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Lídice, 9 de junio de 1942

Por Víctor F Correas , 9 junio, 2015

Nueve de junio. Nueva cita para sacar brillo a ese lema tan olímpico. Ese citius, altius, fortius que nos caracteriza, y al que en jornadas como la de hoy nos entregamos con fervor. Que somos lo que somos, y a mucha honra.

Nos lo ganamos con el sudor de nuestra frente, con nuestra innata estupidez. Como para que no se reconozca la hazaña, encima. Y la hazaña de hoy viene de la mano de unos expertos en la materia; auténticos profesionales que nos legaron un rosario de las mayores atrocidades perpetradas nunca por el ser humano. Que, en estas ocasiones, se queda en ser, y si aún llega a serlo. Humano, desde luego que no.

Situémonos. Cercanías de Praga, año 1942, donde días atrás, el 27 de mayo, un atentado se llevó por delante a Reinhard Heydrich, segundo en el escalafón de las SS, cuando se dirigía al castillo de Hradcany. Heydrich era una joya. La ‘bestia rubia’, le llamaban sus propios hombres. Una de las doce cabezas pensantes que idearon la llamada ‘Solución final.’ Ese 27 de mayo, como digo, iba solo con el chófer, sin escolta, en su Mercedes-Benz descapotable. Un chollo. Aunque había que tenerlos bien puestos para matar al dirigente encargado de la seguridad del Tercer Reich. Y los tuvieron. Josej Gabcik y Jan Kubis, dos patriotas entrenados para llevar a cabo la misión ideada por el Gobierno checo exiliado en Londres ―con el beneplácito de Churchill―. En el barrio de Liben, Gabcik y Kubis interceptaron a Heydrich. El primero le intentó ametrallar, pero se le encasquilló el arma. El segundo resolvió el asunto con una granada. De manera rápida, casi efectiva. Casi. Porque la granada explotó en la parte trasera del automóvil de Heydrich, que aún tuvo arrestos y fuerzas para perseguir a sus atacantes, pistola en mano, hasta que cayó desplomado. La metralla, que no perdona. Murió el cuatro de junio.

LicideY ahí entra en juego Lídice. Y Hitler, quien consideraba imprescindible a Heydrich, la tomó con ese pequeño pueblo, hoy en la actual República Checa, a unos dieciséis kilómetros de Praga. Su nombre apareció en una de las cartas encontradas en un registro practicado a los responsables de la operación, a los que se arrinconó hasta matarlos o invitarles al suicidio ―Gabcik y Kubis incluidos―, en la iglesia de San Cirilo, en Praga, donde se refugiaron tras el atentado. De allí no salió hombre alguno con vida. Ni de Lídice, tampoco. La carta de uno de los paracaidistas de la operación que acabó con Heydrich, en la que mandaba saludos a un familiar de dicho pueblo, sirvió de coartada para dar rienda suelta a la ira. Citius, altius, fortius. A las 21.00 de la noche de hoy, nueve de junio, las SS llegaron a Lídice. Hitler lo había dejado muy clarito: “Todo hombre mayor de 15 años deberá morir. Todas las mujeres deberán ser llevadas a los campos de concentración. Se seleccionara a los niños para ser reeducados en la doctrina nazi, y la villa será destruida y se la hará desaparecer de la tierra”. 173 hombres ejecutados entre los quince y los ochenta y cuatro años, que fueron arrojados a una fosa común; mujeres sometidas a los más aborrecibles sufrimientos; y 106 niños, los que no cumplían los requisitos raciales nazis exigidos, enviados a campos de concentración. 84 de ellos al de Chelmno, donde serían exterminados en las cámaras de gas. Y del pueblo, como exigió Hitler, ni rastro: los edificios fueron dinamitados, incluso el cementerio; posteriormente incendiados, por si quedaba algo en pie; y sobre los escombros pasaron máquinas para allanarlos.

Lídice se convirtió en un símbolo de la lucha contra el totalitarismo. A costa de mucha, demasiada sangre. Sin comerlo ni beberlo.

 

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