Nativos digitales
Por Silvia Pato , 12 febrero, 2014
La expresión «nativos digitales» (digital natives) fue acuñada hace unos años por el educador Mark Prensky para hacer referencia a los nacidos a partir de la década de los ochenta, en contraposición a los «inmigrantes digitales» (digital immigrants); aquellos que han vivido en una era, en esencia, analógica y que se han adaptado al mundo digital que les rodea.
Desde entonces, muchos han sido los que han utilizado el término. Algunos prefieren considerar como nativo digital a todo aquel nacido después de 1990, y otros reniegan absolutamente de ambos conceptos. Como resultado, la etiqueta ha generado todo tipo de controversias; al fin y al cabo, haber nacido rodeado de teléfonos inteligentes y ordenadores, y estar familiarizado con ellos, no tiene nada que ver con saber utilizarlos, sino que, a menudo, se genera tal vacío, desconocimiento y frivolización de los mismos que muchos de los llamados nativos digitales terminan ignorando tanto sus múltiples ventajas como la inseguridad de su mala gestión.
No obstante, la expresión puede resultar útil si la empleamos desde un punto de vista sociológico. Negar que llevar encima el teléfono, la televisión, el ordenador y la cadena de música en un solo aparato, desde que se tiene memoria, no ha provocado cambios en el comportamiento de los individuos y en su relación con el mundo es negar la evidencia; detalle en el que suele reparar ese eslabón al que han dado en llamar «inmigrantes digitales».
Por tal motivo, no está de más recordar que la educación en el uso de las tecnologías debería abarcar tanto su vertiente práctica como social, aunque resulte difícil cuando nos encontramos que algunos de esos inmigrantes digitales son los primeros en sucumbir a problemas como la adicción al móvil. Siempre existe la posibilidad de apagar esos dispositivos, dejarlos en casa, no contestar al teléfono y no consultar el WhatsApp; pero muchos usuarios parecen no ser conscientes de que existe tal opción, permitiendo que el comportamiento de la mayoría condicione sus actos, lo desee o no. Y ante situaciones como estas da igual cómo etiqueten a uno o en qué año haya nacido el otro.
¿Quién no ha sido recriminado alguna vez, en su vida personal, por no contestar al móvil, por no aceptar una solicitud de amistad en Facebook o por no responder a un wasap?
En este sentido, hemos complicado las cosas. No hace tanto tiempo, era frecuente encontrar a la adolescente que esperaba en casa, pegada a su teléfono fijo, anhelando que el muchacho por el que suspiraba la llamara. Sin embargo, aquella joven acababa saliendo, arrastrada por sus amigas, y obligada por las circunstancias a desconectar de una angustiosa espera; ahora, la angustia perdura mientras le acompañe su teléfono y no tenga la voluntad de apagarlo. Este ejemplo, que puede parecernos tierno, podría extrapolarse a numerosas situaciones de la vida diaria, desde tensiones familiares hasta ansiedad laboral, convirtiendo muchas veces a las personas en manojos de nervios cada vez que suena su teléfono allá donde estén.
La desconexión era más fácil porque la habilitaba la propia vida. Ahora mismo, somos nosotros los que tenemos que facilitar a nuestro cerebro la necesidad que tiene de desconectar; y, reconozcámoslo, en determinados momentos de nuestras existencias, cualquiera puede ser imbuido por una espiral de estrés y actividad frenética que dificulte todavía más el detenerse siquiera a reflexionar, ya no digamos el pararse unos instantes, simplemente, para observar el vuelo de una mariposa.
Por esa razón, no está de más reflexionar sobre la situación actual; así como repetirles a esos nativos digitales que las máquinas son las que dependen de nosotros, y no nosotros los que dependemos de ellas. Tal vez así, nosotros tampoco lo olvidemos.
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