Los ganadores y los perdedores de la mundialización
Por Carlos Almira , 14 mayo, 2017
La amplitud y la profundidad del malestar actual podría resumirse como un conflicto entre los ganadores y los perdedores de la mundialización. Este conflicto, que desborda ampliamente el tradicional enfrentamiento izquierda/derecha, socialismo/capitalismo, o trabajadores/empresarios, recorre en mi opinión, hoy, todos los grupos de la sociedad.
Por un lado, están aquellos que ven con optimismo, como algo necesario y deseable, la mundialización, no sólo de la economía, sino de todos los aspectos de la vida humana. Estos grupos estarían, según ellos, en la buena dirección de la Historia: los jóvenes (no tanto en edad como en “espíritu”); los innovadores y emprendedores; los abiertos a lo nuevo; los diplomados y aquellos que se forman sin cesar, que aprenden idiomas, que se matriculan en másters; que buscan sin cesar, experiencias nuevas; amantes a un tiempo de la Naturaleza (como paisaje) y de las grandes ciudades y los largos viajes. Así creo que se perciben a sí mismos, estos supuestos ganadores de la mundialización.
¿Y enfrente? Están los perdedores; los que tienen miedo de lo nuevo, y se encierran en su casa-país, en su nostalgia (en las antiguallas de la vida y la justicia del pasado); los exhumadores de ideologías periclitadas; los incapaces de acomodarse a los tiempos nuevos que corren; que más parecen en el siglo XIX que en el XXI; tan proclives a la igualdad como recelosos del mérito y lo extranjero; los carentes de todo sentido práctico y de todo afán de superación; en suma, los envejecidos en un mundo fascinante, que no va a pararse para esperarlos.
Los primeros son individualistas acérrimos, pero curiosamente (en aparente paradoja), asumen el dogma de que todo, en ese mundo, está interconectado, y con él, la armonía preestablecida de Leibniz, o la mano invisible de Adam Smith. Al fin y al cabo, nos dicen, lo único real y que importa es el talento y la libertad de los mejores, que siempre son individuos, para seguir empujando la Historia hacia adelante, en un progreso sin fin. Aunque, al fin y a la postre, lo que importa no es cada uno sino el conjunto, el Todo, el mundo armonioso y civilizado, que ellos llaman modernidad, y que los perdedores de la mundialización quieren revisar y arruinar.
El mito de los partidarios de la mundialización, de los nuevos liberales, centristas (y “centrados”), partidarios de la sociedad civil frente al Estado (de los lobies frente a los Parlamentos nacionales, dirían sus detractores), es pues, la modernidad (tras la pos-modernidad). Un nuevo convencimiento, tras el fin de la Historia y de las ideologías, cuya demostración más palpable son las realizaciones culturales y tecnológicas del individuo, en la nueva aldea global.
Lo moderno es lo nuevo. Lo moderno es lo bueno. Y viceversa. El siglo XXI es, por definición, más moderno que el siglo XX, y éste más que el XIX. ¡He aquí el mito, la confusión del tiempo cronológico vacío, del tiempo del calendario y de los relojes, con el tiempo lleno (y social) de la Historia! Para este mito, cualquier monasterio perdido entre aldeas de la alta Edad Media era, por definición, más moderno, que el Ágora de Atenas, de los tiempos de Sócrates y Platón. Lo nuevo es siempre lo que viene después.
Los ganadores de la mundialización (pero también buena parte de los perdedores), son gentes de ciudad, de teléfono móvil, de agenda llena de fechas y teléfonos, de estaciones y aeropuertos; gentes de reloj. Si lo piensan, deben mirar la Historia con desconfianza. No la Historia lineal de los Guizot y los Michelet; de los que separan lo que va hacia adelante y lo que va hacia atrás, en el sentido del “progreso” y “reacción”; sino la Historia de los Gramsci, de los que ven lo nuevo como una transformación profunda, y auténtica (en el sentido de ser siempre, inseparable del aquí y ahora en que se produce), siempre conflictiva, de lo humano hacia la Justicia. La Historia como una superación de la dominación por la justicia. Incluso por la Justicia Global.
Como cuando Gramsci les decía a los obreros italianos, en los mítines: para qué ocupáis las tierras y las fábricas, si cuando llega el domingo os vestís como vuestros patrones. Esto es lo que deben temer los supuestos ganadores de la mundialización: la Historia.
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