Los dueños de las palabras.
Por Carlos Almira , 12 junio, 2016
El discurso político (y no político) puede orientarse a la búsqueda de la verdad y el saber, o bien hacia la persuasión, sin que ambos fines sean necesariamente, incompatibles. Es una vieja polémica, que podemos remontar a Sócrates y a los Sofistas. Como quiera que sea, el discurso es una praxis, forma parte de nuestra vida cotidiana. Y las palabras y sus construcciones, son potencialmente al menos, sus divisiones de asalto. ¿Cuántos soldados tiene el Papa?, preguntaba ingenuamente Napoleón I a sus generales. ¡Todos los que necesita para vencerte!, podían haberle respondido con razón.
Porque quien tiene en su mano, por las circunstancias que sean, y aun cuando no sea del todo consciente de ello, el «significado» comúnmente aceptado de las palabras, es el dueño de la situación. Pues este significado, si es aceptado por el gran público, cancela toda alternativa seria al orden de cosas, que los señores de las palabras usufructúan y consolidan en su beneficio, con éxito, mientras pueden.
Cuando el obispo habla de la «familia», el economista ortodoxo del «mercado», o el político profesional de la «democracia» o del «terrorismo», y lo que quieren decir con cada uno de esos términos es aceptado por la mayoría del público como el significado de esas palabras, como un punto de partida, y un dato incuestionable y previo a toda discusión (incluidos los propios oponentes), toda alternativa real, por racional y plausible que sea, desde ese momento queda cancelada; queda ipso facto eliminada, anulada, neutralizada, como una utopía o un sinsentido. Y cualquiera que la encarne y que que dispute en este terreno, será considerado, en el mejor de los casos con cierta simpatía, como un teórico, un utopista, y en el peor, como un radical o un antisistema. Tal fue el destino de personajes como julio Anguita, en otra época: tal es el destino de los «ingenuos», que pretenden cambiar el mundo cuando ni siquiera pueden hacer aceptar por el público, otro significado a las palabras distinto al que imponen sus dueños y señores.
El problema viene cuando, por las circunstancias que sean, una parte creciente de la opinión ya no acepta automáticamente como antes, ese significado unívoco impuesto a las palabras. Cuando ya no basta, como hace continuamente el señor Pedro Sánchez, con proclamarse de izquierdas, y tachar de populistas y extremistas a sus adversarios (¿enemigos?) de Unidos Podemos, para que la opinión pública lo asuma y lo traduzca en votos a su favor. Es como si el mundo se hubiese desquiciado, y las palabras solas ya no bastasen para conjurarlo, para conjurar la Historia.
Dos o tres generaciones se encuentran por caminos diferentes («diferentes caminos nos devuelven separados», que decía Catulo), en mi opinión, en este proceso histórico: los jóvenes, que nacieron en los noventa y los comienzos de este siglo, que estudiaron y siguen estudiando, y no ven su lugar en el mundo global (pero tienen un acceso y una posibilidad de compartir información y de relacionarse, gracias a internet, único en la Historia); y sus padres, entre los que me cuento, entonces jóvenes, que tampoco vislumbran ningún futuro para sus hijos, fuera de los minijobs y de la emigración económica, ni tampoco tienen claro que ellos acabarán su vida laboral con un empleo mínimamente digno, o simplemente con un empleo, ni que tendrán después, una pensión digna de ese nombre.
¿Es un despropósito que estas generaciones, que se han (nos hemos) encontrado históricamente en las plazas, y ahora amenazan (amenazamos, en el buen sentido) con hacerlo también en las urnas, desde el 15 M hasta el 26 J, es asombroso que ya no creamos en las palabras, y que desconfíemos irremediablemente, de sus viejos dueños y señores?
Todo eso que hoy parece acabado, estar acabándose, recobraría vida en este mismo momento, si por ellos fuese, como un monigote desinflado. El señor Albert Rivera, como el señor Pedro Sánchez (ambos flamantes invitados en fechas diferentes, ¡oh casualidades! por el Club Bilderberg, y eso no son sólo palabras), como el Papa por cuyas divisiones preguntaba ingenuamente Napoleón I, todos ellos aspiraban, y siguen aspirando, a ser los dueños, los definidores de las palabras, con las que hacemos nuestra vida día a día. En nuestra mano está que lo logren o no. Si pueden, volverán a afianzarse sobre nuestro imaginario colectivo, y sobre él prosperarán como una garrapata en las orejas de un perro.
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