Neuchswanstein, el castillo de Luis II de Baviera
Por José Luis Muñoz , 9 noviembre, 2015
Para visitar el castillo del llamado Rey Loco, el GPS me saca pronto de la autopista alemana que me ha alejado de Núremberg en una mañana soleada que no me impide dejar a mi espalda densos bancos de niebla pegados a los campos. La niebla humea a ras de suelo, la veo despegarse de los campos roturados y prados de cuya humedad nace. Neuchswanstein. La niebla se levanta. Repito el nombre de Neuchswanstein en mi cabeza para resucitar a los fantasmas.
No son tan buenas como pensaba las autopistas alemanas. Quizá el número de coches haya crecido desde mi viaje a la Selva Negra de hace un par de años. Demasiado concurridas al lado de las de Croacia y Eslovenia. No se conduce tan rápido porque literalmente no se puede por un tráfico excesivo. Cuando salgo de la autopista, respiro.
Por carreteras secundarias, y escénicas, de una belleza increíble, por algo los alemanes la llaman la ruta romántica, el asfalto zigzaguea entre prados verdes en donde pacen rebaños de vacas y pueblos de cuento de hadas. Ese es el paisaje amable, y nada agresivo, que me lleva muy cerca de Neuchswanstein, el castillo residencia de Luis II de Baviera.
Por carreteras secundarias y escénicas, de una belleza increíble, por algo los alemanes la llaman la ruta romántica, el asfalto helado zigzaguea entre prados cubiertos de nieve y pueblos de cuentos de hadas de chimeneas humeantes. Ese es el paisaje bello y frío, nada agresivo, que me lleva muy cerca de Neuchswanstein, el castillo residencia de Luis de II de Baviera. Llevo conduciendo desde Múnich por carreteras nevadas. Quien va a mi lado apoya amorosamente, medio adormilada, su cabeza en mi hombro. Le digo que abra los ojos en cuanto aparece, entre árboles cargados de nieve, la impresionante mole del castillo del Rey Loco.
Todo este paisaje, y su entorno de construcciones rurales, no es nuevo para mí. Hace quizá veinte años, el tiempo vuela y ya no puedo precisar la fecha con exactitud, pero entonces tenía el pelo negro y ninguna cana lo blanqueaba en mi séptima vida, recorrí ese mismo paisaje en invierno. Todo estaba nevado y el frío era extremo a pesar de que, como hoy, lucía un sol espectacular. No iba solo. Así es que conduzco ahora en un dejá vù, dentro del bucle de mi vida que me lleva otra vez al mismo escenario, más viejo, más desencantado.
La carretera hace un giro de noventa grados y dejo a mis espaldas una solitaria iglesia de campanario esbelto y bulboso que destaca sobre el prado verde en el que está edificada. Sigo avanzando por una vía que me lleva a un pueblo y a un parking muy concurrido y eso que estamos fuera de temporada. La imagen de ese castillo de hadas, un poco pueril, de país de opereta, aparece dominando el paisaje como en un decorado de Richard Wagner. Con la apertura de Tannhäuser resonando en mi cabeza tomo el autobús que me lleva hasta Neuchswanstein para visitar, de nuevo, ese megalómano edificio que un rey solitario y sensible edificó para huir del mundo a los 18 años de edad. Cierro los ojos y los abro para vaciar el autobús que me acerca al castillo. Así es que bajo solo y recorro en solitario un camino nevado entre árboles silenciosos que dejan pasar la fría luz del sol invernal.
La apariencia exterior, con su multitud de torres acabadas en tejados picudos y las proporciones ciclópeas de sus muros, recuerda vagamente al Alcázar de Segovia. Sólo escucho el rumor de mis pisadas en la nieve y el gorgoteo lejano de un riachuelo en el barranco. Voy dejando el rastro de mis botas a mi espalda. La mano pequeña que aprieto se desvanece.
