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Para que nos ganemos juntos la vida (En busca del silencio)

Por Anabel Sáiz , 11 marzo, 2014
By Sergio Tudela Romero

By Sergio Tudela Romero

¿Y esto para qué sirve, profe? Es una de las preguntas que me han hecho más veces en clase, sobre todo cuando explico la sintaxis que es una materia complicada, que exige tener una mente clara y mucha atención.   ¿Qué es servir? ¿Todo debe tener una utilidad práctica?

Vivimos una época de grandes avances tecnológicos y nuestros alumnos son, como ya se sabe, “nativos digitales”. Eso que puede tener sus ventajas, presenta no pocos inconvenientes.  Con tantas prestaciones se está perdiendo la paciencia y la capacidad de esperar. Todo es inmediato. Se ventilan cuestiones íntimas y personales en la palestra de las redes sociales y hay una aceleración que se contagia. Todos tenemos prisa y la atención se resiente en el camino.

Habría que volver a educar la capacidad de observación, la contemplación,  el rigor. La realidad no es como un chicle, de usar y tirar, sino que ha de ser, por fuerza, más compleja. No podemos desayunarnos con una mala noticia internacional y olvidarla a continuación mientras engullimos un cruasán camino a la escuela. Los chicos y chicas han de reencontrarse con ellos mismos, han de tener espacios de sosiego interior y han de aprender a concentrarse, sino nunca podrán emprender tareas a largo plazo, nunca tendrán constancia, ni siquiera en sus relaciones, porque todo será siempre superficial y pasajero.

Hace unos días, en una clase especialmente ruidosa, les dije, cuando se callaron, que debían aprender el valor del silencio. Me confesaron que no lo soportan, que se ponen muy nerviosos cuando no hay ruido a su alrededor, que lo necesitan incluso para estudiar. Yo apelé a mis clases de literatura, eché mano de mis muchos años de docencia y les recité unos versos de Don Antonio Machado: “converso con el hombre que siempre va conmigo”. Les quise transmitir la idea de que solo si te sientes bien contigo mismo, podrás estarlo con los demás. Esa es una primicia básica. Y cuando aprendemos a estar a solas con nosotros, a cargar con nuestros claros y nuestras sombras, en ese momento descubrimos una fuente de reflexión infinita, que nos acompañará siempre. Eso les dije, con otras palabras, quizá, aunque quiero pensar que me entendieron. No dejaron de hacer ruido, los cambios nunca son de un día para otro –y yo he aprendido a esperar-. Mi alegría fue que, al cabo de unos días,  uno de los alumnos de esa clase me comentaba que había pensado mucho en eso de que no soportaban el silencio porque no se aguantaban a ellos mismos. Y me lo dijo con la mirada abierta, con esa chispa que tiene alguien que al fin ha comprendido algo, el misterio de la vida.

Y, volviendo a la pregunta que abría esta reflexión, los conocimientos que se aprenden en las escuelas, institutos o universidades no siempre han de tener una recompensa inmediata, ni práctica. A veces pasan años hasta que uno descubre para qué le sirvió aprender a distinguir una activa de una pasiva e, incluso, nunca lo va a descubrir. ¿Y qué? Ahora bien, mientras eso sucede, nuestros alumnos podrían ir aprendiendo que, en el proceso de ser personas, de crecer, de madurar, cualquier enseñanza que reciban puede ayudarlos, al menos, a hacerles pensar  o quizá a estimular su imaginación.

O si no, les podríamos contestar como hizo una profesora, harta de que siempre le preguntaran para qué servía la literatura: “Pues para que yo me gane la vida”. Ante esta respuesta tan aplastante no hubo objeción. Ganémonos todos juntos la vida, docentes y discentes, y aprendamos esa otra verdad: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.


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