¡Que vienen los socialdemócratas!
Por Carlos Almira , 19 junio, 2016
El señor Pablo Iglesias se ha declarado, recientemente, socialdemócrata. Sin entrar en el posible oportunismo electoral de esta afirmación, ni en el descaro de sus oponentes del PSOE (que, se diría, poseen el monopolio de la única izquierda democrática en España), me gustaría intentar aclarar algunos puntos en referencia a esta expresión de socialdemocracia. Adelanto ya que, en mi opinión, el PSOE posterior al Congreso de Suresnes, el que ahupó al clan sevillano de los Felipe González, Alfonso Guerra y otros, nunca fue socialdemócrata sino, en todo caso, social liberal. Y ello por una razón: la socialdemocracia, tal y como fuera formulada por Eduard Bernstein a principios del pasado siglo, no era compatible con un abandono del marxismo (que es lo que hizo el PSOE, como otros partidos de su cuerda en Europa por esos años 70), sino que fue una revisión de aquellos puntos del marxismo que, en el análisis de Bernstein, habían sido desmentidos por los hechos. Pero las tesis básicas de Carlos Marx siguieron vigentes hasta el ascenso del socialliberalismo de los Felipe González, los Mitterand, por no hablar del laborismo británico, el ancestro ideológico de Tony Blair, que nunca fue marxista ni, por lo tanto, nunca pudo evolucionar hacia las tesis de Bernstein.
Las dos críticas al marxismo que toman cuerpo a finales del siglo XIX y dan lugar a la socialdemocracia, como una corriente ideológica no fuera sino dentro del marxismo, son las siguientes: a) la previsión formulada por Marx y Engels, ya en el Manifiesto Comunista de 1848, de un derrumbe del sistema capitalista a partir de sus propias contradicciones históricas (entre otras cosas, por una creciente e imparable pauperización de la clase obrera y del campesinado en las sociedades más industrializadas); y b) relacionado con lo anterior, una apuesta por la lucha de clases, y por la creciente toma de conciencia política del proletariado, merced a esa proletarización, y también al hecho de que las revoluciones liberales burguesas, en su inmensa mayoría, habían vedado la participación electoral de los trabajadores en las elecciones, al establecer el sufragio censitario.
Frente a estas dos formulaciones, a finales del siglo XIX, y en clara disputa con la corriente marxista ortodoxa en el seno de la socialdemocracia alemana, de Kautsky, pero también con las opciones revolucionarias voluntaristas e irracionalistas, inspiradas en la acción directa del anarquismo y en las posiciones de Sorel (que, una vez substituido el concepto de clase por el de nación, favorecerían, en plena crisis de los sitemas parlamentarios de entreguerras, el ascenso del fascismo y el nazismo desde la “izquierda”), en contraste con todas estas corrientes, Eduard Bernstein hizo un análisis lúcido, y certero en su época, según el cual: a) contra las previsiones de Marx y Engels, la clase obrera en los países más industrializados a finales del siglo XIX, no sólo no se había pauperizado sino que había mejorado notablemente sus condiciones de vida, dentro del orden capitalista; y b) la extensión, dentro de estos países más industrializados, del sufragio universal, y el creciente acceso popular a la alfabetización, la inflormación y la cultura, abría para los trabajadores una vía de transformación de la sociedad capitalista diferente a la de la lucha de clases (la insurrección, la huelga general revolucionaria, la revolución a secas, o la acción directa), por medios más pacíficos o incluso legales, a saber: su movilización política como electorado por los partidos de clase, social demócratas, y por sus sindicatos afines, con el objeto de alcanzar democráticamente (ya que en todos los países hay más obreros que empresarios), dentro de los sistemas partamentarios, las mayorías necesarias para conseguir el gobierno y, desde el gobierno y las instituciones, transformar pacíficamente la sociedad capitalista en un orden nuevo: el socialismo democrático.
