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¿Qué es la ciencia?

Por Eduardo Zeind Palafox , 22 marzo, 2018

 


Por George Orwell
Traducción: Eduardo Zeind Palafox 

La semana pasada «La Tribuna» publicó interesante escrito del señor Steward Cook, en que sugiere que el modo mejor de evitar el peligro de las «jerarquías científicas» es procurar que cada miembro del gran público sea, dentro de lo posible, educado científicamente, y que los científicos, al mismo tiempo, abandonen el aislamiento y sean animados a participar en los grandes asuntos de la política y la administración pública.

Como propuesta genérica, creo, lo dicho logra nuestro consenso, pero noto que, como de ordinario sucede, el señor Cook no define la ciencia, sino meramente sugiere que ella es un como conocimiento exacto cuya experimentación se realiza bajo condiciones de laboratorio. La educación adulta tiende a «descuidar los estudios científicos y a favorecer los literarios, económicos y sociales asuntos». Economía y sociología no son tenidos por ramas científicas. Aparentemente. Esto importa mucho. La palabra «ciencia», hoy, porta al menos dos significados, y la entera cuestión de la educación científica es obscurecida por la actual tendencia de oscilar entre un significado y otro.

Ciencia generalmente significa o (a) ciencias exactas, tales como la química, la física, etc., o (b) método de pensamiento que obtiene resultados comprobables razonando lógicamente hechos observados.

Si se pregunta a un científico o a cualquier persona realmente educada qué es ciencia, probablemente se obtendrá una respuesta aproximada a (b). En la vida cotidiana, sin embargo, tanto en el habla como en lo escrito, la gente da a la palabra «ciencia» el significado (a). La «ciencia» es algo que acaece en el laboratorio. La palabra suscita imágenes de gráficas, de tubos de ensayo, de balances, de mecheros Bunsen, de microscopios. Un biólogo, un astrónomo, o tal vez un psicólogo o un matemático, es descrito como «hombre de ciencia». No se suele aplicar dicho término al estadista, al poeta, al periodista, al filósofo. Y los que aseveran que el joven debe ser educado científicamente dicen, casi invariablemente, que debe saber más de radioactividad, de los astros, de fisiología, de su propio cuerpo, y no que debe saber pensar con exactitud.

Tales significaciones confusas, deliberadas en parte, son un gran peligro. En la demanda de más educación científica anda la suposición de que quien han sido científicamente preparado arrostra todo asunto con más inteligencia que quien no ha sido preparado así. Las opiniones políticas de los científicos, se cree, sus opiniones sobre sociología, moral, filosofía, o tal vez sobre el arte, valen más que las del hombre simple. El mundo, en pocas palabras, mejoraría si los científicos lo controlaran. Pero un «científico», se ve, en la práctica es el especialista de una de las ciencias exactas. Resulta, luego, que un químico o un físico, en sí, es más inteligente en política que un poeta o un abogado. Y, de hecho, ya hay millones de personas que creen eso.

¿Realmente el «científico», en tal sentido, tiene más probabilidades que la gente común de arrostrar con objetividad los problemas no científicos? No hay muchas razones para pensarlo. Tómese una simple prueba: la capacidad de resistir el nacionalismo. Con laxitud se afirma que «la ciencia es internacional», pero en la realidad los científicos de todos los países se alistan detrás de sus gobiernos con menos escrúpulos que los sentidos por escritores y artistas. La alemana comunidad científica, como un todo, no se opuso a Hitler. Podía Hitler arruinar el porvenir de la ciencia alemana, pero había abundancia de hombres dotados para las investigaciones de cosas como el petróleo sintético, los aviones, los misiles, la bomba atómica. Sin ellos la maquinaria bélica alemana no podía ser construida.

¿Qué sucedió, por otra parte, a la literatura alemana cuando los nazis allegaron el poder? Creo que una lista exhaustiva no se ha publicado, mas imagino que la cantidad de científicos alemanes que voluntariamente se exiliaron, descontando a los judíos, o fueron por el régimen perseguidos, es mucho menor que la cantidad de escritores y periodistas. Más siniestra es la cantidad de científicos alemanes que admitieron la monstruosa «ciencia racial». Se pueden hallar afirmaciones al respecto por ellos firmadas en el libro «Espíritu y estructura del fascismo alemán», del profesor Brady.

En formas ligeramente distintas vemos la misma imagen por doquier. En Inglaterra, gran parte de nuestros mejores científicos aceptan la estructura social capitalista, según se ve en la relativa facilidad con que aceptan caballerías, baronazgos, nobleza. Desde Tennyson, ningún escritor inglés de valía -podemos exceptuar a sir Max Beerbohm- ha sido ennoblecido. Y los científicos ingleses que simplemente admiten el «status quo» son comunistas, lo que significa que aunque son escrupulosos en sus investigaciones están dispuestos a ser acríticos y hasta deshonestos en ciertos asuntos. Verdad es que el mero entrenarse en una o más exactas ciencias, que el combinarlo con grandes dones, no garantiza humanas o escépticas perspectivas. Los físicos de media docena de naciones principales, trabajando fervorosa, secretamente en la bomba atómica, demuestran lo dicho.

¿Pero todo esto nos hace suponer que el gran público no debe ser científicamente educado? ¡Al contrario! Significa que tal educación será para las masas poco provechosa, y posiblemente harto dañina, si se ciñe a la física, a la química, a la biología, etc., y es detrimento para la literatura y la historia. El probable efecto sobre el hombre promedio podría ser la mengua del rango intelectual y el despreciar, más que nunca, los conocimientos que se ignoran. Sus reacciones políticas podrían ser menos inteligentes que las del rural iletrado, dueño de pobres recuerdos históricos y de una segura sensibilidad estética.

Es claro que la educación científica supone la implantación de racionales, escépticos, experimentales hábitos intelectuales. Supone la adquisición de un «método» -uno que puede usarse en cualquier problema- y no el simple hacinamiento de datos. Póngase en tales palabras y el apologista de la científica educación, en general, asentirá. Pero acúciesele, pídasele particularizar, y de algún modo tornará siempre a creer que tal educación consiste en atender a las ciencias, o en otras palabras, a los datos. La idea de que es la ciencia una visión del mundo y no un simple cuerpo de informaciones es en la práctica repelida con fuerza. Creo que el puro celo profesional es parte de la causa de lo dicho. Si la ciencia es un simple método o una actitud que hace que cualquiera medianamente racional sea tildado de científico, ¿qué sucede con el prestigio enorme hoy gozado por el químico, por el físico, etc., que asevera ser más sabio que los demás?

Hace cien años Charles Kingsley describió la ciencia así: «creación de hórridos olores en un laboratorio». Hace uno o dos años un químico industrial joven me dijo, orondo, que «no podía ver la utilidad de la poesía». Se mueve el péndulo de aquí allá, mas no noto que una actitud sea mejor que otra. La ciencia del momento asciende, y oímos con justeza que las masas deben ser científicamente educadas, pero no que los científicos se beneficiarían con un poco de cultura. Luego de escribir esto leí en americana revista que un número de físicos británicos y norteamericanos se negó desde el principio a la investigación atomística, pues bien sabía en qué podía usarse. He aquí un grupo de hombres similares en medio de un lunático mundo. Y aunque no hay nombres publicados, creo que es conjetura fiable decir que todos ellos son gente con algún tipo de bagaje cultural, con algunos saberes de historia o de literatura, o en resumen, gente cuyos intereses no son, en el moderno sentido de la palabra, meramente científicos.-

1945


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