Perdonen que no me manifieste
Por José Luis Muñoz , 13 septiembre, 2017
Pasé mi particular Diada en Vic, territorio «indepe» donde los haya. Huí precisamente de esa Barcelona invadida por las esteladas y la ilusión de millones de catalanes que han comprado el discurso independentista fraguado durante muchos años y que llega a este momento crucial de confrontación con el estado central. Así es que por fin se llega al choque de trenes y la mitad del Parlament de Catalunya y menos de la mitad de la población de Catalunya ya desconectaron aun cuando perdieron, según ellos mismos, unas elecciones plebiscitarias, las del 2015, que dieron la mayoría parlamentaria a los secesionistas pero no en voto popular.
Mientras ondeaban las esteladas y se cantaba Els Segadors, el himno patriótico con la letra más violenta del planeta, yo comía un pulpo a feira. lacón con grelos y bebía vino turbio gallego en tacilla blanca en uno de los corazones de la Catalunya identitaria en compañía del Filósofo Rojo (o El último mohicano), camarada de revueltas sociales sesentayocheras que está tan perplejo como yo por está deriva del procés. El Filósofo Rojo tiene alma gallega, como Pepe Rubianes, y saudade portuguesa. Yo me defino como gracienc mesetario.
Ya no recuerdo cuando fui a manifestarme por última vez un 11 de septiembre. Sí recuerdo la primera vez que lo hice. Manifestación a manifestación hemos sido cientos de miles los que hemos acabado apeándonos de esa jornada patriótica por el repelús que nos produce la palabra patria y ese aumento exponencial de banderas. Las patrias, como las fronteras y las banderas, sirven para dividirnos y enfrentarnos. Son las personas y no los territorios (José Bono dixit) los sujetos a derechos. Apelar al pasado histórico podría llevarnos a dar la razón al Daesh cuando reclama la Península Ibérica como Al Andalus. Pero por supuesto que tenemos derecho a la independencia y pedirla cuando nos plazca, pero al menos un 60% de la población, y en un referéndum en condiciones que el estado no está dispuesto a ofrecer. Callejón sin salida.
Estamos aquí por una serie de despropósitos cometidos por el gobierno central y una España casposa con la que ni me identifico ni me ilusiona. Ahí está mi gran diferencia con los independentistas ilusionados con su República Catalana: ilusión que no tengo mientras a ellos les desborda. Pero no solo se construye con ilusiones. Como afirma Pablo Iglesias, estamos construyendo una casa por el tejado cuando el primer paso sería desalojar al nefasto y corrupto Partido Popular del poder, y eso difícilmente se puede conseguir con una Catalunya independiente fuera de España.
Al imperialismo global financiero, el de las corporaciones que vendrá a sustituir a los partidos políticos, nada le viene mejor que la fragmentación de los territorios y la desunión de sus pobladores para exprimirlos. Podemos pasar a los reinos de Taifas y a las ciudades estado. La panacea de una República Catalana independiente no me cabe en la cabeza con un liderazgo como el actual formado por un partido tan corrupto y recortador de derechos sociales como lo es el PP, (la antigua CDC reconvertida en el PDeCAT: Jordi Pujol impartió un master a Rafael Correa y compañía), una ERC que se ha olvidado de su esencia social y una CUP que no duda en pactar con la derecha más reaccionaria olvidándose de su alma anticapitalista.
Julian Assange desde su aislamiento forzoso y despiste político vaticina un nuevo estado o una guerra civil a partir del 1 de octubre. Ni una cosa ni otra. Pero lo que ya es irreversible es esa fractura de la sociedad catalana que nadie sabe cómo gestionar y coser porque el roto es gigantesco. Mi hijo pequeño, que tiene el seny catalán en su ADN, subrayó una verdad indiscutible en una charla con este su padre. Ese 30% de catalanes que se moviliza, va a las manifestaciones y llenará las urnas aunque sea con las papeletas que impriman en sus casas, ya no está en España, ya se ha ido y no va a volver. Ni leyes, ni juicios, ni policías, ni sanciones pueden evitarlo. España ha perdido a la mitad de Catalunya. Catalunya se ha fracturado por su eje.
Volvamos al pulpo a feira, al vino turbio, a la tarta de Santiago que me tomaba ayer en Vic en compañía del Filósofo Rojo o El último mohicano. Volvamos al internacionalismo proletario, a la lucha de clases y a la liberación de los yugos de los que la izquierda se ha olvidado. Arriba y abajo como les gusta referirse a los modernos de Podemos. Rebelémonos contra las manipulaciones patrióticas que esconden el ansia de poder de sátrapas locales. Esto es como el comercio de proximidad, ironizaba el Filósofo Rojo: que nos roben los cercanos y preferiblemente en catalán. Que no nos cieguen las luchas de banderas y los himnos nacionales. ¿Qué fue de las Internacionales? Nos quedamos en la V si no me equivoco.
Llegando uno a trancas y barrancas a está edad desde la que uno puede ver su vida con perspectiva retruena el lampedusismo cada vez con mayor fuerza y amargura. Todo cambia para seguir siendo lo mismo. Al menos se abolió el derecho de pernada, digo empinando la tacita de vino turbio. Sí, pero en el siglo XII se trabajaba menos horas y ahora el derecho de pernada sigue existiendo con talonario (Filósofo Rojo).
Alguien, hace días, me dijo algo que me dejó muy tocado, me deprimió. «Vamos a cambiar las cosas, no me conformo con ese mundo de mierda que nos tratan de imponer, injusto y podrido, sin valores de ningún tipo». La miré y me estaba viendo a sus veintiocho años, soñando.
La vida es sueño. Soñemos. Yo voy despertando.
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