Ni Cataluña ni España: mi barrio.
Por Carlos Almira , 26 septiembre, 2015
Mañana se celebran elecciones en Cataluña. Una parte de la sociedad de este país se siente y se define como catalana, hasta el extremo de vivir como algo incompatible con sus señas de identidad, la pertenencia a lo que, para ellos, es un Estado extranjero. Por otra parte, tanto la Unión Europea (algunos de sus dirigentes), como los gobernantes de otros países, rechazan abiertamente el derecho de autodeterminación como un uso de la fuerza (secesión unilateral), difícilmente compatible con el Derecho Internacional.
Es curioso. El orden en que vivimos, en plena mundialización del capitalismo, nos exige dos procesos de construcción de nuestra identidad, incongruentes entre sí: por una parte, espera que cada uno de nosotros se sienta y se defina, ante todo, como un individuo particular; esto es, que viva volcado con lo que es su vida privada: a saber, como productor, como consumidor, como votante ocasional. Por otra parte, y al mismo tiempo, este orden de cosas (la “realidad económica y política”), exige que cada uno de nosotros esté sujeto a un orden estatal, al menos en tanto no se consoliden otras estructuras políticas que sustituyan al Estado Moderno (véase, la UE, los sujetos de los Tratados Norteamericanos, etcétera). Es decir, que se sienta (aunque sea de un modo tibio, puramente formal), español, francés, alemán, etcétera.
Esto es así porque el orden en cuestión necesita de sujetos aislados (propietarios, ciudadanos, trabajadores, compradores a crédito, votantes individuales) para funcionar normalmente. Pero, al mismo tiempo, y contra su propio discurso ideológico, necesita del orden legal y del monopolio del Derecho y de la violencia que representa el Estado. El individuo aislado y el Estado nacional (privatizado) son las dos caras de esta moneda cuasi imposible, como una suerte de cuadratura del círculo, generadora de paradojas y conflictos históricos.
Históricamente, a lo largo de su expansión territorial, el orden económico basado en el poder monopolístico del capital tuvo que enfrentarse a las comunidades campesinas y urbanas, y a todos los lazos de solidaridad familiar y local, que obstaculizaban, cuando no se oponían, al aislamiento del individuo en sus relaciones contractuales privadas. El capitalismo tuvo que arrancar de su aldea al campesino, de su familia extensa y sus redes vecinales al habitante del campo y la ciudad, de su gremio al artesano, para transformarlos en individuos privados, indefensos, aislados, en estas relaciones contractuales. En este sentido, fue una fuerza desintegradora de la comunidad política pre-existente.
Pero, al mismo tiempo, el capitalismo necesitaba de los reyes, de los parlamentos, de los Estados con todos sus funcionarios, sus ejércitos, sus leyes, sus fronteras y aduanas, sus obras de ingeniería, etcétera. Necesitaba del Estado para dominar sobre él, pero nunca sin él. De ahí que, los individuos particulares debían ser, al mismo tiempo, primero súbditos y luego de las llamadas Revoluciones Burguesas, ciudadanos (o, mejor dicho, las dos cosas a la vez).
El destino ideológico, y aun lógico, del ser humano en este orden de cosas sería convertirse en un lobo entre lobos y, a la vez, en un cordero; en una especie de dios o demonio autosuficiente; un ser racional, pero pre-político; en suma, en una animal ajeno a la polis, pero no al rebaño. Pues, por la segunda exigencia, este animal orientado al anarquismo individualista de Steiner, debería ser a la vez, un súbdito-ciudadano modelo, dócil al Estado, a sus normas, a sus leyes y sus funcionarios. Tal es la contradicción que se espera aún de nosotros.
De hecho, en el proyecto de construcción europeo, plasmado en documentos como el de Romano Prodi que examiné en otro artículo en este mismo diario, uno de los objetivos esenciales de la UE es debilitar la soberanía de los Estados para ir construyendo, en su lugar, una estructura política alternativa, la propia Unión Europea, donde resituar a este rebaño de lobos-corderos, en que se espera convertir a los antiguos animales políticos humanos. Por eso, de momento, la UE rechaza de plano aventuras como la catalana, aunque no sin una cierta ambigüedad.
¿Qué deberíamos perseguir, entretanto, nosotros, los lobos-corderos de este cuento? Se me ocurre que una alternativa a esta doble exigencia incongruente de construcción de nuestra identidad y, por lo tanto, de nuestra vida cotidiana, podría empezar por nuestra identificación afectiva profunda, progresiva, con nuestro entorno más próximo: el barrio y la ciudad (o el pueblo, en su caso) donde vivimos, podrían y deberían ser los cimientos de una nueva refundación de la polis humana. Ni catalanes, ni españoles, ni europeos, sino ciudadanos rebeldes, del Zaidín, de Vallecas, de la Barceloneta… Si queremos volver a ser los animales políticos de los que hablaba Aristóteles, y dejar de ser los Simpson, a un tiempo insolidarios con sus vecinos y dóciles a las autoridades, que quieren que seamos.
Mañana hay elecciones en Cataluña. ¿Y qué?
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