Mozart, ese mono amaestrado que se convirtió en un genio
Por Víctor F Correas , 5 diciembre, 2014
Debía de ser odioso si nos guiamos por el personaje al que Tom Hulce ―esperpéntico, maravilloso― dio vida en la prodigiosa Amadeus, de Milos Forman.
Repelente, vanidoso, orgulloso, infantil… Pero sublime. Cualquier adjetivo descalificativo palidecía ante su música. Porque él era la música. Y eso ponía de los nervios a su rival, el compositor Antonio Salieri ―gloriosa la interpretación de F. Murray Abraham―, que se las ingenió y se las compuso ―valga para el caso la expresión― para quitárselo de en medio y mandarlo para el otro barrio, y que allí diera la tabarra a quien quisiera aguantarlo. Claro que una cosa es lo que cuenta la película, excepcional, repito, y otra la realidad.
Porque la realidad nos dice que cuando Mozart empezó a criar malvas, a eso de los 34 años por culpa de un infarto, Salieri andaba por los 20, luego poco pudieron zurrarse la batuta. O sea, que echando cuentas, cuando a Mozart su padre lo exhibía como un mono de feria de corte en corte, Salieri ni siquiera había nacido. Cosas del cine. Así que mejor ceñirse a la realidad. Y la realidad es esa, que su padre Lepoldo, viendo que el niño demostraba unas inmensas cualidades musicales ―al igual que su hermana mayor, Anna―, lo exhibió ante reyes y arzobispos para ganarse el jornal. Imagínense a un mocoso de seis años tocando con enorme destreza cualquier instrumento de tecla o haciendo florituras con un violín; un crío que cogía una partitura, que leía a una velocidad endiablada, y que era capaz de ejecutar increíbles improvisaciones sobre la misma. Y lo que el padre pida, pensarían en la corte europea que recibiera el ofrecimiento de asistir a una demostración de semejante prodigio. Ya ven. Munich, Viena, París…Tres años de gira junto al padre que a Mozart le vinieron de lujo: para conocer la célebre orquesta y el estilo de Mannheim o la música francesa, e incluso el estilo de Bach en Londres.
Así que, si nos atenemos a lo que se cuenta en el film de Forman, como para que no se volviera tonto. O insoportable. O las dos cosas a la vez. Y muchas más. A saber: con 13 años, nombrado maestro de concierto por el Arzobispo de Salzburgo; con 15 va el Papa Benedicto XIV y lo condecora con la distinción de Caballero de la Escuela de Oro. Y, entre tanto, componía; cuartetos para cuerda, las sinfonías K.183, 199 y 200, o las óperas La finda giardiniera e Il re pastore. Reconocimiento y prestigio. Pero también ansia de dinero. Ruptura con el Arzobispo de Salzburgo y traslado a Viena. A lo grande. Más composiciones, boda con Constanze Weber ―acabas teniendo pena de Elizabeth Berridge en la película. Convivir con el personaje no debía ser fácil―. Viena fue Don Giovanni, Così fan tutte o Las bodas de Fígaro. Más fama, más reconocimiento. Más deudas. Forman nos lo pintó como un alcohólico de cuidado cuyas deudas crecieron tanto como su fama. La vida del afamado. Es lo que tiene, que puedes enfilar la cuesta abajo sin darte cuenta. Y Mozart la enfiló con gusto. Escribiendo La flauta mágica recibió el encargo de una misa de réquiem por orden de un misterioso personaje, el conde Walsegg ―Forman lo personificó en Salieri. La trama es la trama―. Total, que un infarto puso fin a su vida tal día como hoy hace 223 años. Tenía 34.
Por cierto, el famoso Réquiem en re menor K.626, que en la película trabajan a pachas un sudoroso Mozart, ya en el lecho de muerte, y un excitado y comprometido Antonio Salieri, lo acabó F.X. Süssmayr, discípulo del primero. ¿Qué? ¿A que no lo esperaban? El cine, que tiene estas cosas.
Feliz viernes para todos.
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