LOS HOMBRES ARAÑA TAMBIEN LLORAN
Por Emilio Calle , 21 abril, 2014
Cuando en 1978 se estrenó “Superman: la película”, se ponía fin a un desatino que el cine y los cómics habían mantenido desde sus orígenes. Frente a las películas episódicas de antaño o a proyectos de serie Z hechos con gomaespuma, por primera vez se respaldaba la producción con un presupuesto mastodóntico, actores míticos, guionistas de primer orden y un incontestable director, Richard Donner, que acababa de lograr con “La Profecía” algo imposible, aunque ahora no lo pueda parecer: que un film de terror gozase de todos los privilegios que los grandes estudios dedicaban únicamente a títulos de primer orden, destinados a ganar prestigio. “Superman” encandiló a un público masivo con su mezcla de efectos especiales, regusto por el detalle y un muy bien calculado tono demodé de comedia de los años 50. Un film muy interesante, con sus aciertos y con sus muchos errores. Porque sus secuelas fueron un descorazonador viaje desde la cima hasta la sima. Ya con una segunda parte que se robó a Donner, y una tercera donde todo el peso de la función recaía sobre el cómico Richard Pryor, a esta primera serie de Superman se le debe la que sea probablemente la peor película de superhéroes jamás rodada: “Superman IV: En busca de la paz”, que enterró literalmente al personaje hasta que en 2006, el krypotoniano renació en “Superman Returns: El regreso”, pero desde una óptica tan ridícula que hubo que volver a matarlo.
Aunque en ese intervalo, el género había experimentado grandes cambios.
Con los estudios literalmente temblando por los resultados en taquilla de la cuarta parte de Superman, fue el descubrimiento de Tim Burton el que les convenció para que se aventurasen en la adaptación de lujo de otro mito del comic. En 1989 llegaba “Batman”, con una arquitectura calcada del film de Donner por mucho que su director tratase de dejar marcado lo que en entonces se consideraba su impronta. Y él mismo se encargó de rodar la extrañamente fascinante “Batman Vuelve”, un film atípico que no funcionó tan bien como se calculó, dejándonos parte del genio de Tim Burton antes de dedicarse, como hace hoy en día, a ser el mejor imitador de a sí mismo. El asunto entró en barrena cuando Joel Schumacher rodó sin que le temblara el pulso “Batman Forever” y “Batman y Robin”, donde los tintes originarios adquirieron unos rumbos de marcado acento homosexual (como esos pezones en el traje, o los planos de los nalgas de cuero), y el enmascarado de Gotham pasó a convertirse en la estrella principal del Día del Orgullo Bat-Gay.
Y mientras todo esto ocurría, en el mundo del cómic ya había tenido lugar una revolución que lo puso todo patas arriba. Alan Moore o Frank Miller, entre otros muchos autores, redefinieron toda la cosmogonía tanto de DC como de Marvel.
Los cómics se habían hecho adultos.
Ahora debían hacer eso en la gran pantalla.
Entonces apareció Christopher Nolan, dispuesto a erigirse como pionero de esa cruzada para logar una iconografía fílmica que tuviese la misma repercusión que sobre el papel. Era hora de hacer creíble al personaje con “Batman Begins”. En aras de la verosimilitud, se le dotó de un trauma (sin quitarle a sus padres asesinados, pero añadiendo infinidad de aristas simbólicas), pasó a ser dueño de muchas empresas de la más diversa índole, entre ellas una muy oportuna dedicada al armamento con la que se justificaba lo variopinto de sus “gadgets”, entre los cuales lamentablemente no se incluyese un sencillo aparato que le permitiera expresarse sin tener que forzar su garganta hasta parecer tísico. Buscando refundar el mito, no se hizo otra cosa que dotarle de una pátina pretenciosa carente de la menor consistencia. Su secuela se vio únicamente reforzada por la inquietante piel con la que Heath Leadger recubrió al personaje del Joker (la prematura muerte del actor proporcionó una mítica adicional a la obra). Pero en cuanto Ledger salía de encuadre, había que sufrir interminables disquisiciones en torno a orden y responsabilidad, y sobre justicia, acotándolo todo en un desenlace donde todo el mundo tenía el poder de decidir sobre la vida de muchos inocentes, así la cuestión se tornaba ética, y moral. Y muy aburrida. “Dark Knigth Rises” debía suponer la culminación de ese alumbramiento del creíble y complejo Bruce Wayne. Anunciada como la parte más oscura de la saga (como tantas veces se ha dicho de alguna secuela de Harry Potter, del final de “El señor de los Anillos” o de los balbuceos de Darth Vader), tanta búsqueda de originalidad quedó reducida a una Catwoman de mercadillo de ocasión (por moderna y muy heroína que fuese, no se valía por sí misma y debía ser devuelta a la buena senda por un hombre), y a un villano también ronco (lo cual hacia ininteligible buena parte de los diálogos entre el héroe y y su némesis): Bane, un hombre tan astuto, que en un alarde de cómo adentrase en el terreno de lo verosímil, se las arreglaba para que todo el cuerpo de policía al completo, se metieran solitos en un túnel, donde sólo había que volar los extremos para que en Gotham no quedasen ni guardias de tráfico ni un mal perro policía. Al final, apocalíptico (el crescendo así lo obligaba), una explosión nuclear le estallaba en las narices a Batman, pero sin causarle el menor rasguño, más allá de mandarle a la mesa de un encantador restaurante italiano, cerrando esta trilogía del disparate (aunque dejando la puerta abierta a un sustituto para posibles resurrecciones)
No obstante, un delirio aún peor se había gestado en el lejano planeta de Krypton. El otro gran repartidor de madurez en el mundo de los superhéroes, Bryan Singer, que tan brillantemente había reconvertido a los X-Men, decidió endosarle a Superman, en “Superman Returns: El regreso”, cuanta simbología religiosa encontró, y trató de colarlos la historia de un mesías en mallas (resurrección incluida), protagonista de secuencias tan hilarantes como esa en la que permanece flotando sobre nuestro mundo en actitud mística, con los ojos cerrados, y escuchando todos y cada uno de los pecados que cometemos. Un Superman omnipotente, pero tirando a sordo porque después de oír cuanta atrocidad ocurría en la tierra, cree que donde más se necesitaba su poder era para impedir un robo perpetrado por atracadores de opereta o perseguir a un conductor que en vez de echarle gasolina al coche se la ha bebido.
