Portada » Columnistas » Crítica paniaguada » ¿Puede el socialista ser feliz?

¿Puede el socialista ser feliz?

Por Eduardo Zeind Palafox , 2 mayo, 2019

Feeding Muriel at Wallington, summer 1939 (Dennis Collings)

 

Por George Orwell

Traducción: Eduardo Zeind Palafox 

 

El estro navideño levanta casi automáticamente el pensamiento de Charles Dickens por dos loables razones. Empecemos: es que Dickens es de los pocos ingleses escritores que actualmente escriben respecto la Navidad. La Navidad es de los más populares festivales ingleses, y sombríamente ha causado escasa literatura. Hay los villancicos, de genérico origen medieval, y hay nimio puñado de poemas de Robert Bridges, de T. S. Eliot y de otros, y Dickens, y muy poco más. Segundo: Dickens es sobresaliente, casi único, entre los modernos escritores capaces de dispensar convincentes imágenes de la felicidad.

Dickens maneja con gracejo lo navideño dos veces en capítulo de los Papeles de Pickwick y en Canto navideño. Lenin, refiere su esposa, luego de escuchar el canto casi yéndose de la vida, dijo que le pareció “aburguesada sensiblería” completamente intolerable. De cierto modo Lenin fue verídico. Mas saludable hubiera, tal vez, notado en la historia interesantísimas significaciones sociológicas. En primer lugar, pese al abigarrado, patético Tiny Tim, la familia Cratchit impresiona por el mucho regocijarse. Es feliz, por ejemplo, tanto como no lo son los citadinos de Noticias sin origen, de William Morris. Además, el intelecto de Dickens es ardid que mediante el contraste deriva tal felicidad. Ellos se inspiran porque una vez, al menos, comerán bastante. El lobo acecha la puerta, pero menea el rabo. El vaho del navideño bizcocho flota entre usureras casas y sudores, y ambivalentemente el fantasma Scrooge merodea el comedor. Bob Cratchit afana brindar por la salud de Scrooge, afán que la señora Cratchit bien ataja. La familia Cratchit capaz es de gozar la Navidad precisamente porque deviene sólo una vez cada año, y tal alegría persuade sólo porque es parcialmente descripta.

Toda tentativa de describir la perdurable felicidad, por cierto, ha errado. Las utopías (es contingencia que el término “utopía” signifique “buen sitio”, pues significa sólo “inexistente lugar”) han sido ordinarias durante los pretéritos trescientos, cuatrocientos años, y las “optimistas” han sido invariablemente yermas, ayunas de vitalidad también.

En verdad, las más conocidas utopías modernas son las de Wells, cuya visión del futuro se expresa casi totalmente en dos libros, “El sueño” y “Hombres cual dioses”. En ellos hay la imagen del mundo que Wells afana o que cree que afana, un mundo que se distingue por el ilustrado hedonismo y por la curiosidad científica. Todo demonio y miseria que hoy padecemos desaparece. Ignorancia, belicosidad, pobreza, suciedad, afección, frustración, temor, explotación, superstición, desaparecen. Dicho así, imposible es negar que tal es el mundo que todos esperamos. Queremos abolir lo que Wells desea abolir. ¿Pero hay quien realmente desee vivir en la wellsiana utopía? Contrariamente, el no vivir en tales mundos, el no despertar en límpidos suburbios verdeantes poblados por escolares desnudos, en verdad es conciente motivo político. Libros como “Bravo nuevo mundo” son expresiones del actual miedo que el moderno hombre padece ante la racionalizada y hedonista sociedad que se puede crear. Un católico redactor ha poco dijo que las utopías, hoy, son técnicamente factibles, y que en consecuencia el cómo soslayarlas es ya serio problema. Lo escrito no es mero comentario tonto. Una de las razones de los fascistas movimientos es el deseo de evitar que el mundo sea en demasía racional, cómodo.

Toda utopía “optimista” es semejante porque postula perfección y es incapaz de connotar felicidad. “Noticias sin origen” es una como sensiblera versión de la wellsiana utopía. Todos son corteses, razonables, y toda virtud procede de Libertad, mas la impresión remanente es la lacrimosa melancolía. Pero más impresiona que Jonathan Swift, uno de los más grandes escritores imaginativos, no haya con más éxito que otros urdido alguna “optimista” utopía.

