Opinión pública, constructora de conciencias
Por Eduardo Zeind Palafox , 15 junio, 2015
Común es tener más palabras que ideas. Quien tiene más palabras que ideas usa un lenguaje ambiguo, pleonástico, redundante, abigarrado, inútil para desbrozar esencias, verdades, leyes y necesidades. Las ideas propias y sólidas, fundamentadas en la experiencia, nacen en el presente, mientras la palabrería representa nociones que recogemos del aire y del pasado. Tal enseña Unamuno. Someramente desarrollemos sus tesis.
En las cabezas desordenadas, desatentas a lo que acontece enfrente, el pasado enseñorea al presente. Cuando lo pasado se entromete en el hoy los sentimientos se mezclan, las imágenes de difuminan y los conceptos se alargan. Quien fusiona nostalgia y envidia, por ejemplo, cree tener un enemigo eterno. Quien antepone un rostro amado a un rostro que hay que amar se hace platónico y desatiende la personalidad ajena. Quien confunde la opinión de ayer con la de hoy duplica su charlatanería. Mezclar pasado y presente es mezclar memoria e imaginación, que son los elementos cognoscitivos de nuestra conciencia.
El orden mundano, exterior, material, a fuerza de estar ahí, de impresionarnos, fragua nuestra conciencia. Nuestra voluntad, nuestros afanes, son restringidos por las leyes que nos gobiernan. Nuestra cultura, lo que sabemos de la existencia, es determinada por nuestra clase social. Conciencia, voluntad y cultura son categorías pertenecientes a nuestra vida interior, y orden, ley y clase son parte del mundo extramental. Con tales categorías, pienso, podría resumirse la magnífica filosofía de Marx, siempre necesaria para razonar estructuras sociales [1].
Los persuasores profesionales saben que todo discurso, anuncio, texto de prensa o libro, además de ser armas para convencer son los ingredientes que forman la opinión pública. Un anuncio consta de lo siguiente: promesa, explicación de la promesa, ampliación de la explicación, pruebas de las aseveraciones e invitación a la acción [2]. Las tres primeras partes, que tratan del futuro, le hablan a nuestra clase social. La cuarta se dirige a nuestra conciencia, que está hecha de pasado. La quinta acucia a nuestra voluntad, que vive para el presente. Orden extramental, es decir, material, ley y clase social, constituyen nuestras creencias, que son reforzadas por las promesas. Las creencias están hechas de temores, deseos, opiniones y fe [3].
Tememos lo que desconocemos, deseamos lo que nos ascenderá de clase, opinamos lo que mantiene la haraganería mental y tenemos fe en lo invisible (ilusiones). Lo desconocido nos incomoda, lo que nos asciende nos da poder, lo que opinamos refuerza todo lo anterior y la fe nos permite tolerar los obstáculos cotidianos. De aquí que Walter Lippmann, en su libro “Public Opinion”, haya escrito: “The analyst of public opinion must begin then, by recognizing the triangular relationship between the scene of action, the human picture of that scene, and the human response to that picture working itself out upon the scene of action. It is like a play suggested to the actors by their own experience, in which the plot is transacted in the real lives of the actors, and not merely in their stage parts” [4].
No hay un tiempo o un espacio que no sea una escena de acción. Todos lo son. Una escena de acción es un lugar donde nos vemos obligados a actuar, es decir, a representar un papel. Dicho papel, imaginario, lo llevamos en la memoria, y echando mano de él respondemos a las exigencias que se nos presentan. Sólo usando los materiales del mundo extramental en que vivimos podemos conocer las leyes de las escenas de acción que nos retan día a día. Pero tales escenas, además de estar pergeñadas con materias perceptibles, están condicionadas por la clase social a la que pertenecemos, a la que llamamos “cultura”. Y además nuestras respuestas o actos están restringidos por las leyes que imperan sobre nuestra cultura. Notará el lector que salir de tan intrincado triángulo es tarea de titanes.
Sólo podrá escapar a tan invisible cárcel quien sea capaz de teorizar, o sea, de crear una nueva retórica. Recordemos al de Estagira (Ret. I 2, 1355b25): “Entendamos por retórica la facultad de teorizar lo que es adecuado en cada caso para convencer” [5]. Teorizar es suponer, imaginar lo que hay más allá de lo que vemos, es decir, es inventar materias nuevas, o sea, leyes nuevas, escenas nuevas. Y para nombrar materias nuevas es menester crear palabras nuevas, dioses nuevos, volver a la inocencia. Leemos en el libro del “Génesis” lo que hizo Dios (2: 19): “and brought them unto Adam to see what he would call them: and whatsoever Adam called every living creature, that was the name thereof”. Es imperioso, para liberarse, separar lo vivo de lo muerto, el léxico que signa lo real y el nostálgico.
Sólo crea léxico nuevo, útil, la razón (la imaginación etiqueta quimeras y la memoria recuerdos). “Razón”, de “ratio”, viene de “reri”, de “hablar”. Sólo el filólogo, el que “ama a la palabra”, al “logos”, el habla, puede emanciparse de la jaula que Lippmann describió. Hablar es improvisar y toda improvisación, como saben los retóricos, es invención, “inventio”, de “heureîn”, hoy heurística, un homenaje para el “hombre” (“homenaje” deriva de “hominem”, “hombre”). Inventar, o como Adam nombrar las cosas, o mejor dicho, renombrarlas, es rehacer el mundo, es reconocerse a sí mismo.
