Plivitce, el agua que moldea el paisaje
Por José Luis Muñoz , 26 octubre, 2015
Toqué sur en Dubrovnik, así es que me toca ir un poco hacia el norte. Dejo Bosnia Herzegovina, y las interesantes Sarajevo y Mostar, para una mejor ocasión porque no llevo el carnet de conducir internacional y allí me lo piden. Así es que después de tomar el mediocre desayuno en el Central Park de la capital dálmata, pongo en mi GPS mi próximo destino: Plitvicka Jezera, en croata.
Tras seguir unos cien kilómetros la recortada costa del Adriático, esplendorosa por el sol que luce, entrar dos kilómetros en Bosnia Herzegovina y llenar el tanque de combustible allí, porque el diésel es mucho más barato, bordeo de nuevo el río Neretva y las poblaciones ribereñas, y cojo la A 1 en dirección Zagreb manteniendo el coche a 100 k/h aunque podría ir a 130. He perdido la cuenta de los miles de kilómetros que estoy haciendo en este viaje por el Este.
La autopista trepa y dejo atrás Dalmacia. El paisaje es montañoso y cruzo las moles de roca a través de numerosos túneles. No hay apenas tráfico. No he visto camiones de transporte en toda Croacia. Quizá, al ser un país estrecho y abocado al mar, el transporte lo hagan vía marítima. A medida que subo hacia Zagreb, el paisaje rocoso va desapareciendo bajo un manto de vegetación, arbustos, ligeramente dorada por el otoño. He dejado este parque nacional, el mejor de todo el país, el más espectacular, protegido por la UNESCO desde 1979, para el final, para pasearlo con buen tiempo.
La distancia desde Dubrovnik hasta Plivitce es de cuatrocientos kilómetros. A los doscientos hago una parada en una de esas maravillosas estaciones de servicio croata a descansar en una terraza y tomarme una bebida. El cielo está azul, la temperatura ronda los 22 grados y la lluvia es un recuerdo ya lejano.
Sigo viaje. Paso por el desvío que va al parque nacional de Krka, sobrevuelo antes por una sucesión de viaductos una zona inundada por las lluvias torrenciales que cayeron y, a cien kilómetros de Zagreb, dejo la autopista. En este país, que no ha caído en la trampa del euro, los peajes son baratos. Por 200 kilómetros pago algo menos de quince euros en kónecs.
El paisaje cambia en cuanto tomo la carretera comarcal, se hace más verde. Los árboles crecen en altura y los pastos abundan. Distingo a lo lejos, por la zona agrícola que cruzo, ganado vacuno y ovino alimentándose en praderas enormes. Dejo atrás poblaciones pequeñas y dispersas, de escaso encanto. Y poco antes de las cinco, cuando ya empieza a oscurecer, arribo a mi destino, Gracovac.
He reservado un bungaló de madera en un camping, pero lo complicado es encontrarlo. Pregunto en algunas casas y todos me dicen que siga la carretera cuando ya he dejado a mis espaldas las tres entradas al Parque Nacional de Plevitce. Finalmente encuentro el camping, enfrente de una gasolinera.
La recepcionista es una muchacha amable que me acompaña a la cabaña para que no me pierda. Es pequeña, pero confortable, y la calefacción funciona a pleno rendimiento. No he comido nada, así es que, tras dejar la maleta, el ordenador y la máquina de fotos en el bungaló, monto de nuevo en el coche y salgo a la carretera en busca de un restaurante. A dos kilómetros, en dirección a Plevitce, topo con el restaurante Plitvicicka. Son las seis de la tarde pero este país no está sujeto a horarios y uno puede comer a la hora que le dé la gana. Soy el único comensal en el restaurante. Tengo dos camareros a mi servicio que se estaban aburriendo hasta que yo he llegado. Espero que despierten al cocinero. Me apetece una sopa de tomate, y luego pido espaguetis a la carbonara.
Estoy fuera de Dalmacia, en un país muy diferente a nivel paisajístico con el que he dejado al sur, pero sigue haciendo furor la cocina italiana. La sopa de tomate es un zumo calentado. Los espaguetis a la carbonara son bastante incomestibles. La cerveza está caliente.
