Mierda, infamia y honores
Por Mario S. Arsenal , 5 julio, 2014
Desde un principio pacté con la dirección de este periódico que este espacio mantendría su carácter cultural, que trataría de noticias sobre exposiciones de arte, teatro o novedades literarias, toda vez que se tratase, claro estaba, de una columna puramente personal. De ahí su nombre y de ahí su propia naturaleza. Por diversos motivos de índole personal, aunque es un secreto a voces, pues todos necesitamos ganarnos el pan de cada día, he mantenido esta columna silenciada durante algunos meses. Creo que es hora de retomar el camino. Y hoy, con premeditación y alevosía, voy a saltarme las reglas. Premisas que considero pertinentemente rebasadas por el cauce de los acontecimientos políticos.
Llevaba tiempo pensando sobre qué difícil sería escribir de política cuando casi todo el mundo guarda con celo sus propias impresiones, donde los espacios de opinión se multiplican como conejos en las parrillas de comunicación y donde, por no faltar que no falte nada, el subjetivismo se erige así como única moneda de cambio posible. En mi caso, la cosa es sencilla. Me niego. Me niego y rechazo rotundamente cualquier forma de autoridad interpretativa (y no me refiero a las voces que opinan, sino a los medios institucionalizados). Me dirijo a todos los responsables políticos enviándoles esta carta como un grito desesperado y compungido, firmada por un ciudadano más que alza su voz mediante la legitimidad que el dolor puede conferir a las palabras.
Vivimos un tiempo atroz de incontinencia y desconsuelo, unos más y otros menos, eso lo sabemos todos. Por las mañanas observamos ojipláticos nuestros televisores, escuchamos aturdidos la radio y leemos con liviana incredulidad los periódicos. En todos y cada uno de estos medios de información siempre hay algo que termina por volvernos locos. Un caso de corrupción por aquí, otro de evasión fiscal por allá, tráfico de influencias por todos lados, sindicalistas, populares, socialistas, upeydeistas… Lo han conseguido. Han convertido la política en algo tan pretendidamente complejo y tedioso que todos los términos pueden pronunciarse con una sola palabra: infamia, desvergüenza, oportunismo, deshonestidad. Señores, ya no nos importan los matices, quizá porque el matiz sólo les interesa a ustedes, que con él firman acuerdos y levantan subterfugios. Entérense bien. De nada sirve articular un sistema legislativo, no ya que no se ponga, sino que se oponga al servicio de quien ha legitimado su poder y no defienda de facto su estabilidad, sus necesidades o sus reclamas. De igual modo que un padre o una madre no tolerarían la muerte de su hijo enfermo terminal sin antes haber dejado las entrañas en el suelo que pisa para salvarle la vida. Perdónenme el ejemplo, pero imagínense la estampa. No, tal vez sea mejor dejarlo aquí. Pero no dejen de imaginar, eso nunca, lo que a millones y millones de ciudadanos debe estar pasándoseles por la cabeza cuando acuden al periódico, la radio, la televisión y ven aparecer en su buzón las facturas devueltas. El numerito del coche, el teléfono, la luz, el agua,… (aunque para agua el precio del abono mensual de transporte público, que por no conceder, no concede ninguna cláusula para desempleados). Estos son los bienes esenciales que cualquier persona debería procurarse para detentar eso que pronunciamos con vigor… ¿cómo era? Creo que la palabra es dignidad. Me río, pero con muchas lágrimas en los ojos. Porque, ¿y si pensamos en las familias? Evidentemente resulta prohibitivo, y mucho menos en las numerosas, cuyo nivel de ocio, divertimento y bienestar se lo traga por entero la angustia que emana de pagar dichas facturas y el temor subsiguiente de no llegar a fin de mes o, en el mejor de los casos, convertirse en morosos. ¿Qué tal unas vacaciones?
La clase política se suele distinguir entre sí por facciones definidas, opiniones y perspectivas que a lo largo de la historia han dado en categorizar la tendencia de sus prerrogativas: conservadores, progresistas, liberales, oligarcas, déspotas, demócratas. Menudo orden. Ahora bien, lejos ya de cualquier tradición que verse sobre el gobierno y la administración de la polis (qué mal parada sale la etimología en nuestros tiempos), mi clasificación es más osada e ingenua: políticos y no políticos, los que detentan y los que no, los que acceden al poder y los que lo legitiman sin poder real. El porqué es más sencillo todavía. Ningún político que yo conozca en este país de solera histórica, ha tenido la valentía de sumarse a ese carro de desgracias. Todos, allí dispuestos en su cátedra de las Cortes, asisten día tras día a la pantomima espectacular de una serie de oradores que tienen más de prestidigitadores que de políticos.
