¡Ni harto de Stolichnaya!
Por Víctor F Correas , 5 marzo, 2015
―¡Ni harto de Stolichnaya!
El médico al que se requirió ayuda lo dejó bien claro. Lo mismo le daba que el cuerpo llevara cerca de cuatro días tirado en el suelo, tendido sobre la alfombra.
No pensaba ni acercarse a él. Además, ¿quién era él sino un médico más? Uno de los tantos que tampoco quería meterse en problemas. Y atender a aquel paciente suponía comérselos sin querer. Así era el tipo que yacía en la alfombra. ¿Cuántos colegas suyos del Kremlin estaban entre rejas por culpa de su paranoia? La conspiración sionista, la que decía que quería acabar con su vida. Uno tras otro.
―¡Habéis matado a mi padre, hijos de puta!
El insulto lo lanzó Vasily, el hijo de la persona al que el médico se negaba a atender. Le culpaba a él, así como a los anteriores que no movieron ni un dedo en salvarle la vida. Lograron calmarlo. El médico bastante tenía con estar allí. El anterior casi se cagó vivo. Con manos temblorosas sólo fue capaz de rasgarle la camisa con unas tijeras. Un rápido vistazo fue suficiente para dictaminar que el tipo sufrió una hemorragia interna. Una dosis de alcanfor, lixiviaciones, oxígeno… Todo era poco para reanimarlo. Y la penetrante e inquisitiva mirada del camarada Beria, que no hacía más que preguntarle si garantizaba que el tipo seguiría con vida. Lógico que casi se lo hiciera encima. Por eso estaba él ahí. Y a su lado, ese Beria. Un auténtico hijo de puta, tanto o más que el tipo que yacía en el suelo.
¿Qué había pasado para que el tipo hubiera llegado a esa situación? Una cena unos días atrás, el 28 de febrero, después de la proyección de una película que reunió en aquella dacha de Kuntzevo, en los alrededores de Moscú, y que se alargó hasta las cuatro de la madrugada. Cosa habitual entre la camarilla que se juntaba allí. Desde entonces, el tipo no dio señal alguna de vida hasta que a media tarde de ese día, Lozgachev, que era el comandante delegado de la dacha, entró en su habitación con el pretexto de entregarle el correo. Explicó que lo vio en el suelo agonizante y se quedó con él hasta que llegara ayuda. Pero la que llegó no era la que esperaba Beria y Malenlov, dos de los asistentes a la cena, hicieron acto de presencia en la dacha. El primero le ordenó que dejara al tipo en paz pues seguramente estaba durmiendo. Necesitaba descansar. Era demasiado el peso que recaía sobre sus hombros.
Por eso lo llamaron. Otro médico más. Y no había solución. Hasta que, de repente, el tipo abrió los ojos. Todos se estremecieron. ¡Estaba vivo! Más de uno contuvo la respiración. Su mirada mataba. Una mezcla de cólera e ira; o tal vez de miedo ante lo que se le avecinaba. Quién sabe. Nadie osó decir nada. Después levantó su mano izquierda e hizo un gesto con ella. Puede que quisiera señalar a alguien o a todos a la vez. ¿Qué quería decir con ese gesto? Fue el último antes de expirar.
―¿Ha muerto?
Beria miró al médico, que se agachó para tomar el pulso del tipo. Suspiró y asintió con la cabeza. No fue el único suspiro que se escuchó en la habitación.
―Sí ―respondió lacónico.
Le salió eso. Su misión allí había terminado. Cogió el coche y se marchó de la dacha. Quería llegar a Moscú y descansar. Demasiada tensión. Tanta, que cuando se sentó en el sofá, ya en casa, con la radio encendida, ni se percató de que el locutor de Radio Moscú estaba informado de la muerte del camarada Joseph Stalin debido a síntomas de una creciente insuficiencia cardiovascular y respiratoria. El paciente al que no se atrevió a atender esa misma tarde.
Hoy hace 62 años falleció Iosif Vissariónovich Stalin. Otra joya más de la raza humana.
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