Romper el triángulo de Lippmann es romper el gran silogismo político, es salir de la Razón que justifica la existencia de la materia, de la clase social y de las leyes entre las que vivimos. En las notas que Quintín Racionero puso a la “Retórica” de Aristóteles leemos que la estructura de un silogismo común es así: “B está en la Regla A. C es B. C es verosímilmente A”. Pero las reglas de la opinión pública, a fin de cuentas, son sólo premisas, entimemas, axiomas, intuiciones verbalizadas, esto es, entes de razón mudables, o sea, tópicos (“lugares comunes”). Ni la materia que nos circunda, ni la clase social en que nacimos, ni las leyes que nos regulan son cosas eternas, aunque por estar investidas con los poderes de la Razón lo parezcan.
Los constructores de la opinión pública reconfiguran constantemente tales tópicos, pero mantienen las leyes que los explican. Cambian las ideologías, pero no las filosofías. Chohmin Nakae, citado por expertos manipuladores de ideologías capitalistas para dar credibilidad a los métodos de explotación que de Japón llevan a los Estados Unidos, apuntó: “Japón, desde su fundación, no ha creado filosofía alguna” [6]. No la ha creado porque no ha encontrado cómo salir del triángulo que Lippmann nos ha mostrado.
¿Cómo se mantiene vigente un sistema de tópicos? Haciéndolo simbólico, fácil de aprehender y de extender sobre todas las cosas, pero difícil de comprender. Bourdieu, Chamboredon y Passeron, en su libro “El oficio de sociólogo”, dicen: “Los esquemas comunes – imágenes o analogías – tienen el poder de obstaculizar, por la comprensión global e inmediata que suscitan, el desarrollo del conocimiento científico de los fenómenos” [7]. El rascacielos que se transforma en símbolo del progreso transforma la materia de que está hecho en la materia del progreso. Las aspiraciones de la clase social en que nacemos, al pasar por leyes biológicas y psicológicas, pasan por inmutables. Y las leyes que nos acotan, por ser dichas desde los rascacielos y desde las ciencias, parecen irrefutables.
Es casi imposible que un hombre común y corriente, es decir, que sueña lo que todos sueñan y quiere lo que todos quieren, distinga los movimientos de tan intrincado juego, pues es obligado a ser hombre de acción, a responder una y otra vez, lo que le impide meditar, rehacer las imágenes que hay en su memoria y construir otras con la razón (con la “razón pura”, querría Kant, razón que no depende de la empiria ni de los paralogismos).
El hombre, conformándose con lo que percibe, con las ciencias que conoce, con los menesteres políticos que lo arrastran, tiene que adoptar las nociones que recibe sin poder criticarlas, transformándose, a decir de Canguilhem, en una célula-abeja que por ser lo que es no puede ni escapar del organismo en que habita ni poner en tela de juicio la obligación de enriquecer el trabajo cooperativo. Aprende el hombre, así las cosas, a medir con lo que es medido, y haciéndolo da más poder al sistema de tópicos que lo crió.
Por eso Marx, siempre agudo, en una nota al pie de página señaló: “Así, pues, si en los países del norte se usa la “lengua” como órgano de apropiación, no hay por qué maravillarse de que en el sur se emplee el “vientre” como órgano de la propiedad acumulada, ni de que el cafre calcule la riqueza de un hombre por su grasa” [8]. Marx, en pocas líneas, hace lo que Lippmann, describir un orden material, una clase social y un conjunto de leyes que condicionan la vida. Después, cuando tengamos más tiempo, ahondaremos nuestros análisis. Sea suficiente el esbozo hecho para que los lectores empiecen a pensar, a eliminar palabras que más alimentan los tópicos que los constriñen que les abren horizontes.
Eduardo Zeind Palafox
http://donpalafox.blogspot.mx/
Fuentes de consulta:
[1] MARX, K., ENGELS, F., Obras escogidas en tres tomos, Tomo I, Editorial Progreso, Moscú, 1980.
[2] CLOW, E. Kenneth; BAACK, Donald, Publicidad, promoción y comunicación integral de marketing, Prentice Hall, México, D.F., 2010.
[3] BELLENGER, Lionel, La persuasión, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2001.
[4] LIPPMANN, Walter, Public Opinion, Classic Books America, New York, 2009.
[5] ARISTÓTELES, Retórica, Biblioteca Gredos, Madrid, 2007.
[6] NONAKA, Ikujiro, TAKEUCHI, Hirotaka, The Knowledge-Creating Company, Oxford University Press, Oxford y New York, 1995.
[7] BOURDIEU, Pierre; CHAMBOREDON, Jean-Claude; PASSERON, Jean-Claude, El oficio de sociólogo, Siglo XXI Editores, México, D.F., 2008.
[8] MARX, Karl, El Capital, Tomo I, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2012.
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