Qué difícil es ser un dios, de Aleksei German
Por José Luis Muñoz , 8 mayo, 2015
Mientras el cine norteamericano es, salvo muy honrosas excepciones, una boyante industria, el de los países del Este de Europa, y, concretamente, el que sale de Rusia, a pesar de Putin y de la anterior férrea censura política del período soviético, sigue apuntando hacia el arte y es una pena que nos llegue con tantas dificultades y con cuentagotas lo que allí se produce. La huella de los cineastas soviéticos Serguei M. Eisenstein, Vsévolod Pudvodkin o Dziga Vértov sigue muy presente en un arte cinematográfico que no busca el éxito de la taquilla sino la creación pura y simple, y la experimentación como es el caso de Aleksei German o Aleksandr Sokúrov.
Durante casi ciento ochenta minutos los seres terroríficos—ni en las más extravagantes pesadillas fellinianas habíamos visto un muestrario semejante, así es que mi aplauso al director de casting— que pueblan las imágenes inclasificable de Qué difícil es ser un dios, deformes, cojos, mancos, leprosos, enanos, gordos sebosos, hermafroditas, famélicos con pústulas, chapotean en un lodazal infecto, el de su espantoso hábitat rural barrido por la lluvia y la niebla, entre barro, heces, vómitos, esputos, sangre y leche. Los humores humanos, las tripas, y hablo en sentido literal, forman una argamasa compacta con la tierra de las casas que se desmoronan con la lluvia. Brueghel, El Bosco y Dante, como referentes imaginarios y literarios de un fresco terrorífico, y seguramente realista, de la Edad Media, la época del oscurantismo que sucedió a la caída del imperio romano y alumbró luego el espléndido Renacimiento.
Pero, ¿qué hubiera pasado si esa Edad Media se hubiera prolongado en el tiempo y el Renacimiento, por la eliminación física de los pensadores y artistas que quisieron alumbrarlo, nunca hubiera llegado? De esa premisa, de la adaptación de la novela futurista de Arkadiy y Boris Strugatskiy—anteriormente adaptada por el director germano Peter Fleischmann en 1989, El poder de un dios, película que los hermanos y escritores rusos repudiaron—, que transcurre en un planeta anclado en una eterna Edad Media, sin futuro de progreso, nace este fresco épico que constituye el testamento cinematográfico de Aleksei German, en el que este director de obra tan escasa, sólo cuatro películas—La séptima compañía, Control en los caminos, Veinte días sin guerra, Mi amigo Iván Lapshin—, invirtió nada menos que trece años de rodaje tras pasar cuarenta años obsesionado por adaptar el texto literario.
Pocas películas pueden parecer, a priori, tan desagradables como ésta—afortunadamente está rodada en un extraordinario blanco y negro—y ser, al mismo tiempo, tan hipnóticas. Imposible dejar de contemplar un segundo la pantalla, atrapado por la vorágine de imágenes que literalmente estallan, provocan y arrastran, que hieden desprendiendo miasmas, en las que entra, si se rinde y entrega, como en una pesadilla que no tiene fin.
A través del personaje de Don Rumata (Leonid Yarmolnik), un terrestre que llega a ese planeta, Arkanar, haciéndose pasar por hijo de dios y se convierte en un noble señor feudal dueño de la vida y la muerte de sus desventurados súbditos que malviven en una pútrida aldea, Aleksei German traza una alegoría sobre el poder absoluto, sustentado en la fuerza física, la capacidad de liderazgo y en un superior conocimiento, para subyugar a la plebe representada por una masa amorfa y embrutecida—pienso en Brutos, feos y malos de Ettore Scola mientras me sobrecojo con los personajes de ese hormiguero inhumano—incapaz del menor pensamiento. Con sus poderes sobrenaturales, el noble déspota somete a los suyos, hace con ellos lo que le viene en gana y sólo una secta de monjes soldados, que invaden su territorio, pondrá en entredicho su poderío.
Pocas veces un realizador había conseguido transmitirnos de forma tan física la sensación de putrefacción de un sistema (¿la Rusia actual?) y una época. Paul Verhoeven en su notable Los señores del acero huía de estereotipos que presentaban a los señores nobiliarios como caballeros y los reducía al papel de villanos, salteadores, asesinos y violadores en las antípodas de los libros de caballerías que los ensalzaban. Parte de esa suciedad medieval, y también en blanco y negro, y con una potencia de imágenes tremenda, encontrábamos en la magistral película de Orson Welles Campanadas a medianoche sobre textos de William Shakespeare. Pero la película póstuma de Aleksei German, fábula sobre el poder y el embrutecimiento de las masas para que ese poder no sea nunca cuestionado, supera todo lo imaginable y con poderosas imágenes, una cámara que nunca se está quieta y diálogos entrelazados sin fin, en interminables planos secuencias que transcurren por pasadizos de castillos, infectas mazmorras o pasan a través de ahorcados putrefactos que penden cubiertos de escamas para que los cuervos saquen sus ojos, nos sumerge en el infierno de Dante en un ejercicio de feísmo arriesgado del que emerge como obra de arte incuestionable.
Qué difícil es ser un dios es una de las obras cinematográficas más impresionantes que se hayan rodado últimamente. Como el aullido de una gárgola.
Título original: Trydno byt bogom
País: Rusia
Año de producción: 2013
Género: drama histórico
Duración: 177 minutos
Director: Aleksei German
Estreno en España: 24/04/2015
Comentarios recientes