Lo incontestable y lo inolvidable*
Por Eduardo Zeind Palafox , 23 junio, 2014
Los siguientes son simples apuntamientos que servirán a mis alumnos para que comprendan qué es la etnología. Debemos aprender a pensar en el objeto de estudio de dicha disciplina, o tal vez ya ciencia, desde la lingüística y desde la semiótica, áreas del saber que nos llevarán directamente al escrutinio del arte, que es una manifestación espontánea, aunque no inocente, del hombre que necesita comunicarse con los demás o que necesita transmitir conocimiento allende la ciencia, la praxis. Por tales motivos he decidido usar un lenguaje simple, a veces periodístico y burdo y a veces filosófico o abstruso, pues mi intención es mostrar más que demostrar.
Nuestro curso se titula «Arte, semiología, lingüística y filosofía». El orden del título nos dice mucho. Primero nace el arte, que es efecto de una necesidad; luego, para conocer el proceso por el que una u otra obra se dio es menester usar la semiología; después, ya más conscientes de lo acaecido, se manejan taxonomías estables, lingüísticas, para finalmente sistematizarlo todo, hacer con el todo una filosofía.
El filósofo que nos ayudará a pensar será Kant. Pudimos haber usado a Wittgenstein, pero pienso que todo lo que pensó Wittgenstein también lo pensó Kant, aunque con más orden. Y pues no es necesario más exordio. Iniciemos. En el prólogo que Kant hizo en 1781 para su obra llamada «Crítica de la razón pura», obra que fundamentará todas nuestras reflexiones, leemos que la razón humana siempre enfrentará cuestiones que no tienen respuesta y que sin embargo no puede dejar a un lado, soslayar, diluir. ¿Qué es la muerte? ¿Qué es Dios? Nadie puede dar una respuesta última, pero nadie puede olvidar tamaños problemas.
Así, todo estudio de una tribu iniciará con la pregunta por lo «incontestable» y por lo «inolvidable». La razón, siempre astuta, a decir de Hegel, harto lista, digámoslo así, no se conforma con sostener una relación pacífica con lo «incontestable» y con lo «inolvidable», y procura encontrar respuestas provisionales, o dicho en la jerga de los etnólogos, mitos. Pueden los mitos tomar las formas de los versos, de las canciones, de pinturas, de cualquier cosa; y tales formas, metros, ritmos, colores, adoptados por los habitantes de una comunidad llegan a convertirse en leyendas, en historia pura, en fundación de un país, de un estado, de un ejército. Vamos a ejemplificar lo dicho con unos versos de un maravilloso libro titulado «Martín Fierro» (versos 4043-4048):
«Bajo la frente más negra
hay pensamiento y hay vida;
la gente escuche tranquila,
no me haga ningún reproche:
también es negra la noche
y tiene estrellas que brillan».
¿Esa «frente negra» representará a la muerte? ¿Será que tal «pensamiento» y tal «vida» son formas de imaginar el «espíritu», que es una emanación de Dios para muchas culturas? La razón, luego de oír tan lindos versos, se tranquiliza, es decir, encuentra no una respuesta, pero sí una representación (la vista aminora un poco la incertidumbre), un asidero del cual sostenerse para mantenerse en tranquila relación con lo «inolvidable» y lo «incontestable». Kant lo dijo: la razón inventa principios para paliar el dolor humano.
Pongamos otro hermoso ejemplo. El historiador Américo Castro, en su fundamental obra «La realidad histórica de España», cuenta que los britanos se sentían inferiores a los normandos que habían invadido sus tierras allá por el siglo XII de nuestra era, cuenta que para solucionar tal penuria o sentimiento pueril Geoffrey de Monmouth escribió una historia sobre el Rey Arturo, rey más antiguo, según su decir, que Carlomagno, culmen de la aristocracia francesa. ¿Qué sintió el britano al enterarse de que había en su sangre gente de alta estirpe, divina, heroica? Sintió que tenía una historia, es decir, respuestas para explicar los avatares y óbices que todos los días tenía que enfrentar. La «Historia regum Britanniae», de Monmouth, destinada a glorificar al mitológico rey, muy bien explica qué es un mito.