Las primigenias partes de los “Viajes de Gulliver” son, a buen seguro, la más devastadora crítica hacia la humana sociedad que se haya escrito. Cada palabra de ella es hoy relevante. Contiene, en partes, minuciosas, detalladas profecías sobre los políticos horrores de nuestro tiempo. Donde Swift yerra, sin embargo, es tratando de describir una raza de seres que él admira. Y en las postreras partes, parangonadas con los abominables Yahoos, se nos muestran los nobles Houyhnnms, caballos inteligentes libres de todo humano error. Tales caballos, de carácter enaltecido, de infalible sentido común, son turgentemente criaturas tristes. Cual los habitantes de otras variadas utopías, se angustian soslayando lo escandaloso. Viven sin sobresaltos, con suavidad, “razonablemente”, libres no sólo de bregas, caos e incertidumbre de índole cualquiera, sino además de “pasiones”, incluso las carnales. Eligen amigos según principios eugenésicos, esquivan todo afecto desmesurado, y parecen algo alegres en la hora de morir. En las secciones primeras del libro Swift ha mostrado adónde para la desvergonzada locura humana. Mas quítese la locura, lo desvergonzante, y queda, parece, mediocre existencia que difícilmente se arrostra.

Otras tentativas de describir definitivamente diversa, terrenal felicidad, también se han malogrado. El Cielo es utopía fracasada aunque el Infierno se sitúe respetablemente en la literatura, que de ordinario ha sido más minuciosa y convincentemente descripto.

Común es que el Cielo cristiano, como usualmente se ha pintado, a nadie persuada. Casi todo cristiano escritor, comerciando con el Cielo, o dice francamente que es indescriptible o representa abigarramientos de oro, piedras exóticas e himnos cantados sin fin. Ha, cierto es, inspirado alguno de los mejores poemas del mundo:

Azules, translúcidos son tus muros,
y diamantinas, simétricas, tus fortificaciones,
y aperladas, orientales, tus salas.
¡Desmesura rica, rara!

Mas no se logra describir el modo de ser por el que el ordinario ser humano lucha realmente. Muchos revivalistas ministros y mucha clerecía jesuita (recuérdese, p. ej., el hórrido sermón del “Retrato del artista” de James Joyce) despellejan, arredran congregaciones con pinturas infernales. Pero apenas se trata lo celestial, se cae en palabras como “éxtasis” y “beatitud” y en someras tentativas exegéticas. Tal vez lo más vital de lo escrito sobre el tema sea el pasaje famoso donde Tertuliano asevera que de los mayores goces del Cielo es mirar malos torturados.

Las paganas versiones del Paraíso son algo mejores. Percibe uno siempre que ellas son crepusculares, bucólicas, elíseas. El Olimpo, por dioses habitado, con néctares, ambrosías, Hebe y ninfas, o “hetairas inmortales”, según dice D. H. Lawrence, es algo más hospitalario que el Cielo cristiano, mas nadie gastaría demasiado tiempo en él. El musulmán Paraíso, con decenas de vírgenes que afanan a una ser atendidas por un mismo hombre, es tormentoso. Ni los espiritualistas, aseverando mucho que “todo es lumínico y bello”, logran describir postrero quehacer que la gente pensante afanase y tolerase.

Lo mismo acaece con las tentativas descripciones de la perfecta felicidad, que ni son utópicas ni extramundanas, sino mero sensualismo. Siempre parecen vacuas, vulgares, o ambas cosas. “La doncella”, de Voltaire, principia describiendo la vida de Carlos IX con Agnes Sorel, la adamada. Son “siempre felices”, se dice. ¿De qué es tal felicidad? De mucho frecuentar banquetes, bebidas, cacerías, fornicaciones. ¿Quién no amenguará con tal existencia luego de pocas semanas? Rabelais habla de los bienaventurados espíritus que gozan buenos tiempos de consolación en el extramundo por haber padecido en el mundo. Cantan algo que someramente se traduce así: “Brincar, bailar, trucar, beber blancos, rojos vinos, haraganear todo el día o sólo contar doradas épicas”. ¡Qué tedioso parece, después de todo! La vacuidad de toda intuición de duraderos “buenos tiempos” se muestra en “Tierra de pereza”, de Bruegel, donde tres magnos, grasosos, adormitados bultos, aúnan las cabezas entre cocidos huevos y porquerizos asados prestos para ser consensualmente comidos.