A las seis, cuando salgo, es ya noche cerrada, así es que regreso a mi bungaló. Visitaré el parque a la mañana siguiente. Las previsiones meteorológicas son óptimas.
Dormir con el calor de la calefacción atonta y demora la hora de despertarse. Apago el despertador, cuando suena, y sigo durmiendo una hora más, ésta a conciencia.
El desayuno del bungaló lo sirven en el restaurante que hay en la carretera. Un bufet libre algo pobretón, pero el zumo de naranja está mejor que el del hotel de lujo de Dubrovnik, los huevos revueltos son aceptables y los cruasanes están recién hechos. No soy el único huésped. Hay muchas parejas jóvenes con niños, excursionistas, pero ningún extranjero.
Hay diez kilómetros desde el camping Gracovac a la entrada 1 del parque. A las diez de la mañana encuentro un hueco en el aparcamiento al aire libre, pero la cola de coches que se dirige, en las dos direcciones, hacia Plitvicka Jezera es considerable. Un letrero alerta de que hay osos por el parque entre 11 de la noche y 7 de la mañana. El horario de los plantígrados me deja estupefacto. Osos no voy a ver con tanta gente, miles de personas, que se toman el domingo para pasarlo en ese bello y espectacular lugar.
Hago cola para sacar mi entrada. Las colas van a ser uno de los hándicaps del parque, incluso para ver las cascadas o andar por las pasarelas en los puntos más estrechos. Así es que voy a ver naturaleza espectáculo en compañía de muchos, pero no hay otra. Quien me vende el billete me pregunta cuántos días voy a permanecer en el parque. Le digo que 1, y me recomienda la ruta C, porque hay la D,E,F,G,H y K, y no hay A ni B. La C consta de ocho kilómetros y con ella me haré una idea del entorno.
En el Parque Nacional de Plevitce el agua ha esculpido un paisaje espectacular y extraordinariamente bello, más ahora que el otoño está en todo su apogeo y las hojas de las hayas, altísimas, y los castaños amarillean y la hojarasca marrón cubre los caminos. El parque ocupa 30.000 hectareas, de las que 22.000 son de bosque, está enclavado en una zona lacustre de la región de Lika, formada por dieciséis lagos intercomunicados entre sí que van recibiendo el agua uno de otro. Y el agua que se trasvasa entre los lagos forma las 92 espectaculares cascadas que se precipitan a alturas de hasta dieciséis metros. No es la naturaleza desatada del Krka, que tuve la suerte de ver gracias al exceso de agua, pero el paisaje es de una belleza apabullante. Así es que en Plevetza, a pesar de lo concurridas que están las pasarelas de madera que te acercan a los lagos, las bordean o te asoman a la caída de las cascadas, me sobreviene de nuevo el síndrome de Stendhal.
El agua de los lagos que desembalsan unos a otros está limpia. Por ellas nadan miles de truchas. Por algunas zonas, el agua invade las pasarelas, así es que el paseo es forzosamente mojado, pero en zonas inundadas los empleados del parque han dispuesto tablones para que los paseantes no se mojen.
Las cascadas, más altas o más bajas, a veces pequeños saltos de agua, otras el simple desagüe de un lago a otro, son bellas e hipnóticas. El sendero C, perfectamente señalizado, me baja hasta el fondo de la hoz y de allí me lleva, ascendiendo, a todos y cada uno de los lagos, que bordea o cruza, a todas y cada una de las cascadas de ese paisaje amable y verde que el otoño pinta de ocres y amarillos. La Milke Trnine tiene sólo seis metros de caída, pero las hay más pequeñas, simples saltos de agua de pocos centímetros, de una belleza irrefutable. El hombre mira y la naturaleza hace arte sin ningún pincel con esos bosques fruto del sincretismo del paisaje mediterráneo y alpino y el laberinto de lagos que da nacimiento a casi un centenar de cascadas. Ni el más avezado diseñador de jardines podría idear una obra así.
Hay mucha fauna en el parque, pero con tantos visitantes imposible verla hasta que no haya salido el último de ellos. Además de osos pardos, hay lobos, águilas, búhos, linces, gatos monteses y urogallos. Todos invisibles. Ni rastro de ciervos. Exceso de humanos.
