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Lo bello, medio día de intelección

Por Eduardo Zeind Palafox , 27 noviembre, 2017

 

 

Por Eduardo Zeind Palafox 

En 1925, en texto titulado “La deshumanización del arte”, preguntó José Ortega y Gasset lo siguiente: “¿Qué significa ese asco a lo humano en el arte? ¿Es, por ventura, asco a lo humano, a la realidad, a la vida, o es más bien todo lo contrario: respeto a la vida y una repugnancia a verla confundida con el arte, con una cosa subalterna como es el arte?” El arte moderno, comenta el egregio filósofo español, es bello, es estilo, por ser deshumanizado, lo que representa fúnebre paradoja porque lo bello es icónico valor humano.

Para desanudar la supramentada paradoja será menester recordar lo que sobre el arte y lo bello han dicho cabezas que pensando intuyeron lo “a posteriori”, lo quiera o no Kant, tales como la de Platón, la de Samuel Johnson, la de Ortega, al que venimos citando, y la de Leon Wieseltier. También será imperioso acordarnos del modo en que se produce todo conocimiento humano.

Todo conocimiento, explica Kant (“Estética trascendental”, KrV, B33-B73), empieza con la sensibilidad, que posibilita las intuiciones, y con el entendimiento, que urde conceptos para esas intuiciones. Conceptos e intuiciones, o mejor dicho, categorías lógicas e imágenes de la materia que captamos, componen los fenómenos, que son representaciones. ¿Qué es una representación? Una imagen objetiva, esto es, hecha según los parámetros de la lógica y de las formas de la sensibilidad, que son el tiempo y el espacio.

Tiempo y espacio, expone Kant, no son empíricos, es decir, no son parte de los objetos, sino representaciones “a priori” necesarias, aportaciones intelectuales nuestras, que se llaman “intuiciones puras” y que permiten que conozcamos objetos. Tiempo y espacio son subjetivos cuando no trabajan materia alguna. El espacio es siempre concebido como “cantidad infinita”, ilimitada, es decir, como mera “geometría” (extensión y figura), y el tiempo siempre es concebido como “sentido interno”, como analogía de la experiencia. Lo que allende, fuera de nosotros acontece, debe ser o permanente o sucesivo o simultáneo. Toda representación o fenómeno, luego, es lógica, geométrica y analógica y labora con los datos de la materia.

Sabedores de los kantianos preceptos estéticos, útiles para arrostrar el arte siendo discretos, comentemos lo que Platón sobre lo bello aseveró en el “Hipias Mayor”. En dicho texto se pregunta por la diferencia entre “lo” bello y lo que “es” bello (287d). Imposible es, se dice, determinar qué cosas son bellas sin poseer un concepto sobre lo bello. Pensamos que no es posible poseer conceptos “a priori” sobre lo bello, pues ni la lógica ni las formas de la sensibilidad, por sí mismas, son agradables. Y los conceptos empíricos son, por cierto, siempre insuficientes.

Platón afirma que lo bello siempre puede relativizarse (288c), que una cuchara bella, útil, parangonada con el poder político, más útil, no es bella. Se confundía, nótese, lo bueno con lo bello porque se creía que lo bello, por ser idea, era algo exterior. En la época de Platón las “intuiciones puras”, geométricas, numéricas, eran tenidas por cosas externas, no por humanas aportaciones intelectuales.

Otra mente genial, la de Samuel Johnson (“The modern form of romances preferable to the ancient. The necessity of characters morally good”, The Rambler, 31 de marzo de 1750), dice que la misión mayor del arte consistió en representar la vida en estado puro (“life in its true state”), lo que exigía no calenturientas y desaforadas imaginaciones, sino estudio, experiencia vital y prudencia. El arte moderno, sostiene, no entretiene con gigantes, magos, etc., que no caben en lo verosímil, sino echando mano de lo necesario, lo existente y lo posible, categorías para enjuiciar.

Lo bello, además de poder ser percibido, contiene ideas, como la de virtud, que es agradable no siendo cosa inalcanzable, sino siendo “lo más alto y puro que la humanidad puede alcanzar”, citando a Johnson.

Lo bello, sostiene Ortega, es estilo, y estilizar, como ya se dijo, es deshumanizar. A las masas les place mucho el realismo, la vulgar imitación de lo real, gusto del que se desprende el romanticismo, exaltación hiperbólica de la personalidad, y el naturalismo, aceptación servil de la naturaleza. Lo bello, que es ideal plasmado, es intuición que mejora la intelección de ideas, no sensiblería, no “contagio psíquico”, a decir de Ortega, sino “medio día de intelección”.

Hoy, que el pensamiento crítico anda pobre y desnudo, el arte mediocre se alza gracias a la “exageración analógica”, merced al comparar, como escribió Wieseltier (“Excellent New Art”, New Republic, 11 de enero de 2011), a los artistas populares del día con poetas como Eliot, Rilke o Shakespeare. Hoy, que la intuición de los objetos ha sido reemplazada por la iconografía, por la “culture of references”, no se captan estilos, sino sólo rasgos empobrecidos de la música, de la pintura, etc.

Sostenemos, luego de recorrer veloces algunas opiniones doctas sobre lo bello y el arte, que éste nace por el afán de creación, de realizar no caprichos o deseos pueriles, sino ideas éticas, impulso que explica todo “ismo” y todo “gnosticismo”. Lo bello, así, es composición artificiosa en la que conocemos ideas intuyendo y conceptuando.

El ser humano, parece, desea vivir regido por ideales, esto es, pretende adunarlo todo, ordenar la antinómica dispersión que le circunda. Componer es soslayar hiatos en el espacio y saltos en el tiempo. Entre hiatos y saltos imposible es, por ejemplo, inferir científicamente, o vivir, a decir de Kant, en el “reino de la posibilidad” (“Reich der Möglichkeit”), de lo singular. Calderón de la Barca lo dice mejor: el mundo es “tan singular, que el vivir sólo es soñar”. Vivir entre lo singular es habitar totalidades, pluralidades, caos. El desorden siempre es feo.

El artista, captando la tartamudez del mundo, cosas variopintas, artificioso construye mundos propios con lo simple, que dice Kant no es asequible para nuestra sensibilidad. Nacen, por ende, los “ismos”, los mundos de puntos o puntillismo, los mundos de cubos o cubismo, etc., y con dichos puntos y cubos se sueñan caminos hacia las ideas.

Idea, escribe Kant, es un “concepto necesario de la razón, al que lo le puede ser dado ningún objeto congruente en los sentidos” (KrV, B383). No hay ser perfectamente piadoso, bondadoso, por ejemplo, en el planeta, esto es, no hay encarnaciones de esas ideas. El artista, con “ismos”, materializa las ideas necesarias para la razón, da materia que puede ser conceptuada, es decir, que posibilita experiencias.

El gran artista, captando el instante en el que Rebeca, digamos, domeña la incredulidad con piedad (Génesis 24: 18) para dar de beber a un desconocido, eterniza algo espacial y temporalmente contradictorio, pero que parcialmente existe y es racional, posible. Lo bello, respondemos a Ortega, procede del asco a la humana costumbre de anudarlo todo con puerilidad y es cosmovisión simplificada, estética, perceptible, lógica, regida por ideas.–


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