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Las otra muertes de Prince

Por Emilio Calle , 22 abril, 2016

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En 1998, inmerso en una de sus giras que tan pocas veces se detuvo en España, cada concierto de Prince empezaba de la siguiente manera: el artista aparecía en el escenario con una de esas excentricidades tan propias de él, cubierto por una gorra de policía de cuya visera caía una cortina de cadenas doradas que impedían ver su rostro. Durante algunos minutos, sus seguidores (entre los cuales esté cronista se halla en las primeras posiciones porque toda mi vida ha estado muy marcada por la fascinación que me provoca su música) saltábamos y celebrábamos con delirio (una palabra tan querida por él) esa irrupción. Pero al poco, empezaron a escucharse gritos por una de las zonas más cercanas al escenario. Y lo que parecía un alboroto localizado se fue extendiendo como una nueva marea de alborozo cuyo origen casi nadie entendía, y así hasta que todo el público en el recinto ya era capaz de ver que Prince no era la persona que ocultaba su cara mientras simulaba cantar y moverse como la estrella con todos los focos posados sobre él. Nos la había jugado. Prince estaba sentado en un rincón apartado del escenario, sonriendo con malicia, y contemplando sin que nadie lo supiera cómo todos habíamos reaccionado ante lo que pensábamos había sido su entrada. Le bastó una broma, porque siempre gustó de las travesuras, para tener a los asistentes ya hechizados por su locura cuando el concierto ni siquiera había comenzado realmente.

Y hoy, pese a que la noticia inunda las redes y los comentarios, pienso, o me obligó a pensar así para estrangular la tristeza, que ocurre exactamente lo mismo, que está escondido, con gesto juguetón y divertido, viendo cómo todos celebramos su música, su locura, su desbordante genialidad como compositor e interprete.

Pero morir… morir ya había muerto.

Siempre fue un hombre radicalmente reservado en la fortaleza tantas veces saqueada de lo que él consideraba su sagrada intimidad. Era tímido. Extremadamente tímido. La misma persona que durante un concierto diseñado para elevar aún más si es posible el alarde de «Parade» (con «Kiss» a la cabeza, ese himno e invitación a desoírlo todo a cambio de besos, solo besos, y nada más que besos) era capaz de comportarse de maneras obscenas, disparatadas, provocando y seduciendo, alardeando de su virtuosismo con cualquier instrumento, ese mismo artista que desarmaba por su potencia, de repente se sonrojaba y quería huir de escena tan sólo porque los músicos invitaron al público a que le cantara el «feliz cumpleaños» (y son incontables los vídeos de lo mal que llevaba recoger premios o tener que pronunciar unas pocas palabras fuera de alguna actuación). Hasta esos extremos era celoso con lo que pasaba lejos de su vertiginosa y única obsesión: la música. Porque aunque ahora sembrarán su biografía sobre relaciones sentimentales, tragedias personales que la prensa llegó a retorcer hasta extremos insensatos, o nuevas especulaciones sobre sexualidad (y él ya en 1981, con su cuarto álbum, «Controversy» había puesto las cartas sobre el vinilo, harto de rumores que no conducían a ninguna parte donde hubiera funk), Prince, más que cualquier interprete que yo conozca, es su música, y no su vida, como sí le ocurre a otros mitos del rock. Sobre todo su música en directo, porque pocos artistas han reinventado sus propias composiciones para que ir a sus conciertos fuese al mismo tiempo descubrir versiones de sus canciones más míticas, a veces mejores que el original, o cómo alargaba temas para improvisar durante minutos y minutos ya fuese con la guitarra, el piano, la percusión, con su abrumador registro vocal o con su menudo pero electrizante cuerpo que siempre encontraba maneras nuevas de bailar. Cuando otros «genios» suben a un escenario y se limitan a clonar sus canciones, al punto de que a veces parecen durar y sonar exactamente que en la grabación original, Prince no permitió jamás que se tuviese esa sensación. De hecho, hasta hace unos días estaba entregado a una inesperada gira que probaba de nuevo su bendita locura: tocar parte de su repertorio únicamente al piano, él a solas con su público, como si necesitara de esa intimidad, dejando, por lo poco que nos ha llegado a los que no tuvimos la fortuna de ir a esos conciertos, más joyas marca de la casa, porque es capaz de, por ejemplo, volver a encontrar un modo alucinante de interpretar la ya citada «Kiss».

