, la falta de puntería; en definitiva, su pretensión de conservar los principios que ya tantos de nosotros denostamos. Da igual que se trate del PP o del Psoe o de IU o de CC o de PNV o de CIU o de UPyN (etc.), el virus del 15M afecta incluso a los nuevos partidos políticos, incluso a aquellos que surgen tratando de contentar a quienes se identificaron con el 15M. En cuanto abren la boca quedan retratados. El virus subraya y evidencia todas sus imposturas, mina sus intentos, descalifica sus acciones.
La verdad, hoy, es una suposición –se intuye, se representa, se inventa, se manipula—; pretendemos estar en lo cierto, tener la razón, decir la verdad, pero somos completamente conscientes de que todo ello no es más que una buena coartada para la mentira más o menos interesada, cuando no un hablar por hablar. Los políticos tienen un “relato”. Lo llaman así sin tapujos, y se supone que ese relato debe acertar a embarcar en el proyecto del partido a millones de personas que, más o menos, asumirán ese relato como propio (como real, como coherente, como verdad). La verdad, hoy más que nunca, es una construcción de la que somos conscientes. La actualidad es un “relato” y, ahora que podemos, vía Twitter o Facebook, tratamos de colocar en ese cuentito nuestras frases y consideraciones certeras, ingeniosas, originales, sesudas o estrafalarias. Pero las propias redes sociales (Twitter, Facebook) son “relatos”, ficciones en las que tratamos de intervenir para, a su vez, intervenir en el “relato” de la actualidad; tratamos de convertirnos en parte del cuento como si quien no estuviera en el cuento no existiera.
Somos “la verdad de las mentiras” (así tituló Vargas Llosa uno de sus libros); o, tal vez, somos “las mentiras de la verdad”. Ficción.
Es como si un buen día llega tu padre y te dice que aquello que padeciste de niño fue un tumor maligno, que no te lo dijo para no preocuparte y que ahora, 10 años después de la operación, cuando has salido de peligro y lo que te diga no puede asustarte, te cuenta lo ocurrido. Esa pérdida de la inocencia (¿has vivido todos esos años convencido de que eras una persona sana, sin tener la menor idea de que estuvieras tocado por la muerte, ¡y no era más que un “relato” oficial!?) resulta demasiado similar al efecto devastador que hubiese tenido sobre este país que el cuento que nos ha narrado Jordi Évole en Operación Palace no hubiera sido desmentido. ¿Vivimos todos esos años una ficción de país, celebrando cada año la efeméride de algo que no había sido? Pero es que no debería de importar, porque esa es la verdadera naturaleza de nuestras vidas. No hay tales certezas. Qué inmortalidad asistiría al niño si jamás hubiese padecido ese cáncer. Qué pérdida de la inocencia es descubrir que has sido mortal. ¿Acaso si no hubiera padecido ese cáncer hubiese dejado de ser un mortal como todos nosotros?
El relato de Jordi Évole es ficticio, si fuese verdad lo que allí se cuenta hubiese sido un verdadero mazazo para nuestra inocencia, el suelo sólido en el que pisamos se nos hubiese movido peligrosamente, hubiésemos obtenido un plus de incertidumbre, pero es que nuestra inocencia sobre estos asuntos no debería existir. Ya deberíamos saber que las verdades se diluyen y pasan a la Historia. Ya deberíamos haber comprendido que vivimos en un mar de falacias interesadas. ¿Qué clase de certeza es vivir en una burbuja financiera e inmobiliaria, todos los medios de comunicación contando la mentira del éxito que luego será fracaso? En qué mundo, en qué país vivimos, ¿en el de antes de la crisis o en el de la crisis o en el que será después de la crisis? El mismo tipo de pérdida de la inocencia supuso para nosotros despertar un día, con la crisis financiera encima, para darnos cuenta de que nos habían estado contando una milonga de éxito durante décadas, mientras algunos se lo llevaban calentito y nos endeudaban para los restos. He ahí uno de los principales genes del ADN del virus que constituye el 15M (y la acampada de Sol), y que ya corroe nuestro sistema económico y político: lo de Évole, no, pero esa falacia, descubierta y puesta sobre el tapete –dispositivo del nuevo “relato”, el de la cruda realidad y la indignación—, sigue con nosotros.
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