Un barco eléctrico y silencioso me cruza el lago más grande. Caben cien personas y es una travesía lenta para ir disfrutando del paisaje de las orillas. La zona lacustre superior es tan bella o más que la inferior, a pesar de que la altura de los saltos de agua es menor. El sendero bordea lagos profundos de aguas oscuras, y, a veces, sin dejar nunca de vista el agua, que es el hilo conductor del parque, se adentra por hayedos espectaculares heridos por la luz del sol que crea espectros cromáticos bajo el parasol de las ramas.
La Milanovacki Slap tiene diez metros de caída. En ocasiones el agua se abre camino entre una barrera rocosa y consigue hender el muro y despeñarse en paralelo por varios puntos de la balsa. Son, en su mayoría, lagos pequeños, balsas y remansos de agua que descienden de forma escalonada por el amplio barranco. En otras las cascadas adoptan la forma de colas de caballo, o son cortinas que se mueven con la brisa. El agua fluye con suavidad por la zona, creando una paisaje amable lejos de la solemnidad alpina. Los montes interiores, que delimitan los lagos, son suaves y redondeadas lomas.
Los excursionistas llevan bocadillos, se detienen en algún lugar privilegiado con vistas a comer y a beber, pero no hay un solo papel ni envase en el parque. Los croatas aman sus montañas y las respetan. Los grupos de chinos, chinas más bien, llevan su avituallamiento en fiambreras, bolsas de nueces por si les da un bajón y botellines de agua colgados de sus mochilas. Yo no llevo nada, pero todavía puedo andar por las pasarelas formadas por tablones irregulares sin tambalearme.
La Mali Prstavac cae desde 18 metros, es una de las más altas de la zona superior de lagos; parece, por la forma, un Iguazú en miniatura. El gorgoteo del agua que corre, discurre entre la hierba, envuelve los árboles a su paso y lima las piedras, me acompaña durante todo el camino, es la banda sonora de mi excursión.
La Galovacki Buk cae desde dieciséis metros. La pasarela me acerca tanto a la caída que una lluvia de agua me empapa. La laguna del mismo nombre, sobre la que rompe, es oscura y en sus bordes nacen cañaverales y por sus aguas profundas, como en todas las lagunas que he visto, bandadas de truchas de todos los tamaños corretean buscando con avidez comida.
Cae la tarde y el sol espejea en las lagunas superiores que bordea un sendero de tierra y piedra y cruza impresionantes hayedos cuyos árboles crecen buscando la luz del sol. La temperatura, fría al inicio del día, se mantiene uniforme en torno a los veinte grados.
El paseo por Plitvicka Jezera, los lagos de Plevitce, dura unas seis horas, y el sendero C termina en una estrecha carretera en donde un autobús articulado me recoge y me lleva a la entrada del parque por la pista asfaltada que serpentea entre bosques y lagos.
Huyendo del mal recuerdo de la comida del día anterior, decido quedarme a comer en el restaurante del camping. Será infame, me digo, pero con hambre todo sabe igual. Me equivoco de plano. Las apariencias engañan. La sopa de vegetales está buena, aunque la tacita es muy escasa para el apetito que tengo después de haber andado esos ocho kilómetros por los lagos; pero los calamares a la plancha con patata y espinacas de acompañamiento, están exquisitos. La tarta strudel con que finalizo mi ágape, tributo culinario de la cocina croata a la dominación austriaca, discreta. Incomparablemente mejor la he comido en Insbruck o en Salzburgo,
Son las seis de la tarde. Tengo sueño. Así es que me retiro al caliente y confortable bungaló y, mientras encuentro el sueño, pienso en qué rumbo tomar mañana. Sigo estando al lado, a apenas diez kilómetros, de Bosnia Herzegovina en esta parte del país más ancha que la Dalmacia, pero no creo que me dejen pasar sin el carnet internacional de conducir. Cruzaré a Hungría, si las fronteras están abiertas, y de allí a Eslovaquia o Rumania. La decisión, mañana por la mañana, tras el desayuno.
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