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Los veredictos de la censura

Por Emilio Calle , 2 junio, 2014

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Hace pocos días asistimos a una batalla entre Scout LaRue Willis, diseñadora e hija de Bruce Willis y Demi Moore, e Instagram desde que dicha plataforma considerase ofensiva la imagen impresa en una de sus creaciones: una camiseta donde podían verse dos mujeres en topless. Y cayó sobre ella el insalvable y pesado telón de la censura. La foto fue retirada. Ella, a modo de protesta, llamó a un fotógrafo y se dieron un paseo por las calles de Nueva York. Sólo que Scout iba vestida solo con una falda, con sus pechos al descubierto. Usando el el lema “Legal en Nueva York pero no en Instagram” subió alguna de las fotografías de esa sesión en Twitter, y nada ocurrió. Pero, desafiante y provocativa, también hizo lo mismo en Instagram, que de inmediato amordazó por completo la cuenta.
Muy poco antes, ya habían tenido otro encontronazo con la revista “Louie”, descolgando una portada en la que Rihanna tuvo la infeliz ocurrencia de no llevar mucha ropa. Estaba incumpliendo sin saberlo una norma muy aleatoria que se aplica en la mayoría de las redes sociales: Instagram tampoco permite publicar imágenes de mujeres desnudas (y habrá que suponer que tampoco de hombres, pero al parecer eso no hay que remarcarlo). Sin embargo, no hay que darse muchas vueltas por sus páginas para encontrar desnudos, colgados con mejores o peores intenciones.
Entonces, ¿por qué éstas no son tan radicalmente apagadas como las ya citadas?
Porque el control que se ejerce depende únicamente de la delación, un criterio de lo más peregrino que pueda desembocar en un inquietante sinsentido, logrando que la censura sea la gran tirana, cuando es más que notorio que puede haber muchos malos motivos para delatar, sobre todo si el delator sabe que ganará aun antes de que se produzca el combate. Basta con acusar, y el castigo es inmediato.
Tras muchos despropósitos, Facebook terminó por explicar de manera un tanto vaga cómo manejaba esa seguridad. La empresa oDesk se ocupa de entrenar a personal en muchas partes del mundo siguiendo los dictados incluidos en un manual que se actualiza periódicamente (aunque no se aclara quién se encarga de establecer el ideario que marca los contenidos). Así, cuando un usuario denuncia algo que él considera ofensivo en los muros de Facebook, uno de estos trabajadores “cualificados” recoge la queja, consulta y la coteja en el manual, y toma la decisión de cortarle las alas al denunciado o dejarle en paz hasta que sea nuevamente delatado. Bajo este criterio, cientos de páginas han ido desapareciendo de Facebook, llegando a darse extremos tan delirantes como la censura ejercida contra “Theories of the Deep Understanding of Things”. Habían incluido la foto de una mujer en la bañera, con un codo en primer plano, de color rosado; y en ese codo tanto el delator como el censor distinguieron con suma claridad (casi enfermiza) el parecido a un pezón, así que tijeretazo al pixel, y la próxima vez que la mujer se bañara, que lo hiciera embutida en un traje de buzo o envuelta en un tonel.
Curiosamente, el pezón es el responsable directo de la mayoría de cierres o insultante ejercicios de censura a lo largo y ancho de Internet. Habiendo cientos de cosas de las que preocuparse, tanta crueldad y vileza como se intenta inocular desde el púlpito de la red, se ve que mostrar esa parte de la anatomía femenina supera límites insospechados de transgresión. De este modo, artistas, fotógrafos o ilustradores ven mermada su libertad creativa, además de quedar fuera de un imprescindible método de difusión y promoción de su trabajo.
Paradójicamente, esas mismas redes sociales pueden romper censuras impuestas en el mundo exterior sin que haya forma de impedirlo. Mientras en Estados Unidos se ha prohibido exhibir uno de los muchos carteles de la película ‘Sin City: Una dama por la que matar”, en concreto el que mostraba a Eva Green cubierta por transparencias, la imagen recorre Internet con la fulminante rapidez de un efecto viral.
Ya es algo más que necesario que las redes sociales unifiquen esos criterios, y que encuentren acuerdos más allá de estar viendo obscenidades en los pezones, o confundiendo codos con pechos. Nadie debe negar la necesidad de un control virtual para prevenir (y en la medida de lo posible, también evitar) los muchos peligros que puede generar. Pero el proceso debe ser claro, público, al alcance de todos, basta de oscurantismo, no puede ser que unos pocos sigan entorpeciendo los logros alcanzados por Internet basándose en razonamientos que ya debieron perderse en las arenas del tiempo. Tenemos derecho a conocer a los regidores de la moral y la ética, y sobre todo, saber cómo podemos defendernos antes de que se nos amoneste de cualquier forma atendiendo primero a la llamada (que bien puede ser malintencionada o carente de fundamentos) del delator, y dejando postergados los derechos del usuario.
Y es que de nuevo nos hallamos ante la pregunta lanzada por Alan Moore ya en 1986, sin que a día de hoy nadie obtenga respuesta:
¿Quién vigila a los vigilantes?


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