Nuestro dilema ético ante los refugiados
Por Carlos Almira , 18 septiembre, 2015
La llegada masiva de refugiados de Siria y otros países de Oriente Medio a las fronteras de la Unión Europea no es problema político, ni económico, ni siquiera demográfico para las autoridades europeas, sino en primer lugar, un problema ético. De hecho, se ajusta casi a la perfección a un dilema ético antiguo: el problema de la barca y los supervivientes. Hay un malentendido circulando en los medios que está arraigando con fuerza en una parte de la opinión pública, precisamente a raíz de la reacción emotiva general ante la fotografía del pequeño sirio ahogado en Turquía, que está identificando Ética y Moral con emoción e irracional, (por oposición a Política y Gobierno, como las esferas de la responsabilidad y la Razón).
Deliberadamente o no, se trata de que acabemos creyendo que el problema de los refugiados es un asunto que deben resolver exclusivamente nuestros gobernantes, desde el pragmatismo, las opciones técnicas viables, y el sentido común, y que nosotros debemos no entorpecer su labor sino dejarlos hacer, sin anteponer nuestra reacción “moral” a la fría e imprescindible esfera de la acción gubernamental. Esto es falso. Dicho sea de paso, y corrigiendo el principio de este artículo, hay que decir que la llegada masiva de refugiados a la Unión Europea plantea un dilema ético clásico, no a nuestras autoridades sino a todos y cada uno de nosotros. Se trata, por lo tanto, de una situación en la que, a diferencia de otras que no ponen en juego valores morales, no cabe abstenerse, pues no hacer es tomar partido por lo que deciden otros o la propia situación.
La dimensión irracional, emotiva, de nuestra respuesta y nuestra opción ética no agota la esfera de ésta última sino que sólo la inicia y la desencadena. Si nosotros no hubiéramos tenido ninguna información sobre la llegada de refugiados, no se nos hubiera planteado ningún dilema, no porque careciéramos de esta información sino porque no se hubieran puesto en marcha nuestras emociones. Un ordenador sin sentimientos, que recibiera puntualmente en la frontera de Hungría o de Croacia todos los datos de lo que está pasando, tampoco tendría ningún problema ético, porque no se sentiría parte de la situación. Ese es el “problema” de los seres humanos: que nos sentimos parte de aquello que nos afecta. Sólo ante lo que ocurre y sentimos que nos ocurre, se nos plantea el problema ético de qué hacer, o qué deben hacer, cuando la situación nos desborda, quienes tienen los medios y la obligación de hacer.
Dicen que Madame Merckel se vio tan afectada ante la fotografía del niño ahogado, que decidió cambiar de un plumazo la lógica de acogida “cero” del Tratado de Schengen, y abrir sin restricciones las fronteras de Alemania a todo aquel que acudiera en busca de asilo. Si actuó así, y no tengo por qué dudarlo (aunque Alemania no tiene fronteras con el exterior de la Unión Europea, y la señora Merckel lo sabe), y cambió al considerar que estaba ante una obligación ética que superaba, con creces, el aspecto político y meramente práctico del problema, se equivocó: no por abrir las fronteras, ni por pensar que la Ética debe estar por encima de la Política (o por debajo, en la profundidad de lo humano), sino por confundir emoción con actitud Ética.
Los sicópatas carecen de problemas morales. Para ellos simplemente, los otros no existen. Son incapaces de ponerse en el lugar de nadie que no sean ellos mismos. Y, sobre todo, no pueden (por eso son sicópatas) sentirse parte de la situación de los otros. Al igual que nuestro hipotético ordenador sin sentimientos, pero con consecuencias más funestas porque son seres humanos, viven desconectados de sus emociones. El resto, en cambio, percibimos y sentimos el mundo, primero, y reaccionamos en función de las emociones que este sentir nos despierta; pero inmediatamente, y aquí está lo importante, pensamos, deliberamos sobre qué debemos hacer. Por decirlo en Román Paladino, no actuamos sólo con el corazón sino también con la cabeza. He aquí la inteligencia emotiva. Nuestro corazón es la chispa y nuestra cabeza la maquinaria entera, formada por muchas y delicadas piezas, afinadas por largos siglos de evolución e historia humana (inteligencia, lenguaje, valores…). Desde el momento en que nuestras emociones nos hacen sentirnos parte de una situación, ésta pasa a ser algo nuestro sin que quepan ya medias tintas: es nuestro problema ético, indelegable e intransferible.