El castillo empezó a alzarse en el año 1868. Sus cimientos, anclados en la roca, tienen ocho metros de profundidad y costó mucho excavarlos. Se terminó en 1892, cuando el monarca bávaro ya había fallecido. Tomamos el sendero que va hacia el puente de Marienbrücke. Nos asomamos al abismo del desfiladero de Pöllat. El aire gélido que corre entre las montañas corta la cara. Ella tiene frío y busca el abrigo de mis brazos. Fuerte, fuerte, por favor, me pide el abrazo.
Como en la Alhambra de Granada, hay que comprar una entrada con un turno horario. El mío es el último del día, a las 3 de la tarde. El castillo lo visita un millón seiscientas mil personas anuales y en verano son 6000 los que al día curiosean en ese megalómano edificio construido para un único inquilino. Cincuenta millones de personas han turbado la soledad del fantasma de Luis II de Baviera que se desliza entre las paredes del castillo cuando sale el último visitante. Mientras espero que llegue mi hora, y ya que en el interior no permiten hacer fotos, apuro el tiempo tomando fotografías del puente de hierro cerrado de Marienbrücke que cruza un abismo, el desfiladero de Pöllat, y de las torres, muros y entrada del castillo, tallada en piedra y con flancos de ladrillo, que data de finales del XIX.
No hay nadie. Solos nosotros dos. La nevada de marzo ha sido copiosa y ha hecho desistir a futuros visitantes. El calor del castillo derrite la nieve de las botas, de los guantes, de los gorros peludos que cubren nuestras cabezas.
Visitar el castillo en grupo tiene algo de sacrílego. Casi se recorre mejor de la mano de Luchino Visconti que le dedicó un larguísimo díptico al personaje y lo rodó allí. Con esa película, que incomprensiblemente no se vende en la tienda, el príncipe rojo, el pintor de la decadencia aristocrática, sea italiana o alemana (La caída de los dioses), le hizo un regalo de amor póstumo a Helmut Berger, que, tras la muerte de su mentor cinematográfico, desapareció de escena, y le permitió a Romy Schneider desquitarse de su edulcorado papel de Sisí interpretando a una Sisí en las antípodas.
En la sala que imita una cueva con todos sus detalles, iluminada por unas luces verdes que irradian de sus piedras, un escenario de parque de atracciones, nos besamos ante una escultura grotesca. Estamos solos y prolongamos ese beso hasta que oímos el carraspeo de un vigilante.
El castillo, mientras paseo por sus salas, tiene algo de impostado. Luis II exigió que lo edificaran imitando el estilo románico y su interior está decorado con exquisitas pinturas murales protagonizadas por los héroes de las gestas germánicas. Sólo hay una concesión a la sensualidad femenina en la sala de música. Luis II de Baviera se paseaba, en solitario, por ese templo de belleza kitsch y charlaba con su amigo Richard Wagner, al que sencillamente adoraba como a un dios, así es que muchas de las pinturas épicas que pueblan los muros del castillo, ejecutadas con un clasicismo similar al de los pintores prerrafaelistas británicos, hacen referencia al mundo de sus óperas. Sigurd puebla los muros del vestíbulo inferior; Tannhäuser es la inspiración que reina en el despacho real; Gudrun ocupa el Vestíbulo Superior; Parsifal inspira la regia sala de los cantores; en el salón está Lohengrin, su hijo; los amorosos Tristán e Isolda ilustran el dormitorio en donde un mirador de estilo neogótico con tres ventanales de cristal esmerilado y un cómodo sofá semicircular permitía al monarca contemplar el majestuoso escenario de montañas cuando se levantaba de la no muy ancha cama, que nunca compartió con nadie, con baldaquino de madera en estilo gótico; y están los Nibelungos, el Santo Grial, toda la iconografía germana romántica que el bárbaro Hitler hizo suya y convirtió en la pauta estética de su sangriento Tercer Reich. Así es que las salas recónditas, pequeñas y oscuras, como su dormitorio, en el que entra una luz muy velada, y el enorme salón del trono, inutilizado porque Luis II de Baviera era un personaje solitario e introvertido, están ilustradas de pared a techo con pinturas épicas que hablan del valor de los caballeros medievales y la idealización de las gestas guerreras.
