Libros del milenio
Por Redacción , 12 marzo, 2014
Antes de que salten todas las alarmas, una breve indicación: está claro que -usando el tópico- cuando hablamos de literatura, el tamaño no importa. Hay más arte en aquellos versos de Gabriela Mistral que rezan “Sin edad de siempre / sin edad feliz” o en aquel otro de Ginsberg que exclama “I saw the best minds of my generation destroyed by madness, starving hysterical naked”, que en 3.000 páginas escritas por el difunto Stieg Larsson o por la estridente Isabel Allende (fíjense que me arriesgo a no mentar Dan Brown o Stephen Meyer).
Queda claro, la extensión no es atributo de belleza, sin embargo hay algo especial, casi atávico, en la lectura de libros que tienen más de 1.000 páginas; el dígito mágico.
¿Qué obras que superen el número mítico de las cuatro cifras he leído? Esta pregunta se salda de forma sencilla con la aparición mental automática de una selecta lista de pocos libros; un exclusivo grupo de obras que han quedado gravadas a fuego en nuestra memoria. Da igual su calidad, el mero hecho de superar esa barrera es un hito para el lector.
En los tiempos revueltos que corren para la industria editorial, las 1.000 páginas son una suerte de sello de garantía. Pocos editores se atreven a publicar libros tan extensos por tres motivos: el elevado coste de impresión, el alto precio que disuade al lector-comprador cuando debe decidir si adquirir un libro tal y el riesgo de no sufragar los costes de impresión por culpa de las reducidas ventas. Es por este motivo que son muy escasas las editoriales literarias que publican obras de más de 1.000 páginas y muchas las que llevan a cabo todo tipo de tretas para que los libros no sobrepasen las 700 hojas. Descuartizar la obra en partes acabando con el carácter unitario de la historia o realizar ejercicios de anorexia léxica son algunos de los regates que las empresas de la literatura ejecutan cuando se encuentran con un libro de milenaria extensión.
Si en nuestra librería de referencia aparece una obra de más de 1.000 cuartillas, debemos darle, al menos, el beneficio de la duda. Seguramente, el editor -por norma ser bastante miedos- ha decidido publicar ese ladrillo porque en su interior hay algo que le da un valor añadido, una unidad que hace insostenible convertirlo en una trilogía o una perfección que imposibilita eliminar una sola palabra.
Muchos no convergirán en tal idea y seguirán afirmando que un quilo de papel pesa lo mismo que un quilo de paja; dirán que no es la balanza la que dictamina la calidad literaria. Pasemos entonces al segundo punto (argumento) de esta oda a los libros de más de 1.000 páginas: hablemos de la sensación que produce terminar una novela de la envergadura citada y, aun más, consideremos el efecto que provoca en hombres y mujeres el tránsito de la página 999 a la 1.000.
Buscando alegorías que se acerquen a este concepto, me atrevería a decir que la entrada en el reino de las cuatro cifras es como el quilómetro 32 de las maratones, como alcanzar el Match 1 de la aerodinámica, como la cota 7.500 en alpinismo… un feudo exento de teoría. Se trata de un momento en el que las páginas se vuelven un mero número sin valor de extensión y la lectura se torna una huída febril hacia el punto final. No conozco nadie que superadas las 1.000 páginas haya dicho: “creo que voy a dejar el libro, no me interesa”.
Leer libros de más de 1.000 páginas es una actividad excéntrica, hay que reconocerlo; un acto que en ocasiones comparte pastos con el sacrificio y el desatino. ¿Porqué perder horas y horas, días y días, meses y meses leyendo tomos que pueden llegar a tener 500.000 palabras? ¿Porqué carretear durante jornadas enteras libros que pesan un quilo y medio? A veces es mejor dejar las preguntas sin respuestas pues son terreno abonado para la psiquiatría. Lo único que me atrevería a certificar -amparándome en este caso en la experiencia personal- es que entre el libro de más de 1.000 páginas y el lector, surge una alianza íntima más evidente si cabe, al finalizar la magna tarea lectora. Entonces, al cerrar definitivamente las tapas, nos sentimos desamparados pero a la vez liberados, sabemos que esas páginas quedarán para siempre en nuestra historia personal y nos consideramos parte de una exclusiva secta. ¡Cuántas veces crearemos vínculos con seres que han leído los mismos libros de más de 1.000 páginas que nosotros!
“¿Te lo has leído? ¡Yo también y me encantó!”
Raro sería que el interlocutor dijera: “A mí me aburrió”
Si lo hace ¡desconfíen! ¡huyan! están enfrente de un pedante: ¡Leer a disgusto es antiliterario!
Los más acérrimos contrarios a la idea que aquí se esgrime, seguirán anclados en sentencias como: puede ser igual o más fulgurante sobrepasar la página 1.000 que entender un verso del cielo de la Divina Comedia. ¡Qué duda cabe amigos y amigas! Sin embargo aquí estamos hablando de cosas totalmente distintas. No son lo mismo los 100 metros lisos que la Maratón Des Sables, aunque ambas pruebas exacerben lo heroico. Pasemos pues al tercer punto (argumento): los casos particulares.
Los ladrillos son raras avis en un mercado plagado de libros cuya extensión oscila indefectiblemente entre las 250 y las 700 páginas. Es por este motivo que confieso con orgullo que mis 3 últimas lecturas han sido todas ellas, libros de más de 1.000 páginas (eso sí, siempre acompañados por otros textos de grosor menor y en versión bolsillo, aptos para cargar en el transporte público).
