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Poesía, frescor de la epistemología

Por Eduardo Zeind Palafox , 12 diciembre, 2015

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Por Eduardo Zeind Palafox 

Gran diferencia existe entre la prosa y la poesía. La primera es algo que llega a nosotros y la segunda algo que nos lleva a las cosas. Un artículo de Larra, por ejemplo, puede presentarnos un objeto y descifrar las causas que lo han producido, y un soneto de Lope de Vega, en cambio, nos puede hacer creer que el asunto que trata no depende de nada, que es por sí mismo lo que es. Un discurso de Ortega nos enseña que la categoría de “necesidad” enseñorea a nuestra razón, y un cuarteto de Garcilaso nos mueve hasta la noción de lo trascendental, de lo que no depende de lo empírico. Tales son, sospechamos, las más pronunciadas distinciones que dividen prosa y poesía.

Entendemos poesía al tradicional modo, como escritura poseedora de rima, cadencia, metro, etc., y por prosa una simple marcha hacia una conclusión. Dos maneras hay de conocer los objetos: la epistemológica, activa, y la doxológica, pasiva. Toda opinión, todo lo que recibimos, es materia y forma, o dicho en los términos de los filósofos, extensión e impenetrabilidad. La prosa se vuelve poética, creadora, cuando cada palabra de su cuerpo representa algo en sí, y se hace vulgar transcripción cuando es armada con frases hechas, con esquemas (“schema”, del griego σχῆμα). Éstos son paradigmas, invisibles y mudos silogismos que jalonean nuestras palabras sin que nos demos cuenta.

Únicamente el filósofo, mente avezada a las profundidades psicológicas, puede delatar los quehaceres paradigmáticos que nos impiden entender y oír lo que realmente significan las palabras. Cualquier término puede ser estudiado por dos lados: por el que enseña metido en una frase y por el que enseña solitario. El uno será siempre un momento, un grado, un fragmento, y el otro una aparente totalidad. Es la prosa, luego, riquísima gama de matices, y la poesía señal nítida, unívoca, de un objeto.

La poesía, epistemológica, señala esencias, y la prosa contingencias. Los poetas verdaderos, ha dicho Walter Whitman, perciben más que el común de los hombres. El poeta, que en algo tiene fe, conoce el mundo creyendo en un ser primero, causa de todas las cosas, o creyendo inocentemente en las cosas. La heurística de los artistas de fuste es esencialmente distinta a la de las personas de a pie.

El científico, al estudiar lo que le importa, empieza por la suposición y acaba concluyendo, es decir, siempre inicia y termina, o crea, como dice un poema de Rilke, “círculos que se abren sobre las cosas”. El pintor, en cambio, parte de la esencia, que sólo él cree conocer y que apenas puede expresar. Respetuosos recorramos un cuarteto de Garcilaso de la Vega: “Si a vuestra voluntad yo soy de cera/ y por sol tengo sólo vuestra vista,/ la cual a quien no inflama o no conquista/ con su mirar es de sentido fuera”.

Dos cosas celebra el poeta: voluntad y ojos. Los ojos, por más que queramos ver en ellos las peculiaridades del alma, son casi iguales en todas las mujeres. La voluntad, al contrario, es elemento especialísimo en cada persona, tanto, que era y es considerada una de las tres facultades principales de lo humano. Ardorosa se habrá sentido la que recibió la poesía de Garcilaso, y todo para poder imaginar la cera de que estaba hecho el que la requebraba.

Quien lee el citado cuarteto no recibe versos, es conducido hasta una imagen precisa, demasiado precisa, al punto de volverse ambigua. Las imágenes, sostenía Ezra Pound, tienen sus propias leyes físicas, sus propios dioses, milagros, cielos e infiernos. Y al modificarse las leyes que gobiernan la materia también se modifican las del lenguaje, que haciéndolo destruyen todo paradigma. Es la imaginación pictórica, la propia del poeta, la que yendo a todas las cosas, abarcándolas todas sin colgarles símbolos, renueva, refresca el lenguaje, que siendo fresco nos habilita para comprender la realidad.


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