A partir de aquí se ponen en marcha muchos y sutiles mecanismos. Todas nuestras ruedas humanas empiezan a girar en torno a uno o unos pocos, puntos de referencia: nuestros valores éticos. Según sean unos u otros, juzgaremos como buena o mala, como correcta o inadecuada, como deseable o indeseable, esta y aquella actuación relativa a nuestro problema.
Así, si nuestro valor fundamental es el bienestar material, podremos pensar que la llegada a Europa de millones de sirios, iraquíes, afganos, yemeníes, desde Turquía; y de africanos por el Mediterráneo, es algo negativo, nefasto, si suponemos que pone en peligro precisamente lo que más nos importa: nuestro bienestar. Aunque estuviéramos equivocados en esta apreciación, como yo creo, ello no cambiaría el problema ético de fondo: si nuestro punto de referencia ético es el bienestar material y si pensamos que la salvaguarda de este bienestar es incompatible con la llegada de los refugiados (aun cuando esto último sea falso, nosotros lo creemos verdadero); ésta llegada nos parecerá mala per se; y en consecuencia, creeremos firmemente que deben cerrárseles las fronteras y disuadirlos, incluso por la violencia, de su deseo de buscar refugio en Europa.
Quiero evocar aquí el viejo dilema de la barca y los náufragos: tras un naufragio, logran salvarse setenta personas, en un único bote salvavidas. De pronto, aparece un nuevo náufrago que no ha tenido tanta suerte, y trata de aferrarse al bote desde el agua. Pero como éste sólo tiene setenta plazas, empieza a zozobrar. Si sus ocupantes sacan al náufrago del agua, la barca corre el riesgo de hundirse, en cuyo caso todos se ahogarían. Pero si lo abandonan y se alejan de él, éste se ahogará con toda seguridad. ¿Qué deberían hacer? ¿Cuál es el comportamiento ético correcto?
Europa no es una barca. Los europeos no son dueños de sus países (muchos se parecen más al náufrago sin suerte que se ahoga). Los refugiados no amenazan con hacer zozobrar Europa, sino que podrían incluso revitalizarla demográficamente, económicamente, humanamente. Su llegada masiva y constante podría, además, sacar a la luz las injustas instituciones y mecanismos que nos gobiernan, y precipitar así su crisis; podrían abrir las esclusas de la vieja Europa y dar oportunidad histórica a realidades mejores. En una palabra: si abriéramos las fronteras no sólo a los refugiados, sino a todos los emigrantes sin excepción, que intentan llegar desde África, pondríamos en marcha algo de consecuencias imprevisibles, e imprevisible no es sinónimo de malo.
Volviendo a la barca: ¿Se puede no hacer nada? No hacer es hacer: Es dejar al hombre que se ahogue. ¿Qué hacer entonces? Si nos planteamos esta pregunta, es porque la emoción ha prendido en nosotros la chispa de lo humano que somos. Ahora entran en juego nuestros valores, nuestra inteligencia. He aquí planteado en toda su crudeza, el dilema ético. En primer lugar, debemos pensar, en la intimidad de nuestra conciencia, y decirlo también, y debatirlo a los cuatro vientos: ¿Qué es, para nosotros, lo más importante en la vida? ¿El bienestar material? ¿La vida misma, el hecho de vivir digna, intensa, humanamente? Esta es la parte más difícil, pero es ineludible. A continuación, hay que analizar la situación: ¿Quién es el hombre que se está ahogando? ¿Qué relación tiene con nosotros? ¿Quién y qué es para sí mismo? ¿Y qué tiene que ver todo eso con lo que yo soy? Por último, debemos ponernos en situación: ¿Somos desconocidos para esa gente? ¿Hay en ellos algo nuestro? ¿Hay en nosotros algo de ellos?
Si en vez de un niño de tres años, la fotografía del ahogado en Turquía hubiese mostrado a un adulto o a una persona mayor, ¿hubiésemos reaccionado de la misma manera, nos hubiésemos identificado con tanta fuerza con él? He aquí, ante todo, un problema Ético de envergadura, que ahora tratamos de escurrir, de devolver al cómodo plano de la política, la economía, la sensatez. De ello somos ya responsables ante la Historia.
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