Desde uno de los ventanales veo el puente Marienbrücke que se balancea. Y a una pareja en él que se asoma al abismo. Él moreno, el pelo largo, muy negro, delgado; ella espigada, rubia, elegante, decididamente hermosa.
Pese a su apariencia medieval, el castillo, para su época, era muy cómodo. Una calefacción central de aire llegaba a todas las estancias; había luz y agua corriente caliente y fría; un sistema de timbres eléctricos ponía en contacto al señor del castillo con su servidumbre; y en la tercera planta había teléfono.
No se sabe bien qué sucedió con Luis II de Baviera, si se suicidó o lo suicidaron. Ni si estaba loco. ¿Loco por ser un esteta y no querer embarcar a Baviera en ninguna empresa militar? ¿Loco por desasistir la política de su reino? Poco después de ser arrestado y desposeído de su cargo, tras haber reinado entre los años 1864 a 1886, Luis II de Baviera apareció ahogado, no en el lago enorme que se vislumbra desde lo alto del castillo, sino en el de Starnberg, en los alrededores de Múnich. Y a las siete semanas de su muerte el castillo se abrió al público. El reino de un solitario violado por multitudes. ¡Cómo nos debe odiar el fantasma del rey bávaro!
El paisaje forma parte del castillo. Y lo hace de una forma dramática, porque la fortaleza lúdica se eleva sobre riscos vertiginosos que nada tienen que ver con los pacíficos prados cubiertos de nieve que he ido recorriendo hasta llegar allí. Los picachos, las paredes verticales, los bosques en precario equilibrio sobre los barrancos, eran las vistas que el introvertido Luis II de Baviera, cuyos retratos con uniforme militar cuelgan en diversas estancias, veía a través de los estrechos ventanales emplomados. La pareja del puente Marienbrücke sigue allí, petrificada en mi retina.
La noche me sorprende saliendo. Decido bajar caminando por una serie de senderos entre hayas y pinos que me van descubriendo, cuando se abren, panorámicas del valle y sus lagos. Hay que tener cuidado de no patinar en la nieve que comienza a helarse a esa hora de la tarde. Le digo a ella que me dé la mano. La recibo enguantada. Se apoya en mí mientras descendemos por ese paisaje de leyenda y el vaho sale de nuestras bocas.
Busco un hotel que sea restaurante. La habitación es una buhardilla confortable y la cena, en la planta baja, en un comedor acristalado, me la sirve una oronda camarera ataviada con el escasamente atractivo traje bávaro: blusas blancas y faldas largas y holgadas. Me resisto a las salchichas, así es que pido el gulasch. Me tomo una pinta de cerveza. Brindamos con vino Reisling. Cierro con un strudel con bola de helado de vainilla. Cerramos con una tarta strudel la cena.
Callejeamos por el pueblo desierto y algo apagado antes de irnos a la cama. Confiamos, en vano, que iluminen el castillo. Lo hacen, sí, pero de una forma tan tenue que frustra cualquier foto. Vuelvo sobre mis pasos de ahora, y sobre mis pasos de hace veinte años, cuando no me sospechaba con este aspecto de tipo más que maduro y encallecido, ni que iba a visitar de nuevo Neuchswanstein en solitario.
Cuando entro en la cama unos brazos se anudan a mi cintura y siento el roce de su piel. Miro su rostro. Siempre tuvo rasgos infantiles. Nos amamos bajo las sábanas. Hace frío. Tarda tiempo en entrar en calor. Fantasmas en Neuchswanstein.
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