Su música y las leyendas en torno a ella: que si tenía turnos de técnicos durante 24 horas al día, los siete días de la semana, en su estudio de Paisley Park, porque Prince podía aparecer en cualquier momento, a las tantas y cuantas de la noche y ponerse grabar como un poseso; que si fueron los Rolling Stones quienes descubrieron su primer disco y lo llamaron para que fuera telonero o si fue telonero sin que ellos lo supieran y al escucharlo Jagger se puso furioso porque a ver qué hacía él ahora después de que su púbico hubiera estado viendo y escuchando a Prince; que si el personaje que huye del coche estrellado al principio de la película «Fargo» de los hermanos Coen, aquel que corre por la nieve sepultada por la noche antes de ser abatido de un disparo, es un cameo de Prince; que si es cierto que aún no hemos escuchado toda su música (y él que esto escribe tiene en su colección casi dos mil canciones originales, por no mencionar la incontable cantidad de versiones, mezclas, «covers», demos, conciertos…), y que existe un archivo con cinco mil temas nuevos…

Este último aspecto arroja quizás el aspecto más sombrío de la historia pública de Prince. Para cualquier que conozca su música, resulta evidente que no había límites en aspecto alguno. Aunque asociado al «sonido Minneapolis», su obra no admite etiqueta que él propio Prince se encargue de rasgar en mil pedazos. Se habla de él y se habla de Hendrix, de Santana, de James Brown. Aunque el funk siempre fue una excelente pista para despegar, no hay género que no esté implicado en sus composiciones, desde el rock al jazz. Tan prolífico que los problemas con las discográficas terminaron por complicar su vida. Ya había tenido un serio desencuentro con el conocido como «black album», un vinilo que por razones nunca bien aclaradas no salió jamás al mercado, un disco fascinante por lo arriesgado de la propuesta. Eso marcó el resto de su singladura con el sello Warner hasta que Prince logró, tras enconadas disputas judiciales, independizarse de un discográfica que le impedía editar los discos al ritmo que él los creaba con la justificación de que así no funcionaba el mercado, entorpeciendo hasta que, al menos, pudiera editar discos dobles. Y comenzó a llevar la palabra «slave» (esclavo) escrita en su rostro. Y celebró su victoria (efímera, a partir de ese momento intento mover su obra por canales distintos, pero se había buscado grandes enemigos) editando un triple disco (varios triples vinieron después, aunque fuera casi imposible conseguirlos) llamado «Emancipation». Fue durante esa época cuando tomó una decisión aún más drástica. Con el propósito de que cesase el acoso al que se sentía con tanto hablar de él (en vez de atender a sus propuestas musicales), dejó de llamarse Prince. Todo el mundo le dijo que era absurdo, que no serviría de nada. Pero luchó hasta conseguirlo. Ya no respondería más a ese nombre. Y ni siquiera ofreció una alternativa. Su nombre pasó a ser un símbolo, lo que obligó a que la prensa tuviese que recurrir a una curiosa denominación, «el artista anteriormente conocido como Prince», lo que a su vez generó un tercer apodo, TAFKAP (las siglas de «the arstist formely known as Prince).

Y Prince… desapareció.

Un par de años antes, en el disco «The Gold Experience», la voz de la que fue su esposa, Mayte, repetía en castellano entre dos canciones: «Prince está muerto… Prince está muerto…»

Y en «Emancipation», Prince dio veracidad a esa noticia con una canción (sin duda, una de las más amadas por aquellos que le seguimos), «Face Down», y con el vídeo de la misma. En él, asistimos al velatorio de Prince, que yace en un féretro con la cara hacía abajo, mientras diversos invitados se acercan al cuerpo para rendirle homenaje.

Era oficial.

Allí estaba. En su ataúd. Púrpura, por supuesto.

Prince estaba muerto.

Pero había trampa. Debajo del disfraz de la que parecía su desconsolada viuda, estaba Prince que con gesto amonestador parecía recriminar nuestra credulidad.

Y yo no dejo de pensar que nos la ha vuelto a jugar. Que esto es otra travesura más. Que anda por ahí, meciendo todo esto con un blues. Que así nos obliga de nuevo a regresar  a lo que de verdad importa, a su música, capaz de describir cómo es el sonido de las palomas cuando lloran, las mismas que hoy quizás no puedan dejar de llorar.


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