Probablemente haya sido Spiderman, protagonista de uno de los estrenos de esta semana, el mayor beneficiado de esta rehabilitación de los universos de Marvel y de DC en el cine. Buena parte de ese refrendo vino con su director, el excepcional Sam Raimi, que ya había derrochado talento en títulos como “Posesión infernal” o “Darkam”. Y casi tan importante, la presencia de David Koepp en el guión, que ya había escrito, entre otras, “Parque Jurásico”, “Misión: Imposible” o “La habitación del pánico” Juntos rediseñaron a un Peter Parker sin desentenderse de la aproximación original que Stan Lee perseguía cuando lo creó. Raimi lograba humanizarlo, y resultaba creíble ese adolescente con las mismas inquietudes que cualquier otro, y supo mantener intacta la tristeza de este superhéroe que, al contrario que los demás, tiene problemas para llegar a fin de mes, que se siente culpable por ser responsable indirecto de una de las personas que más ama y obligado a ocultar su gran habilidad para seguir siendo el mediocre que todo piensan que es. Para la segunda entrega, Raimi consiguió que lo espectacular no tuviera problemas en codearse con la pesadilla de lo cotidiano que siempre acosa al eterno perdedor de Parker. Pero claro, hubo una tercera parte, se volvió a recurrir al ya más que relamido reclamo de que sería mucho más oscura, más siniestra y adulta, aunque hay que decir que esa terrible transformación se limitase a que Peter Parker, cuando es poseído por su parte oscura (simbolizada en un extraterrestre pegajoso), bailase sin recato alguno, además de padecer una curiosa secuela que lograba que su flequillo creciese desmesuradamente. En esas dos horas y media largas de suplicio (obligado es rescatar la bellísima escena del nacimiento del Hombre de Arena) había tantos villanos, tantos conflictos abiertos, tantas escenas supuestamente inolvidables que casi cualquier espectador tuvo que salir noqueado. La serie se murió de asfixia, como una araña atrapada en su propia tela.
Pero en 2012, las arcas siempre inquietas de los estudios pensaron que el personaje tenía aún poder de convocatoria para llenar las salas. Con “The Amazing SpiderMan” demostraron llevar razón, sobre todo en el evidente el acierto de dejar que detrás de la cámara se apostase un creador, Marc Webb, director y guionista de una sola película, “500 días juntos”, obra de culto casi desde su estreno. Lejos de las virtudes que logró Raimi, Webb empuja a Peter Parker, cada vez más acosado por fantasmas personales, hacia una peligrosa tendencia en el sentimentalismo que, como si fuera otra consecuencia más de la picadura de araña, provoca en su protagonista una debilidad en los lagrimales que a veces uno no termina de saber si está viendo Spiderman o “Mujercitas”. Con el villano de turno entorpeciendo el tráfico neoyorquino, el film funcionó en la medida en que funcionaba su protagonista, Peter Parker, algo que ahora se ha acentuado, y que a la postre se convierte en lo mejor de la secuela que acaba de estrenarse, “The Amazing Spider-Man 2: El poder de Electro”. Aderezada hasta el empacho de enemigos, y no menos abarrotada de un dispendio de efectos especiales que rozan la indigestión visual, el director apenas logra abrirse paso entre tanto estruendo y la obra avanza cuando orbita alrededor de la relación entre Peter Parker y Gwen Stacy, abocados a hundirse en las arenas movedizas de los spoilers. Mejora a su antecesora, pero sin recato alguno ya anticipa en sus muchas heridas abiertas, y en los créditos finales, que habrá tercera parte.
Mucho más oscura y adulta, eso seguro.
Si es que a Peter Parker no le da por llorar demasiado porque aquí ya nadie gana para tanto trauma.
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