Acabo de ver a mi vecino paseando a su perro. También lo vi ayer y anteayer y todos los días desde hace no recuerdo cuándo. Lo saludo. Yo vuelvo de mi paseo diario, me cruzo con el corredor sin mascarilla, sudoroso y exhalando con sus nikes y su atuendo deportista. Siempre me lo encuentro más o menos por el mismo sitio. Debe salir antes que yo. También me tropiezo con otro, casi siempre en un lugar distinto, éste con mascarilla.
Me levanto a las seis cuarenta y cinco. Escucho cómo el agua atraviesa el filtro del café, despacio, intermitente. Su goteo es hipnótico. Todo es familiar, todo es mecánico; una reiteración constante cada veinticuatro horas. La rutina adopta cualquier forma pero, la de ahora, es diferente. Ha mutado a una nueva cepa en forma de supervivencia, gel, mascarillas y vacunas. Es curioso cómo esta nueva variante, se adapta de forma individual a personas y cosas. Hay casos en los que enferman la persona y el negocio. Otros, en los que el negocio es el que agoniza. Lamentablemente, la muerte es el caso más común. La caída del Muro de Berlín, pero sin ideologías y en forma de Pyme, de autónomo, de estudiante de fin de carrera con un futuro incierto, de abuelo aislado de sus nietos, de hijos aislados de sus padres, en definitiva, de miedo.
El miedo es realmente, la nueva cepa. Algunos temen su enfermedad y la de sus seres queridos, otros levantar la persiana de su negocio y bajarla con diez euros de caja; muchos otros, con negocios secuestrados, intentan reinventarse de cualquier forma. Es una agonía diferente a la de aquellos con neumonía bilateral que luchan por cada exhalación de oxígeno en una cama de hospital o los que pierden la cordura entre números de muertes diarias. Salgo al balcón y analizo el desfile de máscaras propio del Carnaval de Venecia. Las hay de todos los modelos. El virus de la tendencia. La resiliencia y adaptación del ser humano es nuestro mayor logro. No queda otra en palabras de Darwin. Veo el corro que hacen los de la oficina cercana mientras fuman un cigarro. Todo el día con mascarilla para compartir humos después. Ellos lo saben, pero no pueden evitarlo y lo entiendo.
Hay otros que agonizan por los bares, cafeterías y restaurantes. Sí, por un café y una tostada, por una cerveza en una terraza, por una comida o cena. Por sentirse libres dentro de este cautiverio. Si estoy en un bar a doscientos metros de mi casa, tomando la misma cerveza que podría estar bebiendo en mi salón, me siento mejor. Mi psique genera bienestar. Y es que compartir una cerveza, un vino o una marinera en una terraza es un ritual de reivindicación de libertad ancestral. Olvidamos al «bicho» y ese es el peligro, el olvido. Bajar las defensas en plena batalla. El núcleo familiar nunca fue tan importante, pero ¿quién comparte una cerveza con sus hijos? Somos seres gregarios y necesitamos socializar, estar con nuestros amigos. !Cómo lo echo de menos! Nuestra última incursión fue en la Glorieta en un banco a dos metros cada uno. Aun así, sentíamos el calor, el cariño. Amor con distancia de seguridad. Si es difícil para los adultos, imaginad a nuestros niños. Ellas y ellos son los héroes de esta batalla. Ayer me contaba mi hermana que mi sobrino, entre lágrimas, le subió la mascarilla a su abuelo, mientras le decía: “No quiero que te mueras abuelito”.
Mañana cuando vuelva de mi paseo y me encuentre con el corredor sin mascarilla, le hablaré de mi sobrino respetando la distancia de seguridad.
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