Pantallas y escenarios, una relación atormentada
Por Fernando J. López , 29 enero, 2014
Agosto es, hasta la fecha, la última y esperada versión cinematográfica de un éxito teatral, otro título que sumar a la lista de éxitos de Broadway llevados a la gran pantalla en los últimos años. En este caso es Tracy Letts, autor de la obra original, quien firma el guión, cuyo resultado pone de nuevo en evidencia la compleja relación entre el lenguaje teatral y el cinematográfico, dos códigos –en apariencia- tan próximos y, a la vez, tan difícilmente reconciliables y divergentes en su semiótica.
Gracias a la preeminencia del diálogo –elemento tan denostado en el teatro experimental y tan valorado en el comercial- pudiera parecer que el adaptador del texto teatral juega con ventaja frente a quienes asumen el reto de convertir en imágenes una novela. Sin embargo, tanto ese diálogo como la ilusión escénica inherentes al género dramático se convierten en la más peligrosa de las trampas, en tanto que sus ataduras suelen limitar en exceso el alcance y la personalidad de la propuesta cinematográfica, que acaba convirtiéndose –como sucede en Agosto– en un calco más o menos logrado de la función preexistente. La tentativa de innovar resulta más difícil de esquivar en el caso de la novela, donde la necesidad de sustituir la voz del narrador por la de los personajes exige –por muy fiel que desee ser el adaptador- una aportación personal y, por tanto, un desvío del texto que sirve de punto de partida. Sin embargo, la –falsa- semejanza entre los procedimientos teatrales y cinematográficos imprime un carácter mucho menos transgresor a la mayoría de estas adaptaciones, en las que el cine más reciente ha encontrado un mecanismo taquillero y, sin embargo, no siempre excesivamente enriquecedor desde el punto de vista artístico.
En el salto del escenario a la pantalla, el necesario don de la traición desde la fidelidad es tan paradójico como escaso y son pocos los directores y guionistas que han salido victoriosos de su enfrentamiento con un texto teatral. No parece justo incluir en este minoritario grupo a John Wells, cuya plana dirección en Agosto, lastrada por el peso del lenguaje televisivo, se limita a una presentación aséptica –con erráticos intentos de autoría- del guión escrito por el propio dramaturgo, Tracy Letts. Tampoco este consigue distanciarse con soltura de su texto original –lo que nos lleva a otra nueva pregunta: ¿es aconsejable que un dramaturgo sea el adaptador de su propia obra?- y se mantiene apegado a recursos como el monólogo o incluso el mutis, empleados con habilidad en su construcción dramática, pero entorpecedores en su propuesta cinematográfica. La falta de autocrítica de Letts con su texto –que funciona mucho mejor en escena que en la gran pantalla- le impide suprimir escenas –como el forzado monólogo inicial- e incluir otras que ahonden en los temas que propone su obra. La seguridad del guionista y del director en la eficacia dramática de ciertos momentos –como la cena tras el funeral- parece limitar su trayecto narrativo, que nos conduce de modo demasiado obvio a las situaciones que constituyen el clímax de la función.
En un punto intermedio entre el intento de creación y la fotocopia del éxito escénico podríamos situar propuestas como Un dios salvaje, donde Roman Polanski nos ofrecía una lectura escasamente sorprendente del éxito internacional de Yasmina Reza. Habría sido interesante ver un film en el que se construyera la dimensión de los personajes que no se dibuja en la obra original –donde todo se circunscribe, con astucia y economía dramática, ea la anécdota que le sirve de eje-, pero la película apuesta por convertirse en la esmerada grabación –con buen pulso narrativo- del montaje que muchos de sus espectadores ya conocíamos. Por eso mismo, nada encontramos en esta película que no viésemos ya en cualquiera de las versiones estrenadas desde su aparición, a pesar de que los personajes de la Reza siempre poseen la cualidad de ser especialmente complejos y polimórficos, capaces de ofrecernos tantas capas como seamos capaces de entregarles desde la dirección y la interpretación. El reparto, entregado a la causa, ofrece unas interpretaciones magníficas, pero Polanski no vence –entre otros problemas- uno de los grandes obstáculos que ya tenía la puesta en escena de la obra original: ¿por qué nadie abandona aquella casa? La necesidad de su presencia allí –heredera de los presupuestos beckettianos- se debilita conforme avanza la función, si bien la empatía entre el público y el escenario hacía que los espectadores olvidásemos pronto ese criterio de verosimilitud. No ocurre así con el film, donde el pacto de ficción se rige por otras cláusulas diferentes a las del texto dramático y se plantean, por tanto, nuevas preguntas que no surgían ante el montaje teatral. Las respuestas están bien ejecutadas por Polanski, pero no son –en ningún caso- concluyentes.
