Meditando sociológicamente con Arguedas
Por Eduardo Zeind Palafox , 2 mayo, 2014
Las ciencias naturales estudian fenómenos visibles, hechos acabados, mientras que las ciencias del espíritu estudian fenómenos invisibles, hechos que jamás acaban de consolidarse. Las ciencias del espíritu como la historia, la sociología, la antropología y la lingüística, durante los últimos dos siglos han echado mano de los métodos usados por las ciencias naturales, es decir, han querido observar, teorizar, inducir y verificar los fenómenos causados por el espíritu, por la voluntad de los hombres. Tal proceder ha hecho dudar mucho a las ciencias del espíritu, que se han dado cuenta de la ineficacia de tales instrumentos, suficientes para examinar el mármol pero vanos al estudiar el busto de Palas que Poe usó para escribir su poema `The Raven´.
La literatura es una deriva del espíritu; o es, en palabras de Benedetto Croce, la manifestación estética o embellecida de nuestras experiencias. Pero no entendamos que todas las experiencias «se forman» con el cincel de los sentidos; tampoco creamos, con los filósofos empiristas del jaez de Locke, que todo lo que hay en el entendimiento «entró» por las puertas de los sentidos, que «nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu»: también leer, que es pensar, es una experiencia, según las enseñanzas de la Filosofía Analítica. Y si el arte es hontanar de experiencias, entonces el arte puede tenerse por parcela del mundo, por documento, es decir, por representación legítima del sentir de un pueblo.
Las ciencias del espíritu, para conocer las concepciones del mundo de los pueblos, escrutan las instituciones, el lenguaje; los poetas, léase «creadores», «estetas», para fijar y mantener en el porvenir la cultura en la que nacieron pintan jerarquías, esculpen ideales o redactan novelas que reflejan situaciones verídicas y ficticias. Hemos dicho «ficticias», palabra que nos hace cuestionarnos sobre la validez científica de una obra de arte. ¿Nos dice más sobre el Perú o sobre México una pintura que un libro de historia? ¿Sabemos más del siglo XIX español leyendo a Galdós que leyendo a Menéndez Pelayo? ¿Háblanos con más sinceridad sobre el México del siglo XX la poesía de Octavio Paz que el artículo periodístico de Monsiváis?
Planteemos un problema epistemológico. El ojo del astrofísico observa astros, anda siempre entre el cometa y el rostro de su hijo, y si no es romántico jamás confunde los ojos de su familia con las estrellas del cielo; el ojo del sociólogo, en parangón, va del vestido del urbano al vestido de su mujer, de las masas neoyorquinas a las masas emigrantes, y sea o no romántico confunde, a fuerza de estar siempre en sociedad, lo económico con lo espiritual, lo histórico con lo filosófico y lo político con el derecho.
José María Arguedas, escritor peruano, escribió un libro llamado `El zorro de arriba y el zorro de abajo´, que es considerado literatura, pero que nosotros los investigadores de la sociedad querríamos fuese documento fiel además, copiosa fuente de saberes sobre el Perú. El Arguedas científico declara en uno de sus diarios que «sentía el Perú en quechua y en castellano»; mas el Arguedas poeta trató de propagar la substancia de «lo quechua» derramándolo en formas españolas. Un idioma es una cosmovisión, que es un orden. Un orden, digámoslo sin ambages, es una sintaxis, un modo de construir proposiciones, letreros, propuestas, axiomas, máximas, esto es, un mundo. Un idioma es un mundo. ¿Qué acaece cuando un mundo se ve obligado a transformar su orden para sobrevivir? Deviene la «transculturación», según decir de Ángel Rama.
Hay «transculturación» cuando una cultura «transfiere» algo de su quid a otra, cuando estibada o sumida bajo otra cultura sigue siendo lo que es, sigue poseyendo sus modos de existir, o en palabras de Lenin, cuando mantiene su «peculiaridad», su «ars inveniendi», sus maneras de «habérselas» con el cosmos, con las circunstancias, con la realidad. Citemos un breve fragmento de la mentada obra de Arguedas: «Camina firme ese indio. Desnudo, amarrado al muelle, días de días, aprendió a nadar para obtener matrícula de pescador. No hablaba castellano. ¿Cuál generosa puta lo habrá bautizado? Desde mañana fregará a sus paisanos, será un caín, un judas». ¿Vemos el fragmento de un documento digno de ser estudiado por sociólogos y antropólogos o vemos poesía, más invención que reproducción? Hay poesía, sí, pues hay síntesis armónica; hay poesía, única herramienta epistemológica capaz de construir o de reificar un hecho invisible, espiritual, como hemos dicho arriba. No es menester, véase, divorciar la poesía de la sociología o de la antropología.
Es necesario, confesemos, que antropólogos, sociólogos y etnólogos se hagan poetas, pues de lo contrario será imposible el acabamiento de objetos de estudio estables, fijos. El mismo Arguedas confiesa que sólo después de leer a Mariátegui y a Lenin sintió que había saberes estables o principios confiables en las ciencias del espíritu. ¿Y cuáles son tales principios? Los de la gramática, diría Lévi-Strauss. El pensamiento, que es ensayo de la acción, como enseña Freud, trabaja con las leyes gramaticales, lingüísticas, que son leyes físicas enderezadas a nuestra comodidad; y dichas leyes, trocadas por los poetas, se transforman en experiencias tan persuasivas como las otras, a las que llaman empíricas. Así las cosas, digamos que las obras de arte «representativas» y «originales», para usar la jerga de Rama, son las que van de lo nativo a lo universal, de la prosa madre y provinciana a la poesía universal. La obra de Arguedas es así, pues va de «lo quechua» a «lo castellano», de lo indígena a lo industrial, de lo erótico a lo religioso, como leemos en el fragmento transcrito.
Edvard Zeind Palafox
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