Pero vivir siempre bajo la férula de un mito no es muy conveniente, pues así como inspira y mueve, también escamotea realidades, defectos, dolencias y debilidades. El etnólogo, así las cosas, deberá cuestionar la validez de las obras de arte que fundamentan a una civilización o a una tribu, a una metrópoli o a un pueblo pequeño. Señalemos que el arte sirve para crear algo así como una «mente mansuefacta» (éste y los términos «incontestable» e «inolvidable» son nuestros, y los usaremos durante todo el curso), una mente que se conforma con lo que le presentan sus mayores para explicar el mundo. Pero hay un problema que Kant, sin quererlo, señala, y es: que los falsos principios, sin crítica, obnubilan la realidad; o dicho en palabras claras, estorban la observación, que en nuestro caso es la observación etnográfica, que siempre será filosófica, destinada a ordenar el mundo ajeno.
Hay obras, por ejemplo, que impiden que gente diferente, ya inmigrantes, ya etnias divergentes por su color y costumbres, puedan expresarse como ellas desean. Enrique Dussel, en su libro «Filosofía de la liberación», en el capítulo «De la fenomenología a la liberación», explica que un sistema, el que sea, artístico o político, económico o moral, procurará siempre mantener el orden escamoteando lo que sea distinto. Dussel dice: «Para el sistema el otro aparece como algo diferente (en realidad es «dis-tinto»). Como tal pone en peligro la unidad de `lo mismo´». ¿Qué es «lo mismo»? La «metafísica» de un pueblo. Entendamos que «metafísica» es un conjunto de principios falsos o verdaderos que da respuesta a lo «incontestable» o que hace tolerable lo «inolvidable».
Regresemos a la poesía de Hernández y veamos que el personaje pide que «la gente escuche tranquila» sin hacerle «reproche», que lo hace porque sabe que está a punto de trastocar una «metafísica», una que dice que «vida» es «movimiento», «acción», y tal vez hasta «irreflexión» (la obra citada de Castro afirma que el español cristianizado, que fue el que llegó a América, tenía en menos el pensamiento y en mucho la acción). El poeta obtiene lo que quiere usando una imagen bastante poética, comparando la «mente» humana con la «noche» y el «pensamiento» con las «estrellas». Heine, un poeta alemán, ha dicho lo mismo en uno de sus poemas. ¿Casualidad? ¿Influencia de Heine en Hernández?
El buen etnólogo algo sabrá de poesía, del arte de la metáfora y de la analogía, que es el arte del pensar primitivo. Pero no se entienda la palabra «primitivo» como si fuera algo retrógrado, sino como algo original, espontáneo. Y es que las tribus hacen sus cosas espontáneamente, así como nosotros día a día vamos y venimos, hablamos, persuadimos y tomamos decisiones sin un plan pensado para resolver las problemáticas del futuro lejano. Y toda nuestra meditación nos llevará a pensar en lo que las tribus no han pensado, en lo que no ven y también en lo que sí ven. Nosotros, gente de ciudad, ya no vemos las plantas, ni los insectos; los otros, los tribales, gentes por las que sentimos un gran afecto o desprecio, ven cosas que nosotros no.
El «Facundo», del gran Sarmiento, explica que los gauchos argentinos, si me permiten tal énfasis, cuando no ven se ayudan con las orejas de los animales. Leámosle: «Si el oído no escucha rumor alguno, si la vista no alcanza a calar el velo obscuro que cubre la callada soledad, vuelve sus miradas, para tranquilizarse del todo, a las orejas de algún caballo que está inmediato al fogón, para observar si están inmóviles y negligentemente inclinadas hacia atrás». Pensaba Lévi-Strauss que los hombres hablan con los dioses a través de los «ritos» (catafalcos, flores, aromas, rezos), y que los dioses hablan con los hombres a través de los «mitos» (reyes, fantasmas, astrología). La idea de «naturaleza», por ejemplo, es mitológica; luego, el gaucho descripto por Sarmiento recibe el mensaje de los dioses, que le avisan si hay peligro cercano moviendo las orejas de los caballos.
