«Locke»: autopista de tinieblas
Por Emilio Calle , 22 agosto, 2014
Dentro de la más que repleta agenda de los ultra publicitados estrenos veraniegos, entre mercenarios galácticos o galaxias de mercenarios, cualquier obra que no se ajuste a los parámetros del “blockbuster” tiene muchas posibilidades de pasar desapercibida, y con tanto estruendo es complicado prestar atención a dosis más honestas de verdadero cine.
Es el caso de “Locke”, segunda película dirigida (y escrita) por Steven Knight, que acaba de estrenarse en nuestras pantallas, y que lo coloca en la mira de los cinéfilos más aguerridos tras su tibio debut con “Redención”, film destinado a mejorar en lo posible la filmografía de Jason Statham, que supuso cierta decepción teniendo en cuenta que Knight se había ganado muchos respetos como guionista con trabajos de intenso calado como, por ejemplo, “Promesas del Este” (David Cronenberg, 2007). Pero ver su nueva obra es confirmar que nos hallamos ante un cineasta con mirada propia, nada contaminada por las corrientes que marcan los taquillazos (ya sean independientes o grandes producciones) y que puede generar una filmografía realmente excepcional si, como es el caso del film que nos ocupa, se le permite filmar ejercicios tan interesantes.
Locke, nombre propio del protagonista, es una obra compleja, esquiva en sus planteamientos aunque muy sincera en sus asperezas. Pero Knight sabe salir ileso de cada riesgo que toma, e incluso, por momentos, sus decisiones son brillantes. Narra la historia de un hombre que, nada más salir de su trabajo, emprende un viaje en automóvil hasta un destino no muy alejado. Y en ningún momento veremos otra cosa que no sea el periplo de ese coche transitando por una autopista en la noche, y a su conductor (una interpretación fascinante de Tom Hardy, alejado al fin de los caprichos estilísticos de Christopher Nolan). Si no fuera porque sus raíces se clavan en la más despiadada de las realidades (es decir, en las de cualquiera de nosotros) casi cabría hablar de un film experimental.
Pero no lo es. Ni lo pretende.
Asombra el comedimiento y la economía narrativa del director ante la dificultad de filmar con tan pocos elementos a su disposición. Cualquier otro director hubiera tirado de vistas aéreas, de planos rebuscados, de travelling asombrosos. Knight desconfía de esos trucos y le bastan el rostro de un actor en estado de gracia, las ventanillas, un parabrisas donde se reflejan las luces con las que buscan mantener alejada a la noche, escasos planos de la autopista, y ni un solo encuadre que no remita a esa intimidad que el director busca establecer entre el espectador y el único protagonista. Gracias a un guión minuciosamente construido, y a un arranque casi sinuoso, uno puede caer en tentaciones de lo más singulares a la hora de establecer por dónde irá la trama. Aires de thriller, sombras en suspenso, una atmosfera despiadadamente oscura y perfectamente perfilada van creando unas expectativas abstractas que cuando se concreten no nos llevarán a ninguna lúgubre historia de misterio, o a una persecución bombeando adrenalina en cada curva y en cada adelantamiento. Locke conduce, y habla continuamente por teléfono. Dentro de un nivel altamente metafórico (ya la propia carretera lo es, como también se desvela metáfora de la imposibilidad del regreso, de la vuelta atrás) sabemos que se ocupa de asegurar los mastodónticos cimientos de un gran edificio próximo a levantarse, pero si bien su reconocida habilidad en el trabajo hacen de él un reputado especialista, no le ocurre lo mismo con el resto de su vida, cuyas bases se están resquebrajando, como la mala mezcla de cemento que amenaza con hacer fracasar su más ambicioso proyecto. Llamada tras llamada, esfuerzo tras esfuerzo, Locke intenta como puede impedir que la dispersión que le hostiga no termine por engullirlo a él también y despedazarlo hasta que no quede más que el rastro de unos faros que se alejan. Su familia, sus amistades, su pasado, sus creencias, incluso su trabajo corren el riesgo de pasarle una alta factura. Repentinamente, todo se va viniendo abajo, lo sólido es efímero, lo vital es secundario. Y es esa lucha (honesta y profundamente humana), que Hardy, en un despótico acoso de primeros planos, a la que iremos asistiendo a medida que el coche se acerque a su destino y los conflictos estallen en todo su dolor. Espoleado por múltiples urgencias, Locke, con su atención puesta en la carretera, intenta solventar todos esos obstáculos. No hay redención, ni rotondas donde dar la vuelta para regresar a la normalidad. Debe continuar. Seguir aferrado al volante como a su propia respiración. Ir sorteando las continuas trampas que él mismo ha ido colocando sin pensar que algún día tendría que pasar sobre ellas.
Knight muestra una habilidad prodigiosa para no perder el equilibrio en la frágil cuerda sobre la que se desliza su protagonista. No sobreexplota la tristeza que se va acumulando, ni hace ostentación visual de la amargura de un hombre que no logra retener aquello que más ama, pues la carretera, como un río, arrastra cuando hay en su camino. Tomando como único (y preciosista) eje de referencia a su protagonista, el director somete a Hardy a un insaciable acoso de primeros planos, y son sus gestos los que dictan y formulan la pesadilla del protagonista. Una pesadilla común, pero que observada y filmada con tanto celo acaba resultando tan desasosegante como la idea de la condenación y el fracaso.
Un espejo retrovisor (de nuevo materia de metáfora) no sólo ofrece vistas de lo que ocurre atrás, también ofrece la oportunidad de comunicarse con los fantasmas de un pasado, pues hasta lo que ya no existe acude esa noche a intentar despojarlo de su poca fe, la misma a la que se niega a renunciar en un acto de temerario convencimiento, casi suicida, el testamento de un perdedor que es consciente del abismo en el que se hunde.
Y todo ello para derivar en un final de inesperada belleza, dentro de su desoladora conclusión. Porque incluso dentro del perturbador torbellino donde el protagonista ha quedado atrapado, el director encuentra una salida que rebaje la dureza del relato.
Y el coche continúa su camino hacia el destierro.
Aunque ese destierro pueda significar una puerta que se abre a un nuevo desierto y que nos permite, por un instante, bajar la velocidad con la que corremos hacia la muerte, y hallar en la pausa un remedio para secar unas lágrimas tan llenas de verdad que resulta muy difícil no pensar que alguna vez cualquiera de nosotros no ha llorado con esa misma impotencia.
Una obra triste, pero en modo alguno derrotista.
Un guionista de gran talento, que ahora se reconvierte en un director al que no se debe perder de vista, por muy deprisa que viajemos en esta carretera.
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