Mecanópolis
Por Silvia Pato , 19 marzo, 2014
Las máquinas nos facilitan la vida. La tecnología contribuye a que podamos disfrutar de una accesibilidad tal a las fuentes de conocimiento, que convierte esta época en una etapa fascinante para todos aquellos que amamos toda clase de saberes en sus más diversas formas. Sin embargo, la injerencia de toda esa maquinaria contribuye a la existencia de una eterna lucha en la búsqueda de un equilibrio en el que las máquinas no importen más que los humanos, en el que los aparatos tecnológicos no nos aparten de lo que ha provocado que la humanidad haya avanzado hasta la actualidad tal y como ha hecho.
No es un debate nuevo el que aborda la relación entre las máquinas y el hombre, es un debate que germina desde los mismos cimientos de la Revolución Industrial, en un continuo in crescendo, hasta la aparición de la robótica e Internet. El tema, que ha interesado y fascinado a los creadores de ciencia ficción desde los inicios, hace inevitable que acudan a la mente todo tipo de referencias literarias cuando nos paramos a reflexionar sobre ello.
Sin duda, H. G. Wells y Aldous Huxley son los que asoman a nuestras conversaciones cuando charlamos sobre la vigilancia constante a la que, voluntariamente, nos sometemos en nuestro día a día, con todo el peligro que ello acarrea, así como la dependencia tecnológica creada en una mitad del mundo que, si se viera obligada a sobrevivir en la otra mitad, de seguro, no podría.
No obstante, más allá de La guerra de los mundos o Un mundo feliz, a algunos nos viene a la mente «Mecanópolis», un relato aparecido en Los Lunes del Imparcial, allá por el año 1913, de la pluma de Miguel de Unamuno, donde las inquietudes filosóficas sobre el alma acaban asolando al protagonista cuando visita la ciudad de las máquinas; una ciudad que nosotros bien podríamos estar ya habitando.
Y es que las máquinas, en todas sus formas, en todas sus facetas, han condicionado nuestras vidas, pero nunca habían llegado al punto de interferir de tal modo en las relaciones personales como ha sucedido desde la irrupción de la vida social online. Cuando la interferencia en la vida emocional e íntima de cada uno de nosotros es excesiva, corremos el peligro de pasar líneas rojas que, de seguro, harán tambalearse el equilibrio que necesita nuestro cerebro para asimilar y disfrutar del día a día, amenazado por la dispersión en la que nos posiciona la propia esencia de la red y una frivolización de las relaciones humanas en la que corremos peligro de caer.
No solo pasa con la vida personal. En el entorno laboral, es frecuente hallar gente tan completamente confiada en la fiabilidad de sus dispositivos electrónicos, que convierten esa fe ciega en un auténtico peligro.
Las máquinas nos facilitan la vida, pero somos nosotros los que las manejamos. Esta Mecanópolis en la que habitamos no puede seguir un desarrollo tal en el que sean ellas las que adapten nuestros cerebros para su semejanza; al fin y al cabo, que existan todo tipo de aparatos para hacer tal o cual cosa no nos obliga a su utilización. Nosotros somos los que debemos decidir cuándo y cómo utilizar cada uno de ellos. Nosotros somos los que decidimos cuándo apagar nuestros móviles. Somos nosotros los que utilizamos toda variedad de dispositivos para hacer la cotidianidad más cómoda y sencilla, no permitamos que sean ellos los que nos dominen, no nos convirtamos en víctimas de nuestra inmadurez tecnológica.
Si renunciamos a lo que nos hace humanos en cada gesto de nuestra conciencia, en cada sentimiento de nuestras emociones, ¿en qué nos convertiríamos entonces?
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