Pues bien: Para Bernstein, salvadas estas dos críticas, el pensamiento marxista seguía siendo válido, en lo esencial. Es decir, en su núcleo básico, que afirma la injusticia y la necesidad de superación histórica del capitalismo, por una razón: porque en tal orden económico-político, siendo la riqueza producida por el conjunto de la sociedad, es apropiada de manera privada, y a-social, por algunos individuos, por una minoría, a saber, los propietarios de los medios de producción y sus atláteres, en virtud de un supuesto derecho natural a la propiedad privada (formulado en su día por Locke), y a su herencia por mera relación de parentesco.
Al abandonar sin más, en bloque, el marxismo, los llamados erróneamente partidos socialdemócratas actuales (el PSOE, el PSF, el Partido “Social-Demócrata” Alemán, el PSI, etcétera), abandonaron, ¿fueron realmente conscientes de ello?, también lo esencial de las posturas del socialismo a secas, que eran las de los auténticos socialdemócratas, como Bernstein, Jaurés, o, más recientemente, Olof Palme, y se convirtieron en social-liberales. No es pues, de extrañar, que ahora que el neoliberalismo parece entrar en una crisis imparable, ésta los arrastre también a ellos, como a sus parientes vergonzantes (como la ruina familiar arrastra a los parientes pobres y lejanos de la casa). Estos pseudosocialdemócratas aceptaron, en su día, como algo incuestionable, de sentido común, como un orden natural, el capitalismo tout court, (confundiéndolo burdamente con la economía de cambio o de mercado), con la salvedad de unas políticas cosméticas, llamadas “sociales”, que no socialistas, ni menos aún, socialdemócratas. Sencillamente, renunciaron a la posibilidad, no ya material sino mental (como un límite absoluto a su imaginación política, que ahora otros pueden hacerles pagar bien caro en las urnas), a transformar el capitalismo no ya dentro de la democracia, sino por la vía de la misma democracia (redistributiva, fiscal), en una forma de economía social de mercado, que jamás imaginaron con una mínima coherencia y claridad, como si fuera una burda utopía superada por la historia. Al enterrar, a diferencia de la verdadera socialdemocracia de Bernstein, en bloque, a Marx y a Engels (que no a Lenin ni a Mao, que por motivos bien distintos, opuestos, tampoco fueron nunca marxistas), no les quedó, en el mejor de los casos, más que reivindicar a Keynes; y en el peor, aun con la boca pequeña, a todos los teóricos del Estado mínimo, al servicio de las empresas y los intereses corporativos, es decir, el capitalismo contra el mercado y contra la misma democracia.
Es curioso. Aquellos que naufragaron con el eurocomunismo en su día, ahora, revisando algunos de sus postulados de entonces pero conservando el espíritu de justicia y libertad que siempre estuvo en el núcleo del mejor pensamiento de Marx, como salvadas las distancias, de Rosa Luxemburgo, de Hilferding, de Gramsci (muerto por el fascismo italiano), de Walter benjamín, de Bertol Brecht, y tantos otros, esos rojos utópicos y recalcitrantes, aun por razones tácticas, electoralistas, pueden hoy por hoy reclamarse como socialdemócratas con mucha más razón que los que no han hecho, durante décadas, más que llenarse la boca con la palabra social, como si fueran los detentadores por derecho divino, de la única opción democrática de la izquierda, y pueden empezar a substituirlos en el imaginario colectivo, como el auténtico referente de la izquierda. ¡Bienvenidos, pues, todos ellos, incluidos Julio Anguita, Alberto Garzón, y hasta si me apuran, Cañamero y Gordillo, a las filas de socialismo democrático, frente a los que nunca dejaron de ser, en el fondo, más que partidarios de un capitalismo vergonzante!
Por cierto, que uno de los puntos criticados por Bernstein, al Manifiesto Comunista, el relativo a la pauperización de los trabajadores, pudo estar justificado en su día, pero no ahora, en plena economía global, en plena fiebre de los minijobs y los emprenderores (esa llamada desesperada al voluntarismo de los jóvenes sin futuro). Quién sabe si, después de todo, en esto Marx va a tener por desgracia, más razón que Bernstein, si al final el tiempo no va a darle la razón al primero frente al segundo. En cuyo caso, la pregunta será, ¿cuánta democracia será capaz de resistir la precariedad creciente de los trabajadores?
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