Mujer, cuerpo y empleo.
Por Ema Zelikovitch , 14 noviembre, 2016
Éramos 10 mujeres en aquella sala. Habíamos recibido todas un correo de una ETT con una oferta de trabajo para ser azafatas de stand en grandes superficies, para vender un producto durante la campaña de Navidad de este año. En aquella sala todas cumplíamos con los cánones heteronormativos que nuestro patriarcado exige a las empleadas que ejercen labores de cara al público o de atención al cliente.
Las mujeres, o más bien, los cuerpos que socialmente somos leídos como tal, somos víctimas de la imposición constante de ciertas exigencias socio-culturales a la hora de querer lograr nuestras metas, y ésto, en el mundo laboral, es nuestro pan de cada día: en esta entrevista no solo nos pedían capacidades físicas y mentales para ejercer esta labor, que es la de vender un producto, sino que también nos exigían un cuerpo determinado, que forma parte, además, de nuestra fuerza de trabajo. Nuestra apariencia es nuestro CV, es nuestra carta de presentación, y ejerce de envoltorio de nuestras cualidades, facultades, habilidades y preferencias laborales.
La precariedad tiene rostro de mujer no solo porque ejercemos los trabajos sociales más invisibles, no reconocidos como empleos y, por tanto, no remunerados, sino que, además, somos sometidas a una carrera de obstáculos continua en la que además de tener que competir con otros hombres y entre nosotras para poder recibir cierto reconocimiento en el mundo empresarial, institucional o académico, debemos también atender a nuestra figura, a nuestra apariencia y a nuestro cuerpo porque, lo sabemos todas, «estar buena» o no, en demasiadas ocasiones, juega a favor o en contra de nuestro futuro laboral y de su garantía. Por tanto, nuestras capacidades son evaluadas también a través de nuestros recursos corporales, y no solamente a través de nuestras capacidades académicas o laborales.
El físico nos coloca en una pirámide en la que, cuanto más alto estemos situadas, más reconocimiento, tanto social como laboral, tenemos. La gravedad del asunto es que estamos hablando, ya no solo de un conjunto de prejuicios y exigencias de una sociedad heteropatriarcal, sino de las condiciones que nos son exigidas a las mujeres a la hora de necesitar ganarnos la vida. Sencillamente, poder vivir.
Nuestro físico, el cuerpo de las mujeres, es una llave que abre muchas más puertas del mundo laboral de las que debería abrir: el tono de la voz, el don de gentes, el atractivo sexual, las capacidades de atraer con la mirada o la forma física son elementos decisivos a la hora de ese famoso «pasar el filtro y ser seleccionada» en la gran mayoría de empleos a los que se dedican más mujeres que hombres.
Es a lo que Catherine Hakim denomina capital erótico. El cuerpo se convierte así en el centro de la interacción profesional.
Progresar económica y profesionalmente depende en muchas ocasiones de nuestro potencial físico, de lo que de él se logre como beneficio de su exposición pública y del uso que se le dé. Es decir: de su explotación.
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