Tanto en Un dios salvaje como en Agosto la fuerza de ambos filmes radica en la dirección de actores –brillante- y, cómo no, en las interpretaciones, de modo que sus directores obvian en mayor o menor medida las posibilidades que les ofrece el código cinematográfico y hacen hincapié en la esencia verbal de los dos textos teatrales, concebidos como vehículos de lucimiento actoral y donde la palabra juega –tanto en el caso de Reza como en el de Letts- un papel esencial desde el punto de vista de la construcción dramática. Las dos propuestas son un claro ejemplo del nuevo teatro comercial de calidad, es decir, aquel que plantea situaciones atractivas para el gran público –normalmente de índole familiar o sentimental- con coartadas culturales –ya sea el debate pseudointelectual en las obras de Reza o la disección de las emociones en el caso de Letts- y desde un notable apego a la tradición teatral previa, haciendo evidentes sus influencias, como sucede con el teatro de Eugene O’Neill en el caso de la obra de Letts. En síntesis, se trata de ejercicios de estilo en los que destaca la capacidad de sus autores para profundizar en temas y personajes a partir de los recursos de géneros tan populares como la comedia de salón o el melodrama folletinesco.
¿Se deduce de todo esto que resulta imposible construir una película con personalidad propia a partir de una obra teatral? En cierto modo, da la sensación de que, desde la fidelidad, el objetivo resulta improbable, pues la mayoría de estos largometrajes acaban convirtiéndose en una suerte de sesión extraordinaria –y con reparto estelar- del éxito correspondiente. Películas como La duda, dirigida por John Patrick Shanley, repiten este modelo de eficaces captadoras de espectadores y, por qué no, de galardones y nominaciones a los Óscar. Claro que también hay autores, como David Mamet, capaces de transformar una obra teatral de éxito, como Glenngarry Glen Rose, en una magnífica película, pero suele tratarse de dramaturgos que, como él, ya parten de un lenguaje marcadamente cinematográfico –previamente tamizado por la influencia de Miller o Williams– en sus textos más logrados.
Frente a las ataduras de la fidelidad –y sus anodinos resultados-, se erige la traición como modelo necesario. Este concepto, asociado a la traducción desde los inicios del Humanismo, se convierte en un requisito esencial para conseguir esa identidad cinematográfica que los ejemplos anteriores parecen no tener. Una traición de la que encontramos tres ejemplos muy diferentes de estos últimos años: En la casa, The deep blue sea y Profesor Lazhar. En los tres títulos se toma como punto de partida el trabajo de un dramaturgo (Juan Mayorga, Terence Rattigan y Evelyne de la Chenelière) y se busca el modo de traducir –en el sentido más traidor y humanista del término- su historia en un nuevo lenguaje. En todos ellos se aprecia, desde el primer plano, la voluntad de huir de esa sensación de escenario filmado que tenemos en cada imagen de Agosto, donde las localizaciones –con la inclusión forzada y simplista de alguna secuencia de carretera- no se distancian en momento alguno de su origen teatral. No se trata solo de romper la claustrofobia espacial –esa cerrazón puede contribuir favorablemente a la fuerza de la película- sino de buscar el espacio propio del film, olvidando las limitaciones escenográficas con las que contaron tanto el dramaturgo como el director de la obra original.
Se olvida a menudo que la escritura teatral posee unas limitaciones muy obvias cuando se pretende que el texto sea representable y, más aún, comercial. La renuncia a repartos corales o la apuesta por ambientaciones minimalistas y, a menudo, únicas es una de las condiciones sine qua non del teatro escrito desde los años ochenta hasta la actualidad para poder contar con la aprobación de salas y productores. Y si el salón donde transcurrían muchas de las obras de éxito del siglo XIX era la excusa para la decoración figurativa y ostentosa –muy del gusto del público burgués de la época-, el espacio del teatro del siglo XX es un referente que oscila entre lo simbólico, lo desnudo y lo posibilista. Así, por ejemplo, la obra que sirvió de punto de partida a Profesor Lazhar es un monólogo ubicado en un aula, donde el público se convertía en el alumnado frente a la pizarra ubicada en el escenario. La película, sin embargo, crea nuevos personajes y espacios alrededor de su protagonista, no solo porque se desprendieran del monólogo original sino porque, incluso cuando no figuraban allí de modo explícito, su existencia se podía presentir de modo implícito.
