Metafísica, moral, religión, antropología… todo cabe en Shakespeare
Por Eduardo Zeind Palafox , 22 julio, 2017
Tres ideas procedentes de la razón pura, enseña Kant, rigen nuestra vida: alma, mundo y Dios. Las tres generan preguntas inevitables y sin respuesta posible. He aquí ejemplos: ¿somos inmortales?, ¿somos libres? Luego, vivimos con ellas, es decir, fraguando ideales, enjuiciando las cosas con ellos, errando, planteando hipótesis para conocer el origen del errar y bregando para aceptar lo que no podemos cambiar, como dicen que dijo San Francisco de Asís, o para mudar la naturaleza y la fortuna. Lo dicho, para ser formulado, necesita lenguaje vivo, expresivo, verídico, o en una palabra, shakespeariano.
Refiere Adan Kovacsis (“Karl Kraus traduce a Shakespeare”, “El Trujamán”, 15 de octubre de 2010), a quien debo gratísimas horas de satírica amenidad, que Karl Kraus vilipendió la traducción que el bardo Stephan George hizo de la poesía de Shakespeare por ser traducción digna de diletantes y de pequeñoburgueses, o sea, de espíritus muertos, de lenguas tautológicas, de torpes y falsarios.
Kraus sostenía, según leemos, que la lengua alemana, que se distingue por su indomable ser (Goethe la despreciaba), era maculada por el periodismo (que reduce lo sociológico a ideas matemáticas, espacio-temporales), por ciertos esteticismos literarios y por la política. Prensa, amaneramiento simplista y arengas patrióticas constituían, como hoy, el “mundo” del tiempo de Kraus, que lo quiso derrumbar con la lengua.
George, acusa Kraus, al traducir a Shakespeare pretendió “domesticar el caos vivo y transformarlo en la propia insustancialidad lingüística”. ¿Qué era para Karl Kraus la lengua o sustancia lingüística? Era, primero, piso de la moral. Hablar sopesando cada palabra o filosofando el origen de los conceptos que representan, pensaba, nos lleva hasta eso que llamó “duda lingüística”. Pensar y luego hablar, esto es, no hablar sin saber lo que decimos, nos hace buenos, sinceros y tal vez artistas.
Al usar la lengua, nos asegura Kraus, es menester evitar los “lugares comunes” y buscar “abismos”. La Biblia, mediante el libro del “Génesis”, dice: “et tenebrae super faciem abyssi”. Al dudar, al meditar lo que proferiremos, nos hacemos tenebrosos, sospechamos, ejercemos la inteligencia y mejoramos la lengua, eso “inagotable que no empobrece la vida”, que todo quiere saturarlo con tópicos.
Kant enseña, además, que el hombre pregunta siempre, casi instintivamente, qué puede conocer, qué debe esperar del mundo, qué debe hacer y qué es ser humano, interrogantes metafísicos, religiosos, morales y antropológicos que obligan a nuestra lengua a ser poética para llegar allende lo tangible.
¿Qué somos? Shakespeare responde con filosofía, preguntando por el “ser”: “To be, or not to be: that is the cuestion”. Es pregunta de razón que carecerá siempre de respuesta. ¿Qué podemos conocer? Responde otra vez Shakespeare, mas ahora con perspicacia de psicólogo: “Whether ´tis nobler in the mind to suffer”. La serenidad mental, lo supo, es el mayor de los premios humanos (“in patientia vestra possidebetis animas vestras”, leemos en Lucas 21: 19).
¿Qué esperar del mundo? Oigamos: “The slings and arrows of outrageous fortune”. El mundo habla mediante metamorfosis, a través de saetas que parecen piedras, de finezas que son groserías mortales. ¿Qué hacer? “Or to take arms against a sea of troubles,/ and by opposing end them?” ¿Quién no se transforma en marinero, es decir, saca valor ante imágenes de oleajes? El malditísimo pequeñoburgués.
Cervantes y Shakespeare, que son casi lo mismo, de acuerdo a un arbitrio de Harold Bloom, fueron inspirados. La palabra “inspiración”, según una etimología aprendida en un libro de Menéndez Pelayo que mucho me agrada, significa “estar lleno de Dios”, es decir, poseído por una idea de la razón. Dios nos hace emitir juicios disyuntivos, ver reciprocidades, que son posibles, siguiendo lo dicho en la “Crítica de la razón pura”, merced al esquema de “simultaneidad”. Así las cosas, anda inspirado quien ve y liga gran cantidad de acaecimientos al mismo tiempo.
Tal idea nos obliga a pensar en otra, en la de “gente”, y ésta en la de folklore. Entre la gente, entre la gran masa de almas, es menester hablar con vivacidad, con claridad y con verdad. Con vivacidad para transmitir emociones, con claridad para ser eficaces y con verdad para mejorar la cohesión social.
El folklore ha sido definido por Gramsci así: “concepción del mundo y de la vida” contraria a las concepciones oficiales. Estudiar el folklore, sostiene en sus “Observaciones sobre el folklore”, es “conocer qué otras concepciones del mundo y de la vida intervienen de hecho en la formación intelectual y moral de las generaciones más jóvenes, para extirparlas y sustituirlas por concepciones consideradas superiores”.
Barthes, por su lado, nos dice en su libro “Mitologías” que el lenguaje del pequeñoburgués, sin folklore, es vacuna contra los vicios (“es haragán, pero bondadoso”), sistema de analogías homogeneizadoras (“marxismo, una utopía más”), enemigo de la historia (la semiótica, que parece nueva, es antiquísima), tautología con cariz intelectualoide (“la familia es la familia” o “el dinero es el dinero”), impostura política (“ni demócrata ni republicano, sino libre”), máquina de cuantificar (“el 60% de los ciudadanos prefiere Chevrolet”) y repetición de lo obvio (rasgo de la estulticia es decir lo que se ve).
El actual “mundo”, o la actual idea de “mundo”, es constituida por la política, la publicidad, la música y las redes sociales. De la política, se ve, la gente aprende el maniqueísmo (Putin versus Trump, Terroristas versus Imperialistas, Hombres versus Mujeres), escuela infantil que obliga a ver en los otros maldad, maldad a la que se opone la bondad, que en manos pequeñoburguesas se vuelve beatería.
De la publicidad se aprende el esnobismo (se le dice “just do it” al inválido, al cojo, o se le dice “palaciega” a la maritornes que da su vida a cambio de algunos vestidos cuasi elegantes), que obliga a ver en los otros falsedad, falsedad a la que se opone la veracidad, que en las manos de marras acaba en ramplonería. Hoy se llora por la pobreza material, no por la pobreza mental.
Sigamos. La música de moda enseña el sentimentalismo (ese gran estilema), que obliga a ver en los otros afección enfermiza, a la que se opone una falsa ciencia, que acaba en instrumentalización (se confunde la técnica con la ciencia y se entrenan ingenieros que jamás filosofan las matemáticas, esto es, que siempre ignoran la procedencia de los conceptos de tiempo y de espacio que usan, diría Kant). Las redes sociales enseñan el escepticismo, que hace que veamos en los demás enemistad, a la que se opone la fraternidad, que acaba en igualitarismo vulgar, en iconismo.
La lengua del actual “mundo” es, concluimos, beata, ramplona, instrumental e icónica, es decir, inútil para arrostrar cuestiones metafísicas, morales, religiosas y antropológicas, o dicho mejor, inepta para ser hombres.–
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