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¿Qué es la filosofía?

Por Eduardo Zeind Palafox , 7 noviembre, 2015

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Vana presunción es querer encajar en un sistema todos los avatares del mundo. Los que lo ensayan echan demasiado peso sobre las espaldas y terminan fatigados prontamente, y los que no acaban yendo, por falta de prudencia y discernimiento, donde no es menester ir. Unos, por ambición, acumulan saberes indigestos y enloquecen, y los otros, por displicencia, a fuerza de ser cuerdos se hacen víctimas de las tradiciones. Los que ignoran el filosofar se conforman con las opiniones que reciben, y los que filosofan, si lo hacen sin cordura, acaban inventando proposiciones sin basamento.

Hay pueblos filósofos, como Grecia, que creen en lo inmutable, que ellos son como ríos que corren sobre lo perenne, y hay pueblos científicos, como el norteamericano, que se glorían de sus muchas invenciones y jugueterías. Es la filosofía, decían los antiguos medievales, la criada de la teología, o mero andamio sin valor si carecemos de doctrina. Los teólogos, además de buscar firmezas materiales en lo que se palpa, buscan firmezas divinas, una alta unidad, afán diferente al de los científicos, curiosos que aplauden toda luz que ayude a descifrar el mecanismo de la totalidad que día tras día imaginan.

Parecerá paradójico que sean los científicos cabezas con más imaginación que los teólogos, pues estamos acostumbrados a ver en la ciencia arideces intolerantes ante la fantasía y en la teología infinitas amplitudes donde cabe todo, desde las revelaciones que conocemos en la Biblia hasta prefiguraciones mostrencas de soñadores lujuriosos.

Copleston, que historió los mentales andares del género humano, escribió que fue Mileto la cuna de Jonia y ésta de la proeza intelectual de Grecia, donde se buscó lo perdurable, que causó nostalgias y pesimismos y amor hacia el poder. Coronaban los griegos al hombre que ponía su voluntad contra la suerte y triunfaba y al que aprendía a desdeñar los laureles y todo goce mundanal [1]. Voluntad férrea y escarmentado estoicismo, pugnaz vivir, vivir sin vivir en nosotros, como decía Santa Teresa, y hambre de solidez, son los orígenes de la filosofía, acontecimiento principal de la historia que procuraremos desbrozar para que los leyentes o se preñen de intereses platónicos o simplemente conozcan las cualidades principales del buen pensar, que tan maltratado anda últimamente.

Apoyados en texto bíblico meditaremos el quid de la filosofía, que puede ser utensilio o costumbre. Cuando la filosofía nos parece simple utensilio arrostramos los obstáculos de nuestra existencia como quien pretende comprender los ardides de magos, truhanes y charlatanes, pero cuando nos parece elemental, imprescindible, resolvemos las problemáticas que nos estorban con la paciencia del que todo lo ha visto, del que vio ya los cielos abiertos. Dos mesas hay para poner nuestros asuntos: la del azar y la del tedio. La primera nos divierte, suspende y acucia, y la segunda nos aburre, acostumbra y sosiega. Es la filosofía como el tedio del sabio, que todo lo prevé, que con nada se contenta. Es el azar como la admiración del párvulo, que de todo llora, ríe o se asusta.

Muchas son las filosofías que ocultan con el “velo” del hablar cultivado, según gracioso decir del historiador Eduardo Gibbon, el caos sobre el que están fundadas. Vivir filosóficamente es vivir bajo la férula de un dogma sincerado, que si lo es en verdad seguirá enhiesto con o sin filosofía que lo soporte. En tanto dogma es dirección, vía, la filosofía en parte es duda, andar caminos nuevos para llegar a sitio eterno. Quien como el místico, digamos, no penetra los dogmas suave, naturalmente, debe bregar contra su impericia espiritual filosofando, y quien se eleva por ser harto ligero debe agarrarse de la filosofía para no cometer o decir insensateces.

