Nuestras creencias
Por Carlos Almira , 3 mayo, 2020
Cuando una información confirma nuestras creencias y nuestros valores, nuestra ideología, la damos por buena de inmediato, sin comprobarla. Más aún: si alguien se atreve a ponerla en duda, lo tachamos de parcial e interesado. Por el contrario, cuando arroja una sombra de duda, por pequeña que sea, sobre aquello en lo que creemos, encontramos siempre razones para ponerla en cuarentena como sospechosa, como dudosa, o simplemente la damos por falsa. Lo que buscamos no es, claro, comprobar una opinión o un hecho, confirmar o desechar una “verdad”, sino simplemente satisfacer una creencia y defenderla contra viento y marea, incluso contra la propia realidad de los hechos.
Nadie tiene la Verdad, se dice. Y es cierto. ¿Quién soy yo para poner en duda las creencias de los otros? Uno no escoge, no al menos en principio, los cimientos morales y los valores en los que vive. Como no escoge su infancia. Por supuesto, puede ponerlos en duda andando el tiempo, a lo largo de su vida. Pero esto no será casi nunca, o no será al menos sólo, el resultado de una crítica racional, de un ejercicio de la argumentación, sino de una crisis existencial. El viejo sueño de Sócrates de alcanzar una verdad e ir ampliándola, una verdad sobre uno mismo y sobre los otros, o incluso sobre el mundo, a partir del diálogo, del intercambio de razones y argumentos con quienes no piensan como uno e incluso y sobre todo con uno mismo, en el juego limpio de la dialéctica, parece a estas alturas de la Historia (por lo menos de la Historia de España), sólo eso: un sueño de filósofos, una idea infantil, por no decir una burda ingenuidad.
Para más inri, y corolario de lo anterior, puesto que nadie tiene la Verdad, se dice (pero no se reconoce) esto: todas las opiniones, aunque no sean confirmadas o incluso aunque sean en un momento dado, desmentidas por los hechos, son verdaderas siempre y cuando cumplan esta condición: confirmen nuestras creencias y desacrediten las contrarias. Dicho de otra forma: hay creencias buenas y malas. Por lo tanto, hay creencias verdaderas (las nuestras) y falsas (todas las demás, en lo que que no concuerdan con ellas).
Al juzgar algo como bueno o malo a priori, de raíz, lo ponemos más allá de la verdad, de toda discusión racional y de toda comprobación fáctica, de todo interés por el conocimiento. Lo bueno es intocable. ¿Cómo puede ser bueno algo que no es verdad? Intelectual y moralmente ponemos así el carro delante de los bueyes. Y la verdad, algo que no incurre en contradicción consigo mismo, o que una vez enunciado se ajusta a lo que enuncia, como la realidad misma, es algo que viene siempre después de la creencia, para confirmarla, si coincide con ella, o para merecer y despertar nuestro rechazo indignado, por evidente que se nos aparezca, si la contradice.
Si por ejemplo, yo digo que fue bueno y necesario que Franco ganara la Guerra Civil, esta afirmación no será necesariamente el resultado de una reflexión y un análisis histórico y ético de los hechos, sino una creencia. Sin embargo, y precisamente por eso, será una afirmación irrebatible (o mejor dicho, sobre la que no cabe debatir), porque yo siempre encontraré las razones y los hechos que la corroboren y la justifiquen, y hasta podré documentarlos históricamente. Lo mismo cabe decir de otras tantas creencias de signo ideológico contrario: por ejemplo, que la Revolución Rusa fue buena y necesaria. En este caso, ¿no encontraré yo todas las pruebas que quiera de la miseria y la explotación en que vivían los campesinos y los obreros en la Rusia de los zares? Como en la primera afirmación, ¿no encontraré yo, si las busco, las pruebas de que había individuos y grupos de izquierda, comunistas, socialistas, anarquistas, que durante la Segunda República quemaban conventos y asesinaban a religiosos católicos en España?
Lo interesante aquí, no es que los hechos sean ciertos, que lo son, (aunque constituyan una parte, pero no toda la verdad, si aceptamos que la realidad es compleja), sino que nuestra creencia, contra lo que nos parece si no lo pensamos, es siempre anterior a ellos. El problema, si se quiere, es que mi creencia no es el resultado de un proceso de aclaración y discriminación argumental y racional, sino, en buena medida al menos, de un proceso de socialización primaria del que apenas tengo una noticia nebulosa, al menos en su parte afectiva. Las razones y los hechos que avalan nuestras creencias son, por definición, posteriores a ellas, y su función, por más verdaderos que sean, no es fundamentarlas sino sólo confirmarlas y desacreditar las contrarias. En otras palabras, mis creencias no me pertenecen, soy yo quien pertenece a ellas, yo en cuerpo y alma. ¿Pero quién está dispuesto a reconocer esto?
Por si fuera poco, vivimos en la ilusión de que aquello que apreciamos y aquello en lo que creemos es precisamente lo justo. Si no, ¿cómo sería posible que lo creyésemos? ¿Qué clase de personas seríamos nosotros si creyésemos en algo falso e injusto? Y esta ilusión es reforzada a cada momento por los hechos y las razones. Pues en el fondo se trata de la firme convicción, nunca demostrada pero nunca contradicha, porque no puede serlo, de que aquello en lo que creemos es bueno y justo precisamente porque participa de la Verdad, aunque no la agote. Y aunque la confirmación es siempre posterior a la creencia (y por lo tanto es siempre posible), como lo es por los mismos motivos, la negación de las creencias contrarias, nosotros estamos firmemente convencidos de que al contrario, la verdad (y no, por ejemplo, el afecto de nuestros padres y mayores durante nuestra nebulosa infancia) es el fundamento imperecedero de nuestros valores y juicios.
