Los cipreses ya no creen en Dios
Por Luis Rivero , 31 octubre, 2015
©Luis Rivero
Una mañana de octubre, una brigada de operarios armados con sierras e indumentaria de reglamento amputaron brazos y troncos hasta segar la vida de los varios ejemplares de los cipreses que bordeaban la antigua carretera de Tafira. La ignominia fue perpetrada ante la mirada atónita de los vecinos que asistieron con indignación al espectáculo. La orden parece proceder de la Concejalía de Fomento y Servicios Públicos del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria.
Las explicaciones ofrecidas por la señora edil responsable del arboricidio es que los cipreses “molestaban para ejecutar la acera” y “dificultan la adaptación de la calle a las normas de accesibilidad”. Ignoro si los vetustos cipreses verían nacer a más de uno de los que ordenaron liquidarlos. Pero imagino que la noche en que la responsable tomó la fatídica decisión, no se entretuvo en leer a Gerardo Diego para meditar su resolución tras la lectura de los versos de su famoso Ciprés de Silos: “Cuando te vi, señero, dulce, firme qué ansiedades sentí de diluirme y ascender como tú, vuelto en cristales”.
Cuando supe de la noticia me acordé de las explicaciones de aquel pirómano que habiendo dado fuego a todo un pinar, se excusó ante el tribunal que lo juzgaba con un anodino, pero desgarrador: “Es que los pinillos me estaban molestando” (sic.) (Ocurriría esto en la isla de La Palma hace ya algunos años).
He sido testigo de muchos arboricidios célebres. Por desgracia, los comenten en todas partes; casi siempre en nombre de no sé qué seguridad, desarrollo o modernización del paisaje urbano. Es una historia que se repite a menudo. Pero también nos podíamos guiar por los buenos ejemplos de respecto al medioambiente, como sucede, para nuestra sorpresa, cuando se cambia el curso de un camino para evitar dañar o talar aunque sólo sea un árbol emblemático. Leí una vez que en Islandia, cuando están construyendo una carretera y se tropiezan con un lugar donde viven los elfos, esos seres fantásticos que habitan en las estepas y bosques islandeses, modifican el trazado de la vía para no molestarles. Aunque nos parezca grotesco. (Aquí nos emperramos en destruir Tindaya, para poner el mamotreto al servicio de la incompetencia, con el sello de barrabasada bajo sospecha de obedecer a espurios intereses). En otros lugares alteran igualmente el curso de una vía urbana o interurbana para salvar a cualquier árbol representativo.
Un aforismo bíblico reza que quien es justo en las pequeñas cosas, lo es también en las grandes. Por algo se empieza, por las cosas aparentemente irrisorias. Pero la infamia que gobierna muchas de las acciones del ser humano (y los gestores públicos no parecen ser una excepción de la especie) desprecia sin miramientos a cualquier ser vivo que nos rodea, simplemente porque “nos estorba”.
Mientras siga siendo este el razonamiento guía, frente a un ejercito de “sicarios” armados con sierras y buldócer que amenaza la arboleda, hay poco que hacer. A los árboles no los salva ni dios.L
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