Peligro de aislamiento
Por Silvia Pato , 22 enero, 2014
Corremos peligro de aislamiento. El estrés, las dependencias tecnológicas, el ritmo frenético en el que vivimos y la cada vez mayor incapacidad de aceptar la frustración contribuyen a que vivamos inmersos en una burbuja de falsa seguridad que muchos ni siquiera son conscientes de que les rodea.
Caminamos por la calle sin ver más allá de nuestros propios zapatos. La mayoría de las veces, ni siquiera reparamos en la joven desangelada que se cruza en el camino abrazada a su carpeta, con las ojeras marcadas y los surcos de las lágrimas en sus mejillas; ni en el mendigo que pide una moneda para comprar un pedazo de pan que llevarse a la boca; ni en el hombre que, vencido por la soledad y por los años, le echa de comer a las palomas en la plaza.
Hubo un tiempo en el que la gente se miraba a los ojos, en el que los adultos no sumergían sus rostros en los teléfonos móviles al llegar a una sala de espera, y los niños no aguardaban ensimismados con su consola portátil el aviso de la enfermera.
La sala de espera estaba humanizada; las conversaciones de cortesía eran recibidas con alegría por aquellos ancianos que, viviendo solos desde hacía años en la gran ciudad, acudían con ansia a su cita con el médico esperando sentir algo de calor humano. Ahora resulta difícil. Todo el mundo utiliza sus móviles como escudo. Y no parece que las cosas vayan a mejorar.
Si antes perdimos la capacidad de mirarnos a los ojos, ahora ni siquiera nos escuchamos. Los jóvenes se protegen del mundo con sus auriculares —cuanto más grandes mejor— bien ajustados sobre su cabeza. Alguno de ellos los lleva por encima de la capucha que le cubre el rostro mientras camina, con la mirada clavada en el suelo, dentro de una burbuja infranqueable, temeroso de enfrentarse al mundo real a pecho descubierto. Pasa por al lado de una anciana sin verla. Ella se detiene y agita la cabeza con resignación. Juventud. Ahí va, aislado del mundo voluntariamente; un mundo que lo insta a vivir y luchar por sus sueños, un mundo que lo reclama mientras él tapa sus oídos para no escuchar su llamada. La anciana que, mientras tanto, vive un aislamiento involuntario por parte de un mundo que la olvidó cuando la consideró inútil, retoma entonces su camino; sabe que, de seguro, dentro de muchos años, aquel muchacho se arrepentirá del tiempo perdido.
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