Qué no todo lo pasado es viejo
Por Oscar M. Prieto , 17 junio, 2014
“Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales”. Recuerdo infantil, titula Antonio Machado este poema. Entre mis recuerdos, ya inconcretos por el paso del tiempo, recuerdo el “vamos a hacer un dictado”, el “no” que nos salía del alma, por lo aburrido de hacer dictados, y un poco de recuerdo me queda de la tensión y el esfuerzo que se nos exigía, en ese enfrentamiento entre lapicero y cuaderno, para que no se nos escapara ninguna palabra. Recuerdo a la maestra paseando por delante de las mesas (hasta 5º de EGB sólo tuve maestras, hasta ahora no lo había pensado, seguramente esta circunstancia haya influido en mi personalidad) y, aunque entonces no me daba cuenta, ahora al recordar también viene a mi memoria la paciencia soberana con la que pronunciaba todas las palabras de las tres o cuatro líneas que componían el dictado, la paciencia para volver a repetirlas, paciencia para una vez más, la última. (Nunca agradeceremos lo suficiente a aquellas maestras y maestros que nos educaron, que se tomaron nuestra formación en serio, todo lo que hicieron por nosotros. Creo que era Manuel de Falla quien tenía siempre una vela encendida en la tumba de uno su maestro de escuela, en agradecimiento). Luego se copiaba en la pizarra y tocaba corregir y contar las faltas de ortografía.
Por aquellos años, la Dictadura apenas acababa de irse, aún quedaba el olor de su presencia, de que había estado, y es posible que la idea que muchos tengamos de lo que es una dictadura guarde mucha relación con el haber hecho tantos dictados. Siendo tan parecidas las palabras –de niños no sabíamos que tenían la misma raíz- comprendimos que la dictadura debía de ser algo aburrido, no exento de cierta tensión, en el que todos debíamos estar callados y una maestra/dictador hablaba. Es decir, una dictadura es cuando uno dicta lo que hay que hacer/escribir y los demás hacemos/escribimos/obedecemos y si nos equivocamos debemos copiarlo veinte veces o cien para aprenderlo bien.
Más precisos son mis recuerdos de las tardes que, al salir de clase, antes de ir a casa a merendar, paraba en el Colegio de las monjas y pasaba una hora en la sacristía, con la madre Loreto. Con ella y allí aprendí a escribir a máquina, en una Olivetti -tan negra y tan pesada que superaban con creces la categoría de objeto contundente y que bien podría valer como arma del crimen-, copiando El Quijote. El proceso de aprendizaje era muy sencillo: yo iba practicando con un párrafo, cuando me veía preparado la avisaba y ella me cronometraba. Si lo hacía bien, en tiempo y sin fallos, avanzaba un párrafo y si no, tenía que ensayarlo un poco más y volverlo a intentar.
Leo ahora que unos investigadores de la Universidad de Indiana (EEUU) han realizado una serie de experimentos con neuroimagen y al parecer se iluminan más zonas del cerebro cuando se escribe a mano que cuando se teclea. Al escribir entran en funcionamiento áreas visuales y motoras del cerebro para crear una representación interna de las letras y a la vez se encienden otras áreas relacionadas con el sonido, la ortografía o el propio significado de las palabras y también otras relacionadas con la producción y comprensión del lenguaje y así mismo de la lectura. Sin embargo cuando se teclea, simplemente se representa una imagen del teclado en el cerebro. Las conclusiones que se extraen del estudio de dichas imágenes cerebrales señalan que al ser más complejo aprender escribir a mano que teclear, el esfuerzo mayor que se le exige al cerebro redundará en beneficios que tienen que ver con el aprendizaje: potencia la memoria, mejora y hace más fluida la asociación de ideas, facilita el conocimiento de la ortografía y aumenta la capacidad de lectura, así como la comprensión de lo leído. Por el contrario, tecleamos más rápido sí, pero fijamos menos, la memoria es más literal y menos consistente.
Quizás deberíamos extrapolar esta investigación a otros ámbitos de nuestras vidas y reflexionar sobre la relación que mantenemos con la tecnología, en qué medida es beneficiosa y qué hábitos deberíamos corregir. Ni se me pasa por la cabeza aborrecer de la tecnología. Es de necios no reconocer de cuantas maneras las nuevas tecnologías nos sirven, ayudan y multiplican nuestras capacidades. Pero, no olvidemos que también asumiremos riesgos y si no andamos con cuidado atrofiaremos otras facultades que poseíamos. Siempre ha ocurrido así, pero ahora va mucho más rápido. Y, precisamente, esta es mi conclusión: que no siempre lo rápido es lo mejor ni todo lo pasado fue peor; no todo caduca ni queda obsoleto, como tampoco toda novedad supera a lo que ya existía, incluso desde hace miles y miles de años, como es el caso de la caligrafía.
“Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales”.
Salud
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