Pláticas de jóvenes, frívolas
Por Eduardo Zeind Palafox , 29 junio, 2016
¿Hasta dónde, hombres, insultaréis a mi gloria,
amaréis la vanidad y andaréis tras la mentira?
Salmos 4: 3
Hubo tiempo en que los jóvenes pretendían ser sabios y no palurdos obreros. Habla no un sabio, no un viajero militar, no un pícaro conocedor de todos los lechos, sino un gustador de los clásicos libros. Quien calmo, como yo, tolera los días leyendo las obras de Aristóteles, Kant, y la Biblia y poemas varios de argentinos, españoles y chilenos, y además buscando ardientes amores lopescos y las pláticas de vivaces y prudentes, que avisan, despiertan al confiado y aplacan al violento, al oír las pláticas de los apenas venidos al mundo sólo puede sufrir desdén y pecar por no amar al prójimo.
Los diálogos rurales, saturados de tradiciones, rituales, y los cortesanos, adornados con ágiles silogismos iluminados con versos, son más fructíferos que los habidos en los nidos juveniles y en las clases medianeras, que viven entre la historia y el arte. Fuerte desdicha provocará mirar arriba, contemplar talentos inasequibles, y mirar abajo y ver fenómenos que no se comprenden. Los jóvenes, que repudian el esfuerzo y escupen sobre el genio, al no entender crean blasfemias, y al ser vapuleados por hombres superiores emiten críticas de tono populista. Creen que lo dicho por las masas es verdad y que todo lo nacido ayer es vetusto.
Tres señales de las frívolas pláticas de los modernos mozos nos hablan de indigencia mental, como la constante vanidad, el amor por la mentira y el desprecio hacia lo honorable. Vanidoso es quien sobrevalora sus cualidades, en las que halla virtudes que nadie capta. Ama la mentira el que para no mover la razón esgrime opiniones, que reformula para que parezcan máximas de Plutarco. Enemigo del honor, de la moral, es quien ignora que es menester, para distinguir lo bueno y lo malo, poseer valores sistematizados.
Mintiendo, pudriendo el idioma, vanagloriándonos, maltratando al prójimo con nuestras jactancias, royendo los universales valores, nacen las pláticas frívolas, que por no ser diáfanos espejos que muestren la mitad de las cosas que nunca vemos todo lo oscurecen, desordenan, confunden.
Deseaba conocer la opinión que sobre el matrimonio tienen unos bellos necios a los que inútilmente enseño las aristotélicas técnicas de persuasión, deseo truncado, no satisfecho con recias afirmaciones de mujeres derechas o de hombres de altas encomiendas, sino ensuciado con refranes de maritornes y majagranzas y con palabras locas, es decir, puestas sobre objetos inadecuados. Una de las bestias, muchacho cómodo en la estulticia, díjome que el matrimonio es abominable y que los hijos son pesadísimos lastres que hay que evitar con las más finas argucias de abogado, y otra, damita con más estiércol que miel en las venas, que el amor es cosa que llega, contraviniendo a todos los poetas de la época medieval, en la que el amor era divino, nacido al cruzarse las miradas de aquellos que durante lustros se educaron para distinguirlo.
El amor, para las bestias entrevistadas, es trampa visible, fuerza que a todos nos toca. Para ambas es, nótese, algo inhumano, fuera de nuestras manos, una existencia, esto es, algo que recibe su ser no del espíritu, sino de la materia.
Se hizo la matrimonial institución para matar la soledad, profundo estado que todo mozo desconoce y confunde con el hastío. La amistad deviene cuando alguien reconoce o admite no nuestro temperamento o comportamiento, sino cuando atisba nuestras necesidades psíquicas. Psique era para los antiguos hebreos un soplo, y todo soplo, para ser, para comunicar, debe sonar. Somos, dirían rabinos poetas, consonantes que para hablar necesitan vocales.
Los jóvenes, que ven en la amenidad el fin de la vida, no se oyen, no notan en el habla ajena vocal alguna, y se ciñen a leer estructuras sociales, consonantes, y no a oír vocales, personas. ¿Qué pueden platicar dos estructuras, dos instituciones encarnadas? Nada. Sólo pueden intercambiar retóricas proposiciones.
El arte del diálogo se origina en la búsqueda de la verdad, que compartida crece y se acomoda a la forma de cada época. No hablan, esconden los pensamientos los que empuñan la mentira para lastimar. La mentira, por no tener sonido, recoge cualquier material para ser estética, percibida por los sentidos.
Creen los jóvenes que disfrazándose podrán cruzar sin peligro los años, funesta creencia, pues la materia no se explica con falacias, sino con leyes, que sólo pueden expresarse con cribadas palabras. Describir un objeto con palabras que describen a otro, hacer metáforas, es quehacer idóneo para captar lo invisible, pero no lo visible. Usar mal nuestra lengua todo lo abigarra e imposibilita conocer hasta lo que puede conocerse. Tornar lo conocido en desconocido es afantasmar nuestra circunstancia, que hecha espejismo deforma nuestro rostro. Imposible conocernos frente a espectros que hablan cualquier triquiñuela, que andan tras la mentira, tras el decir frívolo, que disfraza.–
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