Nymphomaniac, de Lars Von Trier
Por José Luis Muñoz , 27 enero, 2014
Puede que la necesidad de epatar sea como sea le esté pasando factura al director danés que tiene obras extraordinarias en su haber como Europa, Los idiotas, Bailar en la oscuridad, Dogville o Melancolía, y otras en las que se deja llevar por una desmesura que acaba arruinando el producto final como Anticristo.
Había anunciado a bombo y platillo Lars Von Trier que iba a incursionar, a su manera, en el cine porno en su próximo trabajo y el resultado es lo más alejado a una película erótica. Y se había escudado en el secretismo: la película, en contra de lo habitual en los filmes del danés, no se ha estrenado en festivales ni se ha hecho de ella pases previos para la crítica. ¿Alentar el morbo o miedo a la reacción?
Joe (Charlotte Gainsbourg) yace en el suelo de una fábrica abandonada con la cara magullada por los golpes y bajo la lluvia. Seligman (Stellan Skargärd), un hombre solitario y bondadoso, la recoge y la lleva a su casa para cuidarla. Joe narra, mientras convalece, una serie de episodios licenciosos sobre su vida sexual a su atento confesor que parece exculparla de todos sus pecados.
Sobre esta premisa narrativa levanta Lars Von Trier su última película, que se exhibe en dos partes convenientemente reducidas (la versión completa sin censurar podrá verse en su edición en DVD que saldrá próximamente, una avispada fórmula para rentabilizarla al máximo) y reconstruye la vida sexual de su protagonista desde su despertar infantil, siguiendo por su desvirgamiento, la promiscuidad como deporte de competencia, el sexo aleatorio, el sexo como anestésico ante la muerte, el masoquismo, etc., construyendo un discurso moral sobre la actividad sexual no procreativa, el sexo por el sexo, con material que, a veces, incluye escenas pornográficas aunque éstas resulten nada estimulantes.
Nymphomaniac es una película discursiva (los diálogos prevalecen sobre las imágenes) en donde Lars Von Trier hace hablar a sus dos protagonistas principales sobre sexo, sí, pero también sobre filosofía, religión, ciencias naturales, pesca con anzuelo, matemáticas, música, morfología masculina y femenina, zoología… Los diferentes episodios que va narrando la pecadora Joe a su confesor laico, que la exonera mientras la escucha atentamente, tienen diversos tonos, van desde la comedia desmadrada y vodevilesca que interpreta una sorprendente Uma Thurman en una pieza que parece sacada del teatro del absurdo, al drama desopilante del episodio titulado Delirio y que Lars Von Trier filma en blanco y negro con un Christian Slater convincente, pasando por las sesiones de latigazos que un impensable Jamie Bell (Billy Elliot), uno de los muchos errores de casting de la película, propina a sus pacientes en lo que parece un ambulatorio de la Seguridad Social.
Consigue con habilidad, que no con talento, llevar el director danés al espectador a un terreno cómodo, a sentarlo ante una serie de imágenes subidas de tono para largarle, entre cópula y felación, un discurso, muchas veces paródico, en donde el guiño cobra más importancia que la profundidad intelectual de lo que se dice o esto, lo que se dice, es una boutade con escaso sentido (un icono de Andrei Roublev le sirve a Seligman para largar una disertación sobre la iglesia de Oriente en contraposición a la de Occidente). Tan pronto nos habla de las nerviaciones de las hojas como de los hábitos depredadores de los felinos como de la morfología de los penes humanos o el sentido de algunas combinaciones numéricas. Cuesta deslindar la hondura de algún pensamiento brillante ante tanta banalidad que lo rodea como hojarasca y lo oculta. En esa sinfonía polifónica que Lars Von Trier quiere orquestar sobre la desmedida hambre femenina de sexo, hay algunas piezas excelentes, como las ya nombradas, frente a otras que chirrían o parecen anodinas como la cacería masculina en el tren llevada a cabo por dos adolescentes al ritmo de una pieza de Rossini muy vibrante que ya utilizara Kubrick en su Naranja mecánica, o la de esa agencia de cobro de morosos dirigida por Willem Dafoe que produce vergüenza ajena por el escaso sentido del ridículo que demuestra Lars Von Trier al rodarla.
La primera parte de la película, los cinco primeros capítulos, eran manifiestamente regulares, pero los tres que siguen, los estrenados en la segunda parte de 120 minutos, son sencillamente mediocres y aburridos, y tan gratuitos como ese meada que se marca P (Mia Goth), la amante de Joe, la mediocre jugadora de baloncesto a la que la protagonista alienta, después de que su marido Jerôme, interpretado por otro actor en lugar de Shia Labeouf, otro misterio de los muchos del peculiar trabajo de Von Trier, golpee a Joe.
Si por algo escandaliza la película de Lars Von Trier no es por sus escenas de sexo real sino por su incapacidad de articular un discurso coherente, mantener una tensión narrativa—el film se derrumba estrepitosamente en sus tres últimos capítulos y aburre sobremanera—y la burda estratagema de colar gato por liebre a base de pretendidos discursos intelectuales—el último a cargo del personaje Seligman a favor del feminismo resulta particularmente hiriente por su falsedad—que inserta sin venir a cuenta. La película se resiente, además, por la plúmbea presencia de Charlotte Gainsbourg— la hija de Jane Birkin y Serge Gainsbourg es una actriz carente de expresividad que mantiene la misma cara desde el minuto cero al último—(cuando Joe, más joven, lo interpreta Stacy Martin es otra cosa), con cuyo personaje difícilmente se puede empatizar, y menos comprender—en realidad Von Trier no dibuja personajes, salvo Seligman, ni mucho menos aclara lo que es la ninfomanía—y por algunos secundarios como Shia Labeouf o el citado Jamie Bell.
Nymphomaniac, que está a años luz de su espléndido trabajo anterior Melancolía, por ejemplo, parece un intento del director que inventó el dogma cinematográfico de volver al desmadre de Los idiotas, pero le falta fuelle e irreverencia. Subyace en casi todos los capítulos una sospecha de impostura, que el danés está más pendiente del espectador que de sí mismo, de que éste le ría las gracias o se cubra los ojos cuando la sangre brote de las nalgas de Joe en su flagelación supuestamente gozosa, aunque tampoco se ve que así sea. Quizá lo que Lars Von Trier nos está vendiendo, con el envoltorio de una película con escenas porno, no sea otra cosa que una historia moral sobre adónde conducen los excesos sexuales, femeninos, claro, por eso de que la mujer es una ninfómana pero el hombre un conquistador, sospecha que Seligman quiere despejar con ese discurso feminista de última hora cogido a contrapelo. No se libra Von Trier, quizá por su condición de nórdico y una presumible educación religiosa, de una censura a los placeres de la carne, representados como una mecánica ausente de sensualidad, en las antípodas, por ejemplo, de la admirable Historia de Adele.
En ese caos narrativo—un coche arde, no se sabe bien por qué, alcanzado por un cóctel molotov lanzado por Joe en una de sus últimas secuencias; Joe realiza una felación, tampoco se sabe por qué, a un pederasta confeso cuya casa invaden los cobradores de morosos para saldar una deuda—el espectador ignora qué le quiere decir Lars Von Trier en esta larguísima película, si es que estuvo en su ánimo decirle algo en esos ocho capítulos que componen el díptico que se estrena. Le queda la incógnita al espectador, puesto que no duda de la inteligencia del danés, de si todo se trata de una gigantesca broma, pero para ser una broma más de cinco horas son muchas.
Comentarios recientes