Así, yo primero he sabido (¿por la vida?) que muchos grupos y militantes de izquierdas asesinaban a religiosos católicos en España durante la Segunda República (algo que es objetivamente cierto), y es por eso que siempre he creído y siempre creeré que lo que hizo Franco y el grupo de militares que lo secundó en la Guerra Civil, fue algo bueno y necesario. O yo siempre he sabido (¿por la vida?) que los campesinos y los obreros en la Rusia de los zares vivían, en su inmensa mayoría, en la miseria y eran explotados hasta la muerte (algo que también es objetivamente cierto y comprobable), y por eso siempre he creído y siempre creeré que la Revolución de Lenin y los Bolcheviques fue algo bueno, justo y necesario. Pues a la creencia no le interesa la complejidad de los hechos de la vida cotidiana ni de la Historia, sino simplemente que haya hechos que la justifiquen y la corroboren. Prueba de ello es que, siendo una parte de la verdad (pero no toda la Verdad) todos estos hechos mencionados más arriba, yo no puedo creer en todos ellos a la vez. Un partidario de Franco siempre encontrará otros hechos y razones para desacreditar la Revolución de los Bolcheviques (por ejemplo, la miseria de los campesinos y los obreros en la Rusia comunista, algo también objetivamente cierto y comprobable). Como un comunista convencido siempre encontrará hechos y razones para deslegitimar el franquismo (por ejemplo, el hambre y la represión bajo la Dictadura de Franco, algo que es también objetivamente cierto y comprobable).
El problema, visto así, no son nuestras razones ni los hechos que las avalan incondicionalmente en cada caso, sino el hecho de que nuestras creencias en realidad no nos pertenecen porque nunca las hemos pensado, como quería Sócrates. Por otra parte, la Verdad absoluta (si es que existe) está mucho más allá de nuestro alcance humano. ¿Qué sentido tiene entonces fundamentar nuestras relaciones sociales en el afán por ir ampliando, siquiera sea poco a poco, una verdad sobre nosotros y el mundo que nunca alcanzaremos en su plenitud, puesto que no somos dioses? La única opción que nos queda entonces, en este mundo de la pos verdad (post-socrático), son nuestras creencias. Pero acabamos de decir que, al menos en su parte más profunda, afectiva, primaria, nuestras creencias no nos pertenecen racionalmente, sino que más bien somos nosotros prisioneros de ellas. ¿Cómo podremos fundamentar nosotros entonces en ellas nuestras relaciones con los demás, con quienes no las comparten?
Como no puede hacerse todo, no puede hacerse nada, se dirá. Como nadie alcanzará nunca toda la Verdad, es inútil y hasta pernicioso buscarla para constituir, por ejemplo, en base a esa búsqueda limpia y constante, nuestras relaciones sociales y con el mundo, es incluso algo peligroso, pues alguien podría llegar a la conclusión (la creencia), de que está en posesión de esa Verdad. Nos queda entonces la creencia. Ahora bien, hemos dicho que la creencia puede fundarse a posteriori en determinados hechos (aunque nunca en la complejidad de los hechos). ¿Qué mejor confirmación entonces, que los resultados objetivos de algo? Si Franco ganó la Guerra Civil, es porque estaba en lo justo. En la verdad. Si Lenin y los suyos conquistaron el poder en toda Rusia, es también porque estaban en lo justo. En la Verdad. Pero o una cosa u otra (¿o ninguna?). ¿Cuál de las dos?
El resultado de algo puede expresarse en términos de fuerza. Los fuertes y los débiles. Si la realidad avala mis creencias es porque éstas no sólo son verdaderas (a priori) sino también porque están del lado fuerte, verdadero y luminoso de la realidad cotidiana e histórica. Pero entonces, ¿no debería tener ninguna creencia?
Sin embargo, la realidad (más que las redes sociales) confirma a veces lo contrario de un aspecto señalado aquí, siquiera sutilmente. Yo he tenido y tengo amigos y parientes excelentes, a los que quiero, con cuyas creencias no coincido en absoluto. ¿Cómo es esto posible? Sin necesidad de recurrir al relativismo, ni a la tolerancia (muchas veces, un puro eufemismo de la hipocresía), quizás lo que hace posible, incluso en España, este acomodo es el humor, y muchas veces el silencio. Uno se calla. Uno estaría incluso dispuesto a dudar de sus propias creencias por amor y afecto hacia los otros, que son los suyos. El amor podría ser una forma, el detonante liberador, de anteponer los otros, que son por él, los nuestros, a nuestras creencias.
El problema viene cuando la realidad pone a unos y a otros contra las cuerdas. Cuando la crisis económica, social, política, ética, que nos espera ya ahí fuera, haya alcanzado su punto álgido y explosivo, un punto acaso de no retorno. Y cuando, en esas circunstancias extremas, de vida o muerte, sólo nos queden nuestras creencias para entendernos unos con otros.
La Verdad sin amor es mentira.
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