Mucha razón llevaba San Pablo al decir (Colonenses 2: 8): “Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo”. Es la filosofía, de acuerdo a la tradicional definición, “amor al saber”. Pero tenemos que hay saberes casi infinitos y que la palabra “amor” pierde su significado cuando se usa para hablar de afectos que más son caprichos que amores. No es filosofar, sino embrollar, colocar conceptos perfectos sobre cosas imperfectas o deslucir y afear lo que no tiene mácula ni admite reproche. El amor a la paradoja no es igual al amor a la verdad, y ni lo sutil enriquece nuestro conocimiento ni lo burdo simplifica nuestra vida.

Llaman algunos autores “filosofar” a varios actos, tales como dudar, definir, sistematizar o alejarse de lo que embelesa el sensorio. El filósofo duda, mas no es el dudar la esencia de su quehacer. También define, como el científico. Sistematiza, como cualquier armador de muebles. Se aleja de las cosas, como los religiosos, los locos y los ebrios, según Mencken. Antes de declarar qué es filosofar será necesario decir qué es la filosofía, y antes de glosarla deberemos hablar de sus orígenes.

Hay filosofía porque hay problemas y los hay porque nuestra inteligencia no es divina, que es decir que no puede conocer sino lo que se percibe. La mente divina, en cambio, capaz es de penetrarlo todo a fuerza de hacer conceptos. Quiere el filósofo ser divino, con conceptos prever, imaginar y llegar a nuevas tierras con ideas, al menos vagas, de lo que encontrará. Filosofar es imaginar ordenadamente, y ordenar es distinguir causas y efectos, lo anterior de lo posterior. Dirán algunos que también el poeta imagina con orden, y dirán bien. Pero la imaginación del poeta no tiene las aspiraciones de la mente filosófica, que piensa para salvarse. El poeta va hacia las cosas, pretende unirse a ellas, ser una, algunas o todas, no conocerlas, sino “serlas”, y el filósofo pretende separarse de ellas, ser lo que es y “poseerlas”. De aquí que María Zambrano haya dicho: “El conocimiento es, pues, purificación, separación del alma de sus cadenas para reintegrarse a su verdadera naturaleza” [2]. Filosofar, finalmente, es imaginar lo que no somos para saber qué somos, y poetizar es imaginar que todo lo somos.

Filósofo es quien imagina distinciones, digámoslo así, verosímiles, de las que sirven no sólo a científicos, sino también a místicos. Sin filosofía, como en el mundo presocrático, aún serían los átomos seres enamorados y los humanos esclavas partículas del destino. Filósofo es quien por muy pocos lugares puede ser sujetado. No ama el filósofo, no quiere atarse a otra carne porque quiere mantener inmaculada su visión y pura su sensación. No mezcla pasiones para poder discernir los orígenes de éstas, para conocer qué las determina, como aconseja Spinoza. No desea males, pues para él no existe el mal, sino lo inconveniente. Huye de amor, iras, engaños, enojos, malicias, blasfemias y palabras deshonestas, como enseña San Pablo (Colonenses 3: 5:8), para no mancharse o encadenarse. Sabe que amando verá, cual Dante, puros objetos amorosos, parlanchines, y que evitándolo vivirá en la soledad, a solas, en silencio.

Padecer muchas voces, nunca andar nuestras soledades, nos obliga a ser inhumanos, a sentir lo que los demás quieren que sintamos. Sólo es humano, ha dicho Ortega y Gasset, lo que independientes de los otros sentimos [3]. Y Deleuze, explicando la vida de Benito Espinosa, resume la existencia del que a pensar se dedica sosteniendo que el filósofo se hace asceta, humilde, pobre, casto, piadoso, para exaltar su ser, para personarse en el mundo, para ser persona y no mera personalidad, si nos es válido jugar un poco con las palabras. Viven los inhumanos, dice el autor francés, forjando medios e vislumbrando fines, cuando el filósofo sólo aspira a lo más simple y por simple difícil: a distinguir causas y efectos [4].

