Piedras, vida, amor, no historia
Por Eduardo Zeind Palafox , 17 mayo, 2017
Por Eduardo Zeind Palafox
Para librarnos de la nostalgia, es decir, del amor por el pasado, que puede ser real o irreal, es necesario interrogar rigurosamente las fuentes de lo pretérito, es decir, tanto sus vestigios materiales, sean monumentos, papeles o ropas, como sus vestigios intelectuales, sean voces, costumbres o instituciones, pues haciéndolo podemos determinar si la nostalgia padecida se basa en la imaginación o en la memoria objetiva.
Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, ha escrito para “El País” un texto que se titula “La nostalgia como negación de la política”, urdimbre en la que se habla del “tiempo histórico”.
El tiempo puede percibirse indirectamente, esto es, se expresa mediante la persistencia de las piedras, la transformación de los animales o la desaparición de lo amado. La piedra se hace histórica al ser pisada por alguien cuyos actos son dignos de ser recordados. Los animales ocupan las páginas de la historia cuando la mente humana los usa para adunar lo visible y lo invisible, para forjar símbolos. Lo amado, acicate de las pasiones, es parte de la historia porque es fuente de la voluntad.
El profesor Cruz, aseverando que “el futuro parecía ofrecer un sinfín de promesas”, nos dice que ya no hay qué tallar en las piedras, qué admirar en los animales ni qué amar. Tamaño pesimismo proviene de la europea costumbre de transformar lo irresoluble en axioma vitalista.
Lo evidente, lo diáfano, axiomático, siempre es vulgar apariencia, pues es representación intelectual. Iluminar u oscurecer con la imaginación lo turbio o lo soleado no es iluminar ni oscurecer la realidad. Todo axioma, y sobre todo el histórico, debe ser criticado no sólo espacialmente, como cosa universal o fuera del tiempo, sino también temporalmente, como cosa provisional.
La historia, el “tiempo histórico”, véase, con cariz de ciencia, de cosa inmutable, se ha convertido para las inteligencias europeas en mito, o en palabras de Barthes, en habladuría vacua, en vacuidad esquemática e impositiva que no se puede describir, y además en estética, o a decir de Ezra Pound, en fuente de energía, de imágenes subjetivas, francesas, alemanas o españolas, y también en “Kitsch”, que dice Umberto Eco es pretexto para la sensiblería, el formulismo y la haraganería mental.
Marx dijo que la Historia es la ciencia fundamental, y al decirlo fomentó la laxitud filosófica, pues nada es tan fácil como recorrer libros de hechos, extractarles patrones y procurar descifrar el devenir con ellos.
El profesor Cruz, con prosa periodística, indigna del quehacer filosófico, cual niño mimado afirma que actualmente “a cada poco nos vemos sorprendidos por alguna nueva amenaza” y que “ya no podemos encontrar cobijo en el pasado, pero tal vez sí todavía un tibio consuelo”. Todo es confuso, según lo citado, en el pasado, en el presente y en el futuro. ¿Por qué? Porque la historia, que no es ciencia, sino arte, como sostiene nuestro Edmundo O´Gorman, es incapaz de producir conocimientos precisos, evidentes, claros.
La historia es sólo indefinida, pero los europeos afanan que sea infinita. Es indefinida, es decir, está hecha de objetos dinámicos, móviles, no estáticos. Nadie puede sosegarse, es claro, en un mundo oscilante, en un sitio donde la palabra, el método científico y la poesía valen más que las piedras, la vida y el amor.–
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