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PINTURA DE NUESTRO CÓDIGO VITAL

Por Eduardo Zeind Palafox , 8 agosto, 2015

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La  idea de “casta” es antigua, tanto, que la encontramos en las dos fuentes primeras de la cultura occidental, en la Biblia y en las obras del poeta Homero, de donde ha bebido la mayor parte de los grandes artistas, desde poetas y pintores hasta escultores y músicos. En las obras homéricas los dioses engendran hijos en los seres humanos y en los héroes, que son hijos de dioses y mortales. En la Sagrada Escritura se hace énfasis constante en la enumeración de las generaciones, que justifica derechos, determina destinos, legitima poderes y explica la existencia. Tales ideas, por ser parte del remotísimo pasado, diría George Steiner, habitan en nuestro inconsciente, que el doctor Freud supo interrogar con eficacia.

De la inconsciencia, se quiera o no, emergen actos, conductas, palabras. El pasado, al ser el inconsciente del tiempo, es decir, material de la historia, es expresado por el artista, único ser capaz de leer lo que para los comunes y corrientes es desorden y capricho del destino. Se adornan los muros con pinturas, que son recordatorios de lo que fue, de los orígenes, o de lo que es o será, para enriquecer el espacio, siempre pobre cuando carece de colores y formas. Las casas, decía Borges, son menos grandes de lo que parecen. Las agrandan las penumbras, la tediosa simetría, los espejos, los años y la soledad.

Un cuadro es un alma eterna, una ventana con otros soles, una escena del teatro de la imaginación, una puerta que conduce a mundos más brillantes, es decir, una posibilidad para escapar de lo cotidiano. Hemos dejado de contemplar imágenes épicas, de héroes, caballos, espadas y blasones, para contemplar imágenes líricas, de personas sentadas que razonan la angustia, el abandono, el sinsabor y la mentira. Y estamos olvidando los sentimientos más íntimos, angustiosos, merced a la ciencia, que no penetra el alma, sino la sangre, nuestro código vital. La técnica ha logrado plasmar nuestro código vital, sanguíneo, genético, para que nos sea dable conocer nuestra “casta”.

No el destino, sino los genes, las gentes que viven en nuestro ser, unen a los amantes. No la suerte, sino la energía física, atómica, dispone quiénes serán los héroes del porvenir. El buen burgués, esnobista con recuerdos de monarca, costumbres de fabril y esperanzas siderales, bien verá que en los muros de su hogar luzcan no meditadores o contempladores de la luna o del Eterno, o sea, estirpes que no tiene, sino códigos vitales, multiplicidad de líneas que se entrecruzan y puntos que acentúan principalidades para formar un lenguaje que sólo pueden leer los científicos y los enamorados y no los profanos.

Los cuadros de códigos genéticos recuerdan a la publicidad de detergentes o de cremas que Barthes analizó en su muy citado libro “Mitologías”. Dice el filósofo social que los publicistas, para vender la idea de “penetración”, antes tuvieron que encajar en las laxas cabezas la de “profundidad”. Los detergentes son substancias, nos cuentan, capaces de ir a lo “profundo” de la ropa, que es un microcosmos donde la maldad mugrienta impera, donde ésta es vencida por el químico bueno, que con su luz blanquea y regenera los colores. Las mujeres, explica, han creído que son frutas o plantas o flores que deben ser hidratadas con leches, cremas o cualquier fluido hábil para entrar por los poros, que son ventanas al vegetal interior de las damas.

Silogizando, pensamos que una pintura de nuestro código vital o del de nuestra familia colgada en el muro de la sala, primer escenario ficticio de nuestra casa, transformará a ésta en una extensión de nuestro cuerpo y en los cimientos del futuro de nuestra “casta”. La casa es el símbolo, hoy, de nuestra casta, que viaja en caballos… de fuerza. “La calidad de la sangre de esta familia, dirá el contemplador de una pintura de código genético, es causa directa de la existencia de esta casa, que ya quiere ser mansión o castillo, como lo declara la ingente cantidad de tapetes, alfombras, trastes, cristales, vinos y fotografías de bisabuelos que por doquier hay esparcidas”.

Las pinturas, sostenía Veblen, el gran economista, sirven para demostrar que podemos despilfarrar el dinero. Despilfarrar en arte equivale a tener buen gusto. Tienen buen gusto quienes han sido educados en las altas esferas sociales, como Montaigne, hombre más preocupado por cuestiones estéticas y éticas que científicas. Un código vital, genético, es como una pintura de Mondrian, una geometría espiritual.

EDUARDO ZEIND PALAFOX 

http://donpalafox.blogspot.mx/


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