¡Miope educación de hoy!
Por Eduardo Zeind Palafox , 4 mayo, 2014
El prurito de novedad ha hecho que críticos de sendos siglos sentencien que el teatro está hecho de síntesis y que la novela está hecha de análisis, como si no fuera la esencia del arte la mudanza, la transmutación, la incertidumbre y la probabilidad, todas categorías filosóficas o científicas que serían inmanejables si nos faltara una “filosofía perenne”, como solía llamarse a la filosofía de Santo Tomás. Y ya que hemos citado al gran Padre de la Iglesia pensemos un poco en la educación que hoy reciben los jóvenes en las universidades, que antes parecen zahurdas del vicio y del atraco premeditado que instituciones para ejercer el placentero arte oratorio desarrollado por Quintiliano y por los viejos sofistas, que tenían a bien saber todas las ciencias, desde las del espíritu hasta las empíricas.
¿Pero para qué saberlo todo? Para tener prudencia, es decir, tacto; para saber tenderle la mano al vecino, que puede ser médico, pintor, labrador o ingeniero, “porque sí, con elegancia” y eficacia, citando a un poeta argentino. No es posible comprender la situación política que nos ahoga si desconocemos los vericuetos históricos que ha andado nuestra nación; no podemos entender nuestra idiosincracia si nada sabemos de nuestros próceres pensadores, actores de la historia que para nosotros sintetizaron doctrinas y armonizaron desórdenes; finalmente, no contar con una filosofía de base, sólida, causa que las olas del azar, significativa palabra pagana, sea nuestra victimaria y nos eche a naufragar entre la onda y el cielo, entre el materialismo desanimado y el idealismo extático, que es morir entre la utopía y la miseria, entre el escepticismo y el fervor, como primitivos.
Antaño las universidades obligaban a los jóvenes, ya con azotes o aplausos, ya con razones o dogmas, ora con horas de estudio, ora con instituciones militares, a memorizar y a citar autores, pues sólo así era posible interpretar el amplio y alto libro que es el mundo, de imagen humana y de substancia pretérita. Quien no sabía humanidades, letras divinas, derecho, algo de medicina y algo de alquimia, quedaba desautorizado para emitir juicio alguno. ¿Qué va a saber quien por soñar con Inglaterra desdeña su propio país? ¡Casi todos los ensayos escolares de hoy andan descaminados y contaminados de doctrinas ajenas! ¿Por qué, como dice el poeta Ricardo León, “mendigar blasones de hostiles pueblos y enemigas manos”, si en España lo hay todo? Julián Marías, en ameno artículo, quéjase de los escritores provincianos que afanan aparecer ante el público como cosmopolitas, de los que atragantándose de libros que no pueden asimilar y mucho menos leer en sus idiomas nativos simulan versatilidad, dominio y amplitud de miras citando a extranjeros.
El artículo supradicho se llama `Hacer sombras´, y declara: “Lo que se cita incansablemente es con frecuencia inferior a lo que se ha pensado y dicho en España mucho antes y casi siempre con mayor profundidad y brillantez”. Pareciera que los jóvenes, en pleno siglo XXI, piensan que nuestros autores no tienen “vivencia” alguna de valía ni reflexiones dignas de contarse. ¿Por qué acaece tal fenómeno? Porque hoy créese que sólo vive el hombre de guerra, el ecónomo, el político internacional, o dicho en una palabra, el estadista que sólo se rebulle sintiendo el acicate de lo contingente, de la vivencia. El maestro García Morente, en la Lección I de sus `Lecciones preliminares´, dice: “Vivencia significa lo que tenemos realmente en nuestro ser psíquico; lo que real y verdaderamente estamos sintiendo, teniendo, en la plenitud de la palabra `tener´”. Para volver a vivir pensando y no sólo reaccionando debemos apartar un poco a Kant y volver a Santo Tomás, a Aristóteles, o siquiera a Séneca y a Cicerón, que fueron hombres que discurrieron los primeros caminos de la filosofía, es decir, hombres con los que nuestro español “ser psíquico” está en consonancia.
Creémonos hidalgos, pero ya no nos preocupamos por hacernos “hijos de algo”, de nuestras obras, como diría el Quijote; adulamos a los pontífices, que ya no son, como dicta la etimología, “constructores de puentes” que paran en los cielos; charlamos sobre las hecatombes que nos amedrentan, mas no meditamos que nos amedrentamos porque somos, citando a Ortega, como un animal espantadizo, “bous”, “buey” que vive en masa, entre cientos, “ekaton”. El joven ya no se conoce a sí mismo porque no conoce la gramática de su lengua. ¿Y qué es quien se desconoce? Un esclavo, un inconsciente, un sanchesco “prevaricador del buen lenguaje” que permite que los hechos forjen sus derechos y que cualquier friccionar contra el mundo sea su fiscal. Si el mundo es un teatro todos deberíamos ser actores capaces de hacer síntesis; si la vida es novela todos deberíamos contar con la habilidad del análisis. Pero es el caso que los jóvenes ya no pueden ni siquiera concentrarse en la lectura de un libro agudo, pues están enajenados no con el espacio sideral, sino con la especialización, que es miopía disimulada.
E. Z. P.
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