No veo a ninguno rasgarse las vestiduras en nombre de la ciudadanía que le ha dado la confianza y el poder necesario para subir a ese estrado; no veo a ninguno que congele su sueldo ya no como un gesto revolucionario, sino como ejemplar y humano; no veo a uno sólo de ellos mostrar solidaridad con las personas que se ahogan de puertas para adentro; ni una lágrima tampoco; y digo que no veo porque sí oigo. Oímos muchas veces, qué estoy diciendo, lo oigo y lo oímos todos los días. Palabras privadas de sentido, donde la honestidad brilla por su teatralidad, una forma de prostitución en definitiva, cuyo significante carece completamente de virtud o vocación política. Señores, dejen de decir y hagan. No pronuncien, demuestren en las calles, en sus cuentas bancarias, y no sobre ese suelo inmune y ajeno del Hemiciclo. Échense a la calle y vean cómo la ciudadanía (la soberanía misma que les ha dado a ustedes todas esas prebendas de que gozan) camina sobre hormigón y cemento, no sobre suelos plagados de hermosos tapices y bellas alfombras. Desengáñense, ya no hay lugar para la hermosura, al menos no hasta que la asfixia desaparezca.
Luego una gran mayoría de tinte conservador tiende a escandalizarse por las muestras de violencia social o ciudadana, otros tantos se regodean en ella e intentan airear sus prejuicios de manera gratuita. Por supuesto que no está legitimada en modo alguno esa actitud, en ninguno de los dos casos, pero cada vez me cuesta más encontrar un motivo que no la justifique. Desearía estar en una posición intermedia que amparase la cordura y la medianía de la ley y el orden, pero créanme, es dificilísimo, por no decir utópico, que viene a ser lo mismo que desinteresado. Me importan los problemas políticos, tanto que el aislamiento resulta inconcebible, y aunque confieso que nunca he creído en el sufragio democrático y he ejercido mi derecho con todas las consecuencias que implica, en la próxima legislatura dejaré a un lado mis ideas para contribuir a lo que considero intolerable. Intolerable ver y presenciar impunemente cómo se le practica un TAC a una talla barroca de Cristo mientras la gente espera (democráticamente) su llamada en la Seguridad Social a la voz de «no podemos hacer nada»; intolerable certificar cómo la estructura monárquica asciende al poder engalanándose de todo boato sin prestar atención a las necesidades más básicas del vulgo; intolerable que un fiscal general del Estado como Pedro Horrach dedique más tiempo a velar por el encubrimiento de la infanta Cristina que a favorecer la transpariencia social y además ponga en tela de juicio la labor meramente profesional de un magistrado; intolerable que ciertos políticos se valgan de seguros de pensiones vitalicios y prohibitivos mientras tu padre, mi madre o la tuya tiemblan inseguros porque 50 años trabajados no son sinónimo de nada; intolerable que José Ruiz-Gallardón, sólo por ser vástago del ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, cual bandido decimonónico, consiga zafarse de la justicia mientras dos mujeres, hace ya 4 años, fueron sentenciadas a tres años de cárcel por echar pintura en una piscina durante una huelga laboral; intolerable que después de 8 años del descarrilamiento del Metro de Valencia Juan Cotino siga presidiendo las Cortes Valencianas y no haya responsables políticos respondiendo ante tamaña negligencia; intolerable, en definitiva, que en todo este lienzo de infamias nadie haya manifestado algo de vergüenza.
Francisco Camps y Juan Cotino / Foto: PÚBLICO (Juan Navarro)
Por todo esto y mucho más, sin mencionar los recortes en Sanidad, Educación, Cultura o Innovación, nos vemos abocados al desastre. Pero no a un desastre económico, que también, sino a una auténtica crisis de valores. Valores que son honestidad, vocación, virtud, honradez y nobleza (esta última no asociada precisamente al privilegio, sino al sacrificio). Los índices de sostenibilidad deberían reflejarse aquí y no allí, en esa suerte de Atlántida prometida en los confines de nuestro absurdo. La dignidad es la que no debería manipularse nunca. Se tiene o no se tiene. El poder, ya lo sabemos todos, es el dibujo de un ser monstruoso de fauces horribles, palmípedo, con cien ojos en la frente y una larga cabellera de púas que diligentemente dilapida la honradez de quien lo desafía. Que no se esfuercen las rotativas por sacar portadas esperanzadoras. La mona, el monstruo, el poder, quién sabe, ya no pueden maquillarse más y siguen igual de feos. Admítanlo. Eso sí, cuando vean a un sólo político enmendar un conflicto con su ejemplo, dimisión o transparencia, avísenme. Ese día dejaré de leer novelas de caballería y creeré en política.
@Mario_Colleoni
www.arsenaldeletras.com
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