Libertad y Lenguaje
Por Eduardo Zeind Palafox , 6 junio, 2015
Interessante Rednerposen des Führers der nationalsozialistischen Arbeiterpartei, Adolf Hitler!
Adolf Hitler machte durch seine Zeugenaussagen vor dem Reichsgericht in Leipzig viel von sich reden.
El vulgar pensamiento cree, sin antes evaluar sus méritos, talentos, valías, merecer mejor mundo. Los deseos cobran forma en el lenguaje, que elige las palabras que mejor se acomodan a ellos. Todo lenguaje congloba en términos, en palabras, nuestros afanes. Emoción y léxico, movimiento y signo, adunados, forman la moral. La moral, cualquiera, es una jerarquía de valores. Las palabras son los ojos del espíritu y sólo vemos lo que ellas, cual cristales limpios, permiten. Nos resulta odioso todo lo que retuerce el orden de nuestro lenguaje, esto es, el de nuestra moral. Con razón Tertuliano, en su tratado “De Resurrectione”, dijo que el lenguaje es “fiera encerrada entre los muros de los labios y verjas de los dientes”.
Porque podemos abstraer nuestra personalidad, imaginarla, es decir, verla cual si fuera ajena a nosotros, ente aparte, concebimos la idea de “alma”, substancial, unívoca, simple, eterna. Lo simple es perdurable, capaz de sobrevivir a lo contingente, es decir, capaz de ver la conformación de otro mundo, siempre imaginado sobre el terreno de lo futuro. Los mártires, los sacrificios, las vidas extraviadas, las gentes que confían en que verán mejorías en lo porvenir sin dolerse del desperdicio de su vida, patentizan lo dicho. El lenguaje, luego, goza creando palabras que signan ideas cosmológicas, útiles para no olvidar las esperanzas. Poesía y ciencia, por demostrar la puerilidad de muchas esperanzas, son odiadas.
Escribió Kant que el pensamiento es la “espontaneidad del enlace de lo múltiple en una intuición posible”. El lenguaje, armazón mental, permite la espontaneidad, el ir arrostrando los avatares diarios. La palabra, más que explicar la realidad, la emboza. Embozar es abarcar, pensar que lo que importa, demanda, es sólo una nimiedad, parte poco importante de una totalidad. Intuimos peligros, mas nuestras proposiciones, en vez de alertarnos nos alientan, o en vez de precavernos nos invitan. Nuestras frases, luego, nos lanzan contra el mundo, al que acallamos con griterías.
Pensar es atribuir a todas las cosas sustancia y causalidad. Brindamos a los términos “progreso”, “miedo”, “ciencia” o “gloria” materia y también movimiento. Son muchos los objetos que nos circundan, y muchos más cuando los multiplicamos sumándoles palabras con presencia de objetos. Doble es el muro de la cárcel cuando es reforzado con la palabra “ley”. Las palabras son los límites de los actos. Jesucristo lo enseñó (San Juan 14: 5-7): “Le dijo Tomás: Señor, no sabemos adónde vas; ¿cómo podemos saber el camino? Respondió Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto”. Creer en la palabra era actuar.
Las palabras, con sus sonidos, colores, meneos, además de dar tono a lo circundante simulan ser fenómenos, pero casi siempre son meros noúmenos, entes construidos que carecen de relación con el mundo. Un fenómeno es una realidad, grupo de hechos de diversa índole con un “sentido”, mientras que un noúmeno está hecho de uniforme material y posee varios sentidos.
Razonamos con Cicerón que los discursos, por ser remedo del mundo, “deus ex machina” que nos enseñorea, vía llana y fácil para que los espíritus ineptos conozcan la naturaleza, propician la superstición y el espíritu agorero. En el cap. 20 de su libro “Sobre la naturaleza de los dioses” leemos: “Resultado de esta teología fue en primerísimo lugar vuestra doctrina de la Necesidad o el Hado, lo que llamáis “heimarmeme”, la teoría de que todo acontecimiento es resultado de una verdad eterna y de una ininterrumpida secuencia de causas. Pero ¿qué valor se puede dar a una filosofía que piensa que todo acontece por obra del hado o la fatalidad? Esta es creencia propia de viejas, y aun de viejas incultas. Y viene luego vuestra doctrina de la “mantiké” o Adivinación, que nos sumergiría hasta tal punto en la superstición, si consintiéramos en escucharos, que daríamos culto a los harúspices, augures, traficantes de oráculos, videntes e intérpretes de sueño”.
La retórica, cuenta Quintín Racionero en el erudito prólogo que puso a su traducción de la “Retórica”, de Aristóteles, que ésta, ya viciosa, usa los tópicos populares, que hemos dicho se forman en el molde de las esperanzas, para acentuar las creencias de los pueblos, que ven en ella un sistema de signos donde puede leerse el mundo. Retórica era para Aristóteles “téchnê”, “órganon” para educar. Era educar para el griego llevar a los indoctos hasta la virtud, hasta el sumo bien, que se componía de varias eminencias, como la valentía, la bondad, el saber. Pero la retórica dejó de ser camino, medio, para ser fin. Servía para comprender lo posible, “dynatón”, y acabó siendo determinismo. Servía para ser prudentes en la desgracia, para ser sensatos, para conocer la “phrónesis”, y terminó siendo caos.
El hombre libre hace del lenguaje una instrumentación flexible y útil para extractar del mundo lo que es invisible para los ojos. No se confunda lo que es invisible, real, con lo que es noúmeno. El “progreso” es noúmeno, y realidad invisible, que hay que urdir, la vida de ocio, por ejemplo. Malo es el ocio para el que es enseñoreado por el “progreso”, lugar común, tópico, que ensombrece su vista. La retórica, tintura de la imaginación, acostumbra al público a tener visiones. Mas el juicioso antes quiere andar en la nada que andar entre fantasmas.
Baltasar Gracián, en el “Discurso XXIX” del Libro II de su “Agudeza y arte de ingenio”, apunta: “Y aunque cualquiera sentencia es concepto, porque esencialmente es acto del discurso una verdad sublime, recóndita y prudente, pero las que son propias de esta arte de agudeza, son aquellas que se sacan de la ocasión y les da pie alguna circunstancia especial, de modo que no son sentencias generales, sino muy especiales, glosando alguna rara contingencia por ellas”. El lenguaje literario, poético, se construye en lo peculiar, mientras el retórico quiere escamotear toda peculiaridad. La poesía, reconstrucción eterna de lo contingente, al dejar mal parada a la retórica se hace ilegal, delictiva.
El lenguaje libre, agudo, que penetra lo recóndito, es propio de las mentes poderosas para desasirse del yugo que imponen los sentidos, que sólo palpan superficies amplias, de todos conocidas. La palabra que sirve para poetizar primero es concepto y luego sonido, color u olor, y la que sirve para someter antes es cualidad que concepto, según Bergson. Todo concepto provechoso es un enlazamiento de cosas que parecen no tener relación. Los conceptos universales, formales, no son retóricos cuando son fenomenológicos, nacidos en la realidad, y lo son cuando son nacidos en la idealidad.
Eduardo Zeind Palafox
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