Las partidas
Por José Luis Muñoz , 20 julio, 2024
Querido amigo, acabo de enterarme de que te has marchado el mismo día que lo ha hecho Rosa Regás, quizá discutas con ella, aunque no lo creo porque pensáis de forma muy parecida, allá dónde estéis. A Rosa Regás la conocí porque fue generosa y presidía el jurado que me premió con el Café Gijón en el pasado siglo. La novela se llamaba “Lifting”, me la presentó en la Casa del Libro y no sé si tú llegaste a leerla. Era una persona excelente y brillante la Regás, amiga de Manolo Vázquez Montalbán, progresista y feminista hasta su último suspiro. Lamenté no haberla tratado más. La vida son compartimentos estancos. Tú entraste en la mía, y yo entré en la tuya, por casualidad, en un lugar tan inesperado como el Valle de Arán, cuando teníamos que habernos cruzado mucho antes en Barcelona, y no lo hicimos. Quizá nos viéramos, de refilón, cuando yo iba a la redacción de Playboy a entregar mis escritos a José Luis Córdoba (antes de que se inventara el fax), primero, a Julio Murillo, después.
Cuando me dieron esa mala noticia, de que tú ya no estabas, iba por una pista de ese Valle de Arán que conociste y te iba escuchando platicar en Eth Hiru, esas charlas que se alargaban, más por tu parte, que eres (me cuesta hablar en pasado) argentino. Hablábamos de nuestros tiempos compartidos en la revista Playboy, tú como director de arte, yo como colaborador; de las tiras eróticas de tu compatriota Horacio Altuna que dibujaba unas chicas deliciosas; del director José Luis Córdoba a quien habías vuelto a ver después de tantos años, que tiene raíces en Bossòst y estuvo a punto de nacer allí, según me contó; de mis libros, que tú disfrutabas leyéndolos hasta que te pasó lo que a Borges, la ceguera; de tu hijo Martín, que se escondía en los bafles de tu equipo de música y hacía de director de orquesta imaginario; de la casposa y cainita derecha española que ambos odiábamos; de la izquierda española que jamás se ponía de acuerdo; de los camaradas del ERP argentino masacrados por la Junta Militar; del misterio del peronismo, más complejo que el de la Santísima Trinidad; de la manía hispana de utilizar el verbo creer en lugar de pensar, (influencia jesuítica, me decías), y yo te dejaba hablar, muchas veces me limitaba a escucharte y a observar en tu cara esos rasgos inconfundibles de indio guaraní, algo inquietantes, como tu mirada, mucho más nativo americano que vasco a pesar de tu apellido.
Eras un Inurritegui (Inurrategui era el etarra protagonista de Cazadores en la nieve) que se juntó con una Ibarra, tu extrovertida Mónica, el puntal fundamental de tu vida, en Argentina de la que tuvisteis que salir huyendo con Gonzalo, Jimena y Martín con la txapela puesta, ese hijo tuyo vasco, aunque nacido en Buenos Aires, porque los vascos nacen donde les da la gana, que resultó ser nuestro vínculo de unión. Alardeabas también de tu segundo apellido francés: Du Barry, una hermosa cortesana francesa que fue la última amante de Luis XV.
Una tarde, recuerdo, os lleve a Mónica y a ti, que fumabais como condenados, a la cabaña de Portet, a esa hermoso prado alpino que mira al Montlude, y llegasteis exhaustos, maldiciendo mis huesos, por vuestra escasa capacidad pulmonar.
Me hablaste de escribir tus memorias, para tus nietos, para que supieran de su abuelo Ignacio Inurritegui Dubarry, su vida y milagros, cómo pensaba, qué hizo en la vida. No sé si te dio tiempo. Fue un placer, privilegio, honor y casualidad habernos encontrado, después de tantos años con nuestras existencias dando vueltas, precisamente en el Valle de Arán, ese territorio mágico y extraordinariamente bello en donde transcurre mi séptima vida, y porque tu hijo y tu nuera son mis mejores amigos. La vida es un sinfín de casualidades. Nos cruzamos en uno de sus recovecos. Buen viaje, mi querido amigo. Saluda a Rosa Regás de mi parte.
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