Parece que el ser humano incapaz es de describir, o tal vez de imaginar, la felicidad allende los términos contrastantes. Por eso las celestiales concepciones varían en cada época. En la preindustrial sociedad el Cielo fue descripto cual sitio de eterno sosiego y empedrado con oro porque el hombre común vivía sobre-explotado, empobrecido. Las vírgenes del musulmán paraíso muestran polígama sociedad donde muchísimas mujeres eran tragadas por el harén del rico. Tales pinturas de “eterno bien” siempre erraron porque el bien devenía eterno (lo eterno era tiempo sin límites), por lo que el contraste cesaba de operar. Algunos paradigmas inclusos en la literatura nuestra surgieron de físicas condiciones que han desaparecido. La adoración primaveral sea ejemplo. En la Edad Media la primavera no signó, sobre todo, aves y florestas, sino vegetales verdeantes, leche y carne fresca dados luego de vivir de cecinas y en humeantes zahúrdas. Las primaverales canciones eran alegres:

Nada hacer sino comer, animarse,

y agradecer a Dios por el año bueno,
por la asequible carne, por las cariñosas mujeres,
por los mozos gallardos de allá, de acá,
tan alegres y siempre entre lo alegre.

Había siempre razones de alegría. El invierno fenecía y eso era grandioso. La Navidad, festival precristiano, surgió probablemente por el menester de accesos ocasionales de glotonería, de beodez, de reposar del inhóspito invierno nórdico.

La zafiedad humana, tratando de imaginar la felicidad sin remitirse al sosiego granjeado con tesón o con dolor, presenta a los socialistas serio problema. Dickens es capaz de describir malhadada familia rodeando asadas aves que parezca feliz. Por otro lado, los pobladores de perfectos mundos parecen inespontáneamente felices y son, de ordinario, de repulsivo trato. Pero a las claras no apuntamos al tipo de mundo por Dickens descripto ni, probablemente, a alguno que pudiera él imaginar. El objetivo socialista no es la sociedad donde todo, finalmente, bien acaece merced a la aviar benevolencia de añosos caballeros. ¿No vislumbramos, entonces, sociedad donde la “caridad” sea innecesaria? Afanamos mundo donde Scrooge, con sus pecunios, y donde Tiny Tim, con su bipedestada tuberculosis, sean impensables. ¿Lo dicho significa que apuntamos hacia indolora, laxa utopía? Aventuro palabras con las que los editores de Tribune tal vez no convendrán: sugiero que el objetivo real del socialismo no es la felicidad. La felicidad, hasta hoy, es algo derivado, y por lo visto será así siempre. El objetivo real del socialismo es la hermandad humana. Esto fue, en general, lo apremiante, aunque poco se profiera o no se diga en altas voces. Gastan la vida los hombres es descorazonadoras bregas políticas, o se entreveran en guerras civiles o en torturas en secretas prisiones de la Gestapo, no para establecer algún cálido o fresco o lumínico paraíso, sino porque afanan sitio donde los seres humanos se amen mutuamente y no se estafen o asesinen. Y afanan que tal mundo sea el primer paso. Qué hacer luego de eso es poco certero, y tratar de preverlo minuciosamente sólo abigarra la cuestión.

Las socialistas meditaciones lidian en predicciones, pero sólo de modo general. De ordinario se debe apuntar hacia objetivos que sólo débilmente se vislumbran. Hoy, por ejemplo, el mundo guerrea y desea paz, mundo ayuno de convivencia pacífica, que nunca ha conocido, al menos que el salvaje noble haya existido. El mundo desea algo que someramente se sabe puede existir y que no puede definir. En Navidad miles de hombres morirán desangrados en los fríos rusos, o serán ahogados en aguas pétreas, o se destrozarán en densas islas del Pacífico, y destechados niños bregarán por alimento entre derruidas, alemanas ciudades. Que tal tipo de cosa sea imposible es loable objetivo, pero declarar con minucia la paz del mundo es diferente problema.

Casi todo urdidor de utopías se asemeja al dolorido molar, y cree que ser feliz es carecer de los molares padecimientos. Afana crear perfecta sociedad mediante la inacabada continuación de algo que fue de valía porque fue temporal. Los genéricos planes declaran la existencia de algunas rutas que la humanidad debiera andar. La gran estrategia se traza, pero taracear la profecía no nos compete. Cualesquiera que procura imaginar la perfección revela la propia oquedad. Tal el caso, inclusive, del gran escritor Swift, que siendo capaz de agudamente criticar obispos y políticos, al tratar de engendrar al superhombre nos deja con la figuración de que quiso que los hediondos Yahoos, por sí mismos, fueran más propincuos, factibles, que los iluminados Houyhnhnms.-

Tribune, 20 de diciembre de 1943

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.