No es filosofar inventar esencias y luego decir que algunos pueden intuirlas y otros no. Tal hacen los que quieren ser señores de la verdad, que no acepta, por ser libre, dueños. No es filosofar manosear las cosas, sacras o paganas, hasta gastarlas o reducirlas a despojos, como hacen los que dan lancetazos a Jesucristo con tal de parecer liberales, demócratas e intelectuales. Tampoco es digno del filósofo menospreciar lo que cree desmerece sus opiniones y elogiar lo que le place.

Filosofía es, a decir de Ortega, “sistema integral de actitudes intelectuales en el cual se organiza metódicamente la aspiración al conocimiento absoluto” [5]. Sistematiza el meditador, pues encuentra enlaces donde otros ven casualidades. Trocar los azares en leyes es hacer que lo invisible, si no visible, pueda ser pensado, hecho concepto, que es luz para vislumbrar lo que se nos esconde. Es, además, integrador, pues todo le parece digno de ser estudiado. Poner atención en lo nimio es señal de humildad y ponerla en lo alto es señal de espiritualidad. Meditar como Aristóteles es andar en actitud teorizante, es decir, resolviendo problemas que no parecen ser problemas y que por estar sumidos en las viejas cosmologías o teodiceas anquilosan cualquier progreso cultural. Todo lo dicho, quiérase o no, conforma un camino, un método, que nos conduce a aceptar que la estructura de la mente humana sólo alcanza para suponer en lo finito lo infinito o en causas, efectos y estructuras una inherencia o fuerza unificadora, citando a Kant. Tolerará el lector el tecnicismo, que es muy necesario para nuestra labor de escriba explicador.

Es oficio del filósofo, al que también hemos llamado “meditador” por prestarse dicha palabra a imaginerías morales, tan útiles a la faena de allegar la verdad, investigar si las cualidades de los objetos forman parte de sus esencias o no. Deslindar lo accidental de lo substancial, lo que será siempre de lo que puede ser distinto, como hacía el Quijote al educar a Sancho Panza, innovador de las costumbres caballerescas, es meditar. Urdir conceptos generales que engloben las particularidades que a diario nos sorprenden es oficio del filósofo, oracular acto provechoso y ahorrativo que nos permite investigar más cosas de las que podríamos si tuviéramos que escribir definiciones para cada peculiaridad.

Mucho usan antropólogos y sociólogos las reflexiones filosóficas, pues se adentran en el corazón humano y en la psicología, claves para saber si los ambientes, climas, políticas y fuerzas económicas configuran mucho o poco nuestros espíritus. El existencialismo, que nos retó a determinar cuánto éramos capaces de resistir a las contrariedades que la mala planeación de las políticas económicas causa, echó luz sobre los límites del pensamiento, al que hoy no permitimos nos lleve a utopías que más son quimeras que ideales útiles para sobrevivir en tiempos de crisis.

Es la filosofía, en resumidas cuentas, un método, una técnica y una actitud, aquello con lo que podemos pensar cualquier problema, establecer puntos de partida epistemológicos o crear definiciones claras y ajustadas. Sin claridad conceptual seríamos como animales, siempre fustigados por los sentidos o esclavos de la suerte. Sin pensamientos justos seríamos o eternos exageradores o ruines comentadores pasicortos de lo que nos circunda. Sin ideas establecidas nuestro lenguaje sería pueril conglomerado de verbos sin sustantivos, es decir, mera sarta de letreros y no fijo y ameno camino, como lo es, hacia la verdad. Filosofía, que es amor, como tenemos dicho, hiere para “enamorar y deleitar”, como afirmaba nuestro San Juan de la Cruz.

Fuentes de consulta:

[1] COPLESTON, Frederick, Historia de la filosofía, vol. II, Editorial Ariel, Barcelona, 2011.

[2] ZAMBRANO, María, Filosofía y Poesía, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2001.

[3] ORTEGA Y GASSET, José, El hombre y la gente, Colección Austral, Madrid, 1972.

[4] DELEUZE, Guilles, Spinoza: Filosofía práctica, Tusquets Editores, Barcelona, 2009.

[5] ORTEGA Y GASSET, José, ¿Qué es la filosofía?, Porrúa, México, D.F., 2004.


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