Por una solución política en Cataluña y España
Por Carlos Almira , 23 septiembre, 2017
Confieso que, a estas alturas del conflicto por el referéndum de Cataluña, me parece estar asistiendo a un partido de fútbol (¡ah, el fútbol es la continuación de la política por otros medios!), un partido entre el Barça y el Real Madrid, con la tribuna a reventar de ultras y hooligans de uno y otro lado. ¿Pero, podría reconducirse la situación a un escenario más razonable? Yo creo, quiero creer, que sí.
Para empezar, me parece que en este punto ya no hay vuelta atrás. De un modo u otro, con la fórmula del referéndum o con algún otro tipo de pacto, el conflicto sólo podrá empezar a resolverse, a encauzarse, mediante un acuerdo entre las partes (y habrá que definir cuidadosamente, en primer lugar, estas partes o actores de la solución). Este planteamiento exige a su vez, otro previo: describir y reconocer, con la mayor objetividad y rigor posibles, en qué había consistido el encaje de Cataluña en el Estado español, antes y después de la muerte de Franco. Habrá que volver a hacer un poco de Historia (de Historia, a ser posible, con mayúsculas).
Tras la Guerra Civil, Cataluña formó parte de los vencidos. Pero eso no impidió su integración en el sistema de dominación franquista. No se olvide que el régimen de la Dictadura, en buena lógica y en armonía con una parte importante de la burguesía catalana y vasca, mantuvo el status quo territorial, que en términos de desarrollo e inversiones, privadas y públicas, privilegiaba desde finales del siglo XIX el triángulo Madrid-Barcelona-Bilbao. El encaje económico y social de estos territorios, cuyo precio era la represión cultural, alejaba de paso el fantasma de la revuelta de los trabajadores frente a los empresarios y una parte de las clases medias, catalanes y vascos incluidos. No hay que olvidar, en mi opinión, que la dictadura de Franco fue un excelente sistema de contención de las luchas sociales de esta época.
Cuando murió Franco, las llamadas nacionalidades históricas tuvieron que renegociar un nuevo encaje en el Estado, junto con el resto de las regiones (donde, tampoco se olvide, regía el mismo orden social). Fue el famoso «café para todos» de la Transición y la Constitución de 1978. Los territorios donde había una fuerte tradición política nacionalista, con partidos y sindicatos particulares bien asentados, obtuvieron una sobre-representación electoral, al hacerse coincidir sus territorios con circunscripciones electorales en los comicios estatales. Esto, como es bien sabido, les permitía ser claves en Madrid, cuando los partidos estatales no obtenían mayoría absoluta. A cambio, además de holgadas competencias en casi todos los asuntos de la administración, tuvieron un amplio margen de maniobra para desarrollar sus políticas «internas», hasta los mismos márgenes de la legalidad, siempre que fuesen acordes con el orden social a preservar. No se olvide que la Cataluña de los Pujol y de Artur Mas, la Cataluña del 3%, coincidió con la España del PSOE del pelotazo y de Filesa; del PP de Bárcenas; por no hablar de los otros territorios (la Andalucía de Chaves y de Griñán, por ejemplo). ¡Había café de sobra para todos!
La crisis de 2007/8 abrió un escenario nuevo y desconocido. En España, se quebró el sistema de partidos nacido de la Transición, pero también hasta cierto punto una parte del contrato social sobre el que aquella se había asentado (tan bien expresado por la canción «¡Libertad sin ira!»). Con una situación social en imparable deterioro (con independencia de la recuperación económica), y una fragmentación del parlamento, el encaje territorial del Estado, y las propias relación entre el poder político y su rama judicial, no podían sino verse también trastocadas. Todos los casos de corrupción emergieron en perfecto acompasamiento, porque todos formaban parte del mismo problema. Por supuesto, las relaciones entre las partes se vieron arrastradas por la misma dinámica de destrucción.
El encaje pos-franquista de Cataluña podía haber transcurrido, desde luego, por otros derroteros: podía haberse profundizado en la idea de un estado federal, con políticas tan concretas como la oferta en el sistema educativo estatal, en todos los territorios, de la enseñanza de las distintas lenguas del Estado. En vez de empeñarse en pescar en los viejos caladeros del españolismo (¡ah, el fútbol es la continuación de la política por otros medios, como la política es la continuación del fútbol!), no sólo por la llamada derecha, sino por el Psoe de rancio abolengo, o sencillamente el partido cuenta-votos que se esconde tras las hermosas palabras, calculando al milímetro la repercusión electoral de cada una de sus opciones, y por los mismos nacionalistas periféricos, represores del español en sus sistemas educativos propios, siempre dispuestos además, al victimismo, si en vez de eso se hubiese querido construir un estado verdaderamente democrático, descentralizado, basado en la justicia y la fraternidad de todos, este encaje podía haber sido muy distinto.
De cualquier forma, aunque ya no haya marcha atrás en muchas cosas importantes (¡Dios mío, ojalá yo esté equivocado, y todo esto no sean más que elucubraciones mías!), algo habrá que hacer para evitar lo peor. Y se me ocurre que un primer paso podría ser, sin romper con la Constitución de 1978, ir no hacia un sólo referéndum en Cataluña, sino hacia dos: uno en España y otro en Cataluña. Me explico.
Puesto que en la Constitución de 1978 se declara como soberano al pueblo («nación»), española, es claro que cualquier cambio de modelo territorial deberá pasar, si no se quiere romper con el actual orden constitucional, por un referéndum a nivel estatal. Pero este referéndum, en vez de plantear directamente la cuestión de la independencia de Cataluña, podría plantear otra, a saber: preguntar a los españoles si están de acuerdo en que haya un referéndum pactado previamente entre el Estado y Cataluña, en tales y tales términos.
El contenido (político) clave de este segundo referéndum catalán, en este escenario, sería previamente definido mediante negociación entre el Estado y Cataluña, y no tendría por qué seguir en la lógica nacionalista (de ambos bandos) del todo o nada. Podría, por ejemplo, intentar conseguirse una fórmula intermedia, no sólo a nivel de competencias territoriales, impuestos, etcétera, sino al nivel de las otras regiones de España (en el sentido que he apuntado antes, de reconocimiento y fraternidad, por ejemplo en la oferta de las distintas lenguas y culturas, en los respectivos sistemas educativos, a cambio del reconocimiento y el respeto del hecho de España, y del español, en los sistemas educativos catalán, vasco, etcétera). Por ejemplo.
Una vez acordados estos términos, se someterían al pueblo español, soberano, dejándole la decisión última así definida, a someter, si fuese el caso, en Cataluña. Y si éste lo aprobase, lo cual no sería descabellado si se ha conseguido antes un acuerdo entre las partes, entonces se abordarían las reformas constitucionales que implicase este acuerdo, con el objeto de redefinir de una forma legal y pacífica nuestro modelo territorial.
¿Tan difícil es hacer política en vez de fútbol?
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