Psicología de la metrópoli
Por Eduardo Zeind Palafox , 3 octubre, 2014
Las grandes ciudades, dice M. Berman en su libro “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, engendran personas desaliñadas que no armonizan con los paisajes de acero, hierro y cemento de que están hechas; las ciudades con hospitales, cárceles y universidades, es decir, con instituciones para las que el ser humano nace corrupto, bárbaro, afirmó Michel Foucault en una de sus históricas clases, producen monstruos, gentes depravadas, truhanescas y extravagantes; las metrópolis, escribió en conocido ensayo Simmel, sociólogo, a fuerza de garrulería, de objetos que hablan, que persuaden, aniquilan toda personalidad, toda individualidad.
Asombra la habilidad con la cual la población de tales aglomerados urbanos brega contra el monopolio intelectual, gigante para el que fatalmente vive, que la traga, que la uniforma, que la obliga a usar un lenguaje determinado, preciso, “científico”. Quien no usa dicho lenguaje parece maleducado, da desconfianza, pasa por maleante, por enfermo. Hay un lenguaje “científico” y hasta un “método” para el cortejo, para suplicar trabajo, para adular, para amar, y quien los desacata no obtiene lo que desea.
El lenguaje es, siguiendo a los sociólogos y a los poetas, a un Juan del Encina y a un Karl Marx, extensión de la vestimenta, que delata cuán “científicos” somos. Mal es vestir como procurador y hablar como albañil y mal es ser albañil y tener ínfulas de procurador. Antaño eran las clases cómodas, adineradas, educadas, artísticas, talentosas, las que dictaban cómo había que vestir, hablar y comportarse; hoy pasa lo contrario, pues son los científicos los que imponen sus menudencias tecnócratas.
El arte, expresión magistral que distinguía al educado, hoy es un desvalor, actividad de gente “ociosa”, y la ciencia preocupación de gente “seria”, “científica”. La ciencia sólo es practicable echando mano de la técnica, del método, de la teoría, dimensiones del saber que se materializan en objetos, manuales y en retórica. Tales materias han escapado de laboratorios y universidades y han parado en la calle, donde hablan excesivamente porque falta quien las frene, quien las acote. Yo he oído hablar de física cuántica a amas de casa desgreñadas y de teorías estéticas a sendos meseros analfabetos.
El obrero, el maestro, la madre, todos, al verse atacados por la garrulería de las ciudades, que concentran lo enlistado, conocen lo que llamo “irregularidad fenomenológica”.
La ciudad griega estaba impregnada de filosofía, de arte, de dioses, de musas; la romana de política, de soldadesco vivir; la medieval de religión, de artesanías, pero la moderna, ¿de qué está impregnada la ciudad moderna? Hoy faltan oráculos, jurisconsultos y sacerdotes que interpreten la existencia. París, Nueva York, el Distrito Federal, Buenos Aires, son lugares donde todo puede suceder, donde los prodigios, zarabandas y espectáculos grotescos son cosas corrientes. Ya no se sabe si las protestas escritas sobre las paredes son fenómenos políticos, artísticos, económicos o étnicos; ya no se sabe si el libro escrito por un profesor anarquista es obra científica, filosófica o histórica. Impera la “irregularidad fenomenológica”. Los científicos, que podrían ser los nuevos oráculos, apenas pueden entender la ínfima heredad que les corresponde.
Para las instituciones que gobiernan es fácil disfrazar las reclamaciones y quejas que hay en las paredes con los términos “arte popular” y los panfletos políticos con las palabras “libertad” y “diversidad”. El libro del profesor revolucionario acaba siendo materia de estudio de etnólogos y de teóricos de la política, obra “regularizada”, esto es, asimilada por la “ciencia”.
¿Por qué las expresiones libertarias son tan fácilmente tragadas, homogeneizadas? Porque la noción de “ciencia” manda en las mentes de las poblaciones metropolitanas. Decía Kant que hay representaciones que facilitan la observación de objetos sólo visibles bajo la luz de la imaginación, como los que estudia la sociología y la literatura, y además objetos harto durables y famosos que acaban, aunque sean indiscernibles para los sentidos del pueblo, existiendo en la cabeza, como los átomos y los astros.
La noción de “ciencia” es una vaga representación que todo metropolitano tiene y que le permite “regularizar” la “irregularidad fenomenológica”, la variedad de hechos que tienen cabida en la ciudad. Sólo se usa, así, el lenguaje científico, único que permite sobrevivir a la garrulería de las cosas. Quien inventa las palabras manipula los fenómenos y quien construye los fenómenos, la “ciencia”, regula la imaginación, las taxonomías, determinando así qué es política, qué ciencia, qué libertad, qué progreso.
Profesor Edvard Zeind Palafox
http://donpalafox.blogspot.mx/
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