Muy lejos, demasiado cerca
Por Fernando J. López , 21 enero, 2014
Nos hemos relajado. Hemos optado por bajar la guardia y confiar en que la partida ya estaba ganada.
Nos hemos instalado cómodamente en una versión comercial de Oz donde lo que antes fuera reivindicación y lucha se ha convertido en carrozas e iconos de usar y tirar. Hemos sustituido los manifiestos por singles pegadizos y hasta hemos coreado a voz en grito eso de no quiero más dramas en mi vida, en un ofuscado hedonista pop que define -y en eso Alaska siempre ha sido una visionaria- el estado emocional de nuevo siglo.
Y ahora, en este espejismo de la Ciudad Esmeralda donde compartimos adosado con las hipotecas de nuestros sueños, escuchamos un lejano rumor de voces que parece que quisieran sacarnos de nuestro ensimismamiento. Voces que vienen de países lejanos, de mundos paralelos que no pertenecen a nuestro relato, nos decimos, porque nosotros ya somos libres de entregar nuestro cuerpo -y hasta nuestro apellido- a quien más nos guste.
A veces, sin embargo, la realidad interrumpe la fantasía y, como en las páginas de la novela de L. Frank Boum, nos damos de bruces con la homofobia institucionalizada en Rusia, donde Putin ha decidido pasar olímpicamente de los derechos de lesbianas y gays. O nos alarma que en Nigeria se condene a prisión a los homosexuales y reaccionamos con una contundente -y utilísima- propuesta en Change.org. Pero, a fin de cuentas, todo eso ocurre lejos de aquí, en lugares que no somos nosotros. Que no seremos jamás nosotros.
Claro que hay quien se da cuenta de que la magia tiene truco y este supuesto mundo ideal esconde charcos bajo sus baldosas amarillas. Charcos desde los que se desliza la homofobia de la iglesia, gracias a personajes como el nuevo cardenal Sebastián. Charcos como las cifras de acoso homofóbico en nuestras aulas, que no han dejado de crecer en los últimos años. Charcos como los intentos de suicidio entre adolescentes homosexuales, en alarmante incremento en nuestro país. Charcos como las parejas de lesbianas y gays a quienes se les prohíbe adoptar y se les discrimina por los motivos más ridículos, escudándose en una ley que aún hay quien rehúsa cumplir.
¿Hemos avanzado? Por supuesto. Pero hace no mucho que dejamos de hacerlo. Nos hemos creído que ya era suficiente. Que no hay más camino que recorrer. Y nos hemos conformado con la supuesta normalidad de ese casto beso en la mejilla que se ofrecen las parejas gays del prime time, porque -quizá- es más cómodo creernos que somos un spin off de la edulcorada Modern family que una tortuosa serie de la HBO a la que todavía le faltan muchos capítulos por escribir.
Lo malo es que mientras nos pensamos el guión, pueden que ellos -envalentonados con la ola reaccionaria que asola este aciago inicio del siglo XXI- nos ganen más terreno. Y quizá, cuando queramos reaccionar, sea demasiado tarde. Tanto como para tener que avergonzarnos por no haber sabido extender -dentro y fuera de nuestras fronteras- los derechos que tantas generaciones ha costado conseguir.
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