Los gatos pardos, de Ginés Sánchez
Por José Luis Muñoz , 26 enero, 2014
Difícil hablar sobre este libro que se puede caer de las manos si el lector es un poco sensible. Qué duda cabe que Ginés Sánchez, en esta segunda novela publicada — la primera fue Lobisón y obtuvo un fulgurante éxito — con la que consiguió el premio Tusquets de novela con un jurado de lujo en el que estaban Juan Marsé y Almudena Grandes, entre otros, sabe narrar con una prosa que saja como una navaja afilada, provoca con el universo amoral que construye, en donde no hay un ápice de bondad, y hiela el alma de quien la tenga. Pero falta historia, y faltan, sobre todo, personajes que no acaban de verse en sus 342 páginas. Y sin personajes, difícilmente puede haber novela.
“Hay una bacteria de esas desconocida que crece en la profundidad de unas cuevas y que hace una fotosíntesis extraña que acaba devolviendo ácido sulfúrico; mis personajes también hacen cierta fotosíntesis, lo extraen todo de la condición humana, la retuercen y acaba surgiendo una flor extraña; son como huracanes que lanzan sulfuro puro” decía en una entrevista a El País el propio Ginés Sánchez, una vez fallado el premio Tusquets. Meterse en la novela podría ser parecido a tomar un baño de ácido sulfúrico.
Sicarios mexicanos, psicópatas sanguinarios y quinceañeras se encuentran en las duras páginas de esta novela manchada de sangre que transcurre en Murcia. El detalle con que Ginés Sánchez nos acerca a la ceremonia de la muerte, celebrándola, puede recordar al lector, si es que se ha atrevido a verlas, a Kenatay, la insoportable película filipina de Brillante Mendoza, o a Henry, retrato de un asesino de John McNaughton más que a las humoradas sangrientas de Tarantino, y hablo de referentes cinematográficos porque son los más próximos a Los gatos pardos. Los personajes de esta novela negra se caracterizan por su forma despiadada de vivir, se definen por la saña que disparan a sus víctimas o les destrozan a cuchilladas los rostros —Si puedo evitarlo prefiero no tirar a la cara. Me gusta estar mirando los rostros mientras la muerte los va invadiendo. Con un revólver, desde luego, lo mejor es tirar a la cabeza, es lo más rápido y lo más seguro; pero con un M29 y desde tan cerca se pueden considerar otras opciones—, con los que resulta imposible ningún tipo de empatía.
Con un estilo telegráfico, que recuerda al mejor James Ellroy, de frase corta, seca y contundente como un gancho —Una noche quieta, seca y calurosa, con una luna grande y roja, con las estrellas clavadas a navajazos en la bóveda del cielo y el olor denso del cobre metiéndoseme muy por dentro de la piel. Tan intenso que no dejaba respirar, que hacía presentir una explosión diaria—, Los gatos pardos es un calculado descenso a los infiernos de la delincuencia y la violencia que difícilmente deja indiferente a quien se acerque a la novela. Si ese ha sido el deseo de Ginés Sánchez al escribirla, objetivo cumplido, aunque el texto esté deslavazado, impere el caos narrativo, los mejicanismos, por su impostura, no acaben de sonar bien al oído y no veamos a los protagonistas Jacinto, el sicario mexicano, Ginés el psicópata, o María, la adolescente cuyo bautismo a la vida es una fiesta de drogas, sexo y violencia.
Se inclina sobre el espejo. Aspira con fuerza. Un rayo frío. Un agujero de nieve. Uno que la atraviesa y por el que pasa la nieve a borbotones. Por encima de la nariz y después doblando por detrás del ojo. Congelándolo todo. Trepando nervio ocular hacia adentro, hasta el cerebro. Helador y dulce al mismo tiempo. Hiriente en el cuello, entumecedor en los dientes, frío en la nariz, eléctrico en la punta de la lengua.
Confieso que nadie podría describir mejor lo que es una esnifada de coca. ¡Chapeau! Pues eso es Los gatos pardos, un enorme chute de adrenalina literaria que engancha aunque todos sus personajes sean primarios y lo que hacen, detestable.
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