Según este presupuesto de creación más allá de la literalidad, ni François Ozon (En la casa), ni Terence Davies (The deep blue sea), ni Philippe Falardeau (Profesor Lazhar) se resignan a contarnos su historia cómodamente instalados en el patio de butacas, sino que se alejan de las bambalinas tanto como les resulta necesario para que seamos capaces de vivir sus propuestas desde una identidad nueva y, a la vez, fiel a la esencia del texto que les ha inspirado. Esa valentía requiere inventar personajes, cambiar estructuras, alterar tiempos y concebir la obra teatral como un mecanismo tan oscuro y hermético como la más polisémica de las novelas. La renuncia a la traducción literal de cada escena es lo que les permite encontrar en ellas una nueva dimensión. En definitiva, encontraríamos entre los directores dos formas de posicionarse ante una obra teatral: como espectador (Agosto, La duda, Un dios salvaje) o como creador (En la casa, The deep blue sea, Profesor Lazhar). En ambos casos se puede llegar a construir una película que conmueva, o que divierta, o que provoque, sí, pero parece que solo en el segundo modelo se dará lugar a un film que pueda ser valorado de modo autónomo, como un signo independiente y completo, no como un producto derivado y, por tanto, dependiente de otro, sea cual sea su nivel de calidad.
En el último tramo de este camino entre la obra teatral y su versión cinematográfica, se encontrarían aquellas propuestas que se llegan a olvidar el texto base y se convierten así en metarreflexiones sobre su naturaleza, tal y como sucede en películas como César debe morir (de los hermanos Taviani), Vanya en la calle 42 (de Louis Malle) o en la olvidada –y rescatable- propuesta de Al Pacino en Looking for Richard. En ninguna de ellas se pretende, en realidad, contarnos la obra de Shakespeare ni de Chéjov y, sin embargo, somos capaces de ver –y hasta de entender- su esencia a partir de las peripecias de los personajes que, en un juego claramente brechtiano, se distancian y alejan de la ficción en cada una de las escenas. Se trata de reinterpretaciones que condensan muchos de los elementos singulares de las obras y autores que las han inspirado, pero donde prima la vivencia de lo leído –o de lo contemplado- sobre su traslación mecánica a la pantalla. Los personajes del texto original se rebelan, como si fueran émulos de los protagonistas de Pirandello, y exigen ser leídos y deconstruidos desde un ángulo que nos permita reflexionar sobre su esencia, sobre su vigencia o, como sucede en el caso de la película de los Taviani, sobre su necesidad comprometida y social. En definitiva, más que adaptaciones de obras teatrales, se trata de ejemplos de narraciones de la vida desde el teatro o del teatro como espejo de la vida, estableciendo una doble línea de interpretación que, en títulos como el filmado por Louis Malle, suponen todo un homenaje al género dramático.
A la hora de llevar al cine un texto teatral, resulta obvio que el espejismo del diálogo es el peor enemigo del adaptador, pues puede acabar convirtiendo al director en voyeur de su propia creación, en vez de en voluntario demiurgo. Si se mantienen fuera del texto, sentados cómodamente en el patio de butacas, nos ofrecerán un retablo agradable, sí, pero que nacerá muerto y, peor aún, mudo en cuanto a su propia semiótica. Solo si se asume el reto de dar una nueva vida a esos personajes y coger con fuerza sus hilos para arrancarlos del escenario donde se hallan cómodamente instalados, se conseguirá una película que pueda ser recordada o, al menos, valorada por sí misma. Una obra con su propio lenguaje que no sea solamente la traducción apresurada –con algún que otro subtítulo creativo- de un código que exige la valentía de alguien dispuesto a deconstruir y reinterpretar. Alguien que rompa sin pudor el escenario y lo convierta, desde la esencia de la obra original, en una gigantesca pantalla de cine.
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