Pero las etnias no pueden conocerse bien con la pura observación. Kant pensaba que la «metafísica» no se «olvida» o «resuelve» haciéndonos empiristas, o sea, creyendo sólo en lo perceptible, sólo en el resplandor o en el calor del fuego, citando un ejemplo del obispo Berkeley. Algún zoólogo nos enseñará que las orejas del caballo se mueven no sólo cuando oyen, sino también por otras razones que mi sabiduría equina quiere ignorar.
No olvidemos que todo hombre necesita de la soledad, reflexionar, retrotraerse para tomar fuerza y salir al mundo con ánimo, con ganas de hacer algo. Este retrotraerse nos empuja al mundo de la psicología y de la antropología, que estudian cómo los «noúmenos» o pensamientos causan «fenómenos», actos, acontecimientos, utensilios, instituciones, etcétera. Los ideales, los mitos, son constantemente explicados por los hombres solitarios, ya héroes, ya profetas, ora caudillos, ora aedas; y en tales re-explicaciones, relecturas, los mitos cambian. La pura observación de grupos no puede darnos fe de tales ocurrencias, por lo que es menester recurrir al lenguaje. ¿Cómo habla mi sujeto de estudio, mi informante, mi oidor? ¿Por qué usa tal o cual tono? ¿Por qué prefiere unos temas sobre otros? Más adelante responderemos…
La psicología, además de adentrarse en el lenguaje humano, se interesa por sus actos, por su gestuario, por su vestuario. Un personaje de Rulfo, uno de su cuento «La herencia de Matilde Arcángel», declara: «Ustedes saben, uno es arriero. Por puro gusto. Por platicar con uno mismo, mientras se anda en los caminos». Un economista creería que los arrieros se hacen arrieros sólo por necesidad económica, cuando algunos, según vio Rulfo, lo hacen por «gusto», por «retrotraerse», por re-explicar-se los mitos que ya no explican el mundo ni dan-le paz.
Rulfo, afirma Ángel Rama en su magnífica obra «Transculturación narrativa en América Latina», capítulo «Regiones, culturas y literaturas», escribió una obra hecha de «simplicidad» (palabra-idea universal), de «dialectalismos» (palabra-cosa indígena) y «regionalismos» (palabra-idea local), de una «contrucción sintáctica concisa» (palabras-racionalidad), de «frases hechas» (palabras-mitos) de «tendencia lacónica». Rulfo, con ojo etnográfico, extractó de un «paralenguaje», de un lenguaje aparentemente anormal, un «metalenguaje», «estrellas» que brillan dentro de una «negra» noche, para usar otra vez la poesía gaucha suscitada.
Un gesto (un ceño a veces fruncido es duda, pero siempre fruncido ya es «noche», «negrura») o un gemido son parte de un «paralenguaje», mas cuando se usan constantemente nos dicen que conforman un «metalenguaje», que es expresión de una «metafísica», que es, como hemos dicho, un conjunto de mitos ordenados y prestos para paliar el dolor humano. De esta meditación hemos aprendido, entonces, que debemos conocernos bien a nosotros mismos antes de emprender el conocimiento del prójimo, que debemos saber cuáles son los movimientos que hace nuestra razón antes de escrutar los ajenos.
Profesor Eduardo Zeind Palafox
*Lección 1 del curso «Arte, semiología, lingüística y filosofía», impartido por el profesor Edvard Zeind en la Universidad Madero.
Comentarios recientes