Visiones desde el fondo del mar (Acantilado,2010), 2666 (Anagrama, 2004)y El día del Watusi (Ediciones Destino, 2002-2003)son una trinidad tan dispar que sólo puede ser analizada desde la vertiente numerológica. Actualmente estoy enfrascado en la lectura de Robespierre (Galaxia Gutenberg, 2012) –otro tocho de extensión titánica- y para cuando acabe ya tengo los ojos puestos en otra obra de considerable corpulencia: La broma infinita (Mondadori, 2002).
Más interesante que analizar los distintos títulos citados por su contenido -en todos los casos estamos ante genialidades literarias, sólo hay que leerlos- lo sorprendente en estos libros es ver los procesos de creación de cada uno de ellos. En este aspecto -en el tesón que muy pocos tienen ante edificios tan altos- es donde se percibe la grandeza de los libros del milenio y sus escritores.
Visiones desde el fondo del mar de Rafael Argullol fue escrito íntegramente a mano y transcrito por el profesor de la Universidad Pompeu Fabra, Camilio Hoyos Gómez. Cuenta el amanuense en una lúcida crónica donde las haya, que ese manuscrito que en origen eran más de 2.000 páginas a tinta, pesaba 15 quilos y se alzaba casi un metro desde el suelo. El libro de Argullol es una oda a un nuevo tipo de escritura que viaja -y la expresión aquí tiene un profundo sentido- por distintos y variados paramos de la narrativa. Es fruto del trabajo arduo de un intelectual que se autoimpuso escribir entre 6 y 8 horas cada día.
La colosal novela de Roberto Bolaño 2666 había sido pensada por el propio escritor para publicarse en cinco entregas para, de ese modo, asegurar un plácido futuro económico para su hijo, Lautaro. ¡Hay si el escritor chileno-mexicano-español levantara la cabeza! Fue el editor, un tal Herralde, quien renunció a encarnar el papel de asesino en serie que trocea a sus víctimas. 2666 es una oda homérica del siglo XX que mezcla los más terrorífico con dosis de belleza sutil; una obra que desmembrada hubiese perdido todo su halo monumental.
Lo mismo sucedería con la tercera de nuestras obras, El día del Watusi. En este caso fue el mismo escritor, Francisco Casavella, quien decidió publicar una trilogía llena de humor basada en aquellos lugares tenebrosos, perdidos en la ciudad de Barcelona y en las almas que la habitan. La historia que gira alrededor de la relación que Fernando Atienza, el protagonista de la novela, establece con el día mítico, el del Watusi, superó al propio Casavella que finalmente quiso editar su novela en un mismo tomo milenario. Sin duda una necesaria redención del escritor en favor de la unidad obligada.
Para el último caso, el Robespierre de Javier García Sánchez, no puedo aún dar una opinión cerrada ya que justo hace pocos días he superado el ecuador de la novela ambientada en la Francia revolucionaria. Sin embargo con lo recorrido y algunas informaciones periodísticas acerca del escritor en cuestión, puedo dictaminar el carácter telúrico de la tarea de García. En un ejercicio gigantesco, hecho como en el caso de Argullol a pluma, el literato barcelonés, convierte al mito de la Revolución Francesa, Maximilien Robespierre, en un ser terrenal casi palpable, y a la par, es el propio novelista de voz hermética, el que intenta conquistar el terreno de la posteridad. “Sé que ya no puedo aspirar al éxito. Por tanto, sólo me resta luchar por la inmortalidad” bella frase la del Javier García Sánchez.
No sé que me deparará la lectura de La broma infinita de David Foster Wallace. Sólo tengo vagas informaciones (y algunas lecturas) de un escritor cuyo personaje y aurea me seducen en sobremanera. Dicen por ahí (analogía de la red) que DFW empezó su obra literaria por el tejado; dicen que tejió una de las más magnas obras para el siglo XXI con tan sólo 34 años y que eso le valió la muerte. Dicen que a los 3 años de escritura de la novela infinita, le siguieron 20 años de depresión atajados por el suicidio en 2008. Dicen que un escritor que ha terminado su herencia narrativa con tan poca edad no tiene motivación para seguir viviendo… dicen muchas cosas y son en realidad rumores.
Espero que el lector que niega la extensión como rango en literatura, empiece a dudar tras el análisis de las obras expuestas. Ahora ya sólo queda un punto en mi argumentación, una bala en la recamara para tumbar, por acumulación y cansancio, al detractor. Tengan en buena consideración la siguiente lista incompleta (y con ánimos de ser perfeccionada) de libros que superan las 1.000 hojas:
–El Conde de montecristo de Alexandre Dumas (Mondadori) con 1.144 páginas
–El plantador de tabaco de John Barth (SextoPiso) con 1.176 páginas
–Los miserables de Victor Hugo (Planeta) con 1.347 páginas.
–Anna Karenina de Lev Tolstoi (Alianza Editorial) con 1.120 páginas
–Los hermanos Karamázov de Fiodor Dostoyevski (Alianza Editorial) con 1.227 páginas
–La Regenta de Leopoldo Alas Clarín (Alianza Editorial) con 1.017 páginas
–David Copperfield de Charles Dickens (Espasa Calpe) con 1.072 páginas
-Como no podría ser de otro modo, la última obra es En busca del tiempo perdido de Marcel Proust con más de 4.000 páginas. Pese a ser una obra fragmentada en siete partes, era por su propuesta más allá de toda novela, obligada mención en este artículo.
Fin
Albert Alexandre
Comentarios recientes