Lo que nos queda después del 25N
Por Marisa Cuyás , 2 diciembre, 2014
Cartel de la campaña contra la violencia hacia las mujeres
Apenas ha pasado una semana del 25 de noviembre, día contra la violencia de género, y no parece que nada haya cambiado. Un vacio convertido en inmensidad, en el que es triste comprobar cómo ni tan siquiera ese mismo día las calles y plazas de cada una de nuestras ciudades y pueblo han llegado a llenarse, aun siendo desde el silencio más absoluto. Está claro que con estos mimbres, pedir un clamoroso grito de repulsa ya sería esperar demasiado.
Mientras los eslabones más débiles de nuestra sociedad, las mujeres y sus hijos e hijas, siguen sufriendo el miedo a denunciar o a un futuro incierto en el que sienten que su vida ni importa, ni vale demasiado, la vida del resto de los ciudadanos continua mirando hacia otro lado y convirtiendo cada caso de violencia machista en un simple suceso trágico, saliendo a la luz pública solamente los que acaban en una tragedia sin solución y sin segunda oportunidad.
Pese a las más de 700 mujeres asesinadas en los nueve últimos años nada ha cambiado, por desgracia. Los jueces se resisten a dar órdenes de alejamiento y protección a las mujeres valientes que deciden denunciar, conceden visitas paterno filiales a padres sobre los que recaen denuncias de maltrato obligando a sus hijos e hijas a revivir las situaciones de terror experimentadas en los que debería ser un hogar pero simplemente se ha convertido durante años en el reino del miedo, la sociedad sigue considerando que es un problema ajeno a su día a día, cada vez más jóvenes consideran que sus novias son una propiedad más añadiendo nuevas conductas de incipiente maltrato. Todos estos ingredientes constituyen un panorama poco halagüeño para combatir una lacra que de una forma silente está instaurada en todas las capas de esta sociedad.
No importa ni la clase social, ni económica. Los mecanismos que un maltratador utilizada frente a una mujer son dignos del más puro ser maquiavélico pasando por varias fases bien orquestadas en las que la víctima se ve inmersa sin poder ni prevenirlo ni posteriormente ponerle freno, primero por no ser capaz de visualizar el peligro final y posteriormente por el terror que supone cada amanecer al lado de lo que esas mujeres consideraban un compañero de vida. Todo empieza con los celos, con la vigilancia extrema, para seguir con los desprecios en el interior de las cuatro paredes, hacerla sentir inútil, anular su capacidad de decisión y pensamiento, culpabilizarla de todo los problemas y discusiones entre la pareja, humillarla, alejarla de su entorno de relación y protección más cercano convirtiéndola en una persona altamente vulnerable. Es a partir de ese momento cuando el maltratador ya ha conseguido controlar mentalmente a su víctima, pudiendo sentirse seguro y aumentando el nivel de pertenencia para pasar a la fase de los golpes en los que los hematomas y la sangre van seguidos de lo que algunos psicólogos denominan “luna de miel”, aparente arrepentimiento del torturador que llega a convencer a su víctima de un nuevo futuro sin gritos ni dolor aunque al final esta circunstancia simplemente sea un espejismo en el desierto del terror. Y mientras tanto, esas mujeres continúan su vida intentando ocultar sus golpes para que sus hijos e hijas no los vean, intentan poner una sonrisa para hacerles sentir que no volverá a pasar. ¿Cuántas personas se han parado a pensar en la tortura que supone vivir estas situaciones despreciables?, analizando la respuesta ciudadana de repulsa contra esta indignante lacra son muy pocas la que han sido y son capaces de hacerlo.
No debería ser necesario esperar la dolorosa muerte de otra mujer o de alguno de sus hijos e hijas para crear una gran marea de repulsa, desprecio e implicación de cada uno de nosotros como ciudadanos. Obviamente su ausencia deja una huella imborrable para algunos de nosotros pero aún para muy pocos, y mientras tanto probablemente cada día haya varias mujeres, muchas más de las que nos imaginamos que viven instaladas en el miedo desde el silencio más atronador pensando que para ellas la vida ni tiene salida ni segunda oportunidad. ¿Cuándo estaremos dispuestos a aportarles la valentía que les falta concediéndoles un futuro?. Pocos vecinos son capaces de denunciar los gritos y golpes escuchados en las paredes de al lado, en el piso inferior o superior, considerando que no son problemas que les afectan mientras no acaban de entender que su indolencia les hace cómplices.
Pese a todo, afortunadamente, algunas mujeres son capaces de salir del infierno más oscuro teniendo que afrontar la vergüenza que sienten por estar estigmatizadas por una sociedad que nunca ha sentido demasiada empatía ni implicación, han de volver a reconstruir su mente para considerarse capaces, aceptar desde su valentía que no son un estorbo y que pueden empezar a construir, a construirse, ofreciendo una nueva esperanza a sus hijos e hijas, han de volver a entender que pueden comenzar un camino con su cabeza bien alta olvidando la culpabilidad instalada en ellas, acompañando todos y cada uno de estos nuevos retos mirando hacia atrás para no perder de vista la posible amenaza de la venganza simplemente por luchar para escapar de su potencial asesino.
Y las grandes preguntas que todos deberíamos hacernos es ¿estamos dispuestos a dejarlas caminar desde una soledad insegura?, ¿queremos seguir ciegos y sordos acumulando vidas perdidas? Las respuestas aunque deberían ser obvias aún parecen tener una respuesta, y mucho menos no hay expectativas realistas para hacer que la verdadera lucha contra la violencia